La primera vez que entré en aquella casona era una cálida
tarde de enero. El edificio era un petit hotel algo decadente rodeado de amplios
jardines. Estaba ubicado en el Bajo Belgrano y lo habían reciclado como
geriátrico e instituto para enfermedades mentales leves. Por lo general, sus
internos sufrían problemas derivados de la edad avanzada. Por ese entonces,
luego de haber recorrido innumerables pasillos y visto ciento de jefes de
personal, alguno de ellos había reparado en mi currículum de enfermera novel
casi recién egresada, con poca experiencia; pero notas sobresalientes. Esa persona había sido la severa señora Edith.
Luego de evaluarme en forma por demás ardua, sin ninguna otra entrevista
posterior, me llevo a recorrer las instalaciones del lugar. Me fue presentando
a los profesionales, las enfermeras, mucamas, personal de maestranza,
administrativos, las cocineras y unas cuántas personas más con cargos, un tanto
más difuso.
Siempre ocurre. En todo trabajo uno encuentra gente con la
que congenia más o menos de entrada. Algunos con un trato más afectivo que
otros. Pero siempre va a estar él. Esa persona con la que sabés que todo irá
decididamente mal desde el mismo comienzo. Ese individuo era Juan Carlos. Mi
mayor problema es que estaba bajo su jefatura inmediata. Era el jefe de enfermería.
Ni siquiera la caba Aurora, que me miró de arriba abajo antes de saludar por
compromiso, me hizo sentir esa sensación de rechazo. Decidí que lo mejor era
ignorar todo lo posible aquella situación.
Él no pensaba lo mismo. Desde el primer momento sentí su
mirada lasciva taladrando mi anatomía. En realidad, Juan Carlos era un tipo
interesante. De estatura mediana, cabellos negros y un tupido bigote a lo charro,
me llevaría unos veinte años. Pero el tipo planteó mal su acercamiento desde un
principio y eso arruinó toda posibilidad. Dejó bien en claro que quería salir
conmigo y que eso podía ser determinante en mi futura contratación. Yo tenía un
contrato a prueba por escasos tres meses.
Por supuesto, yo sabía que no le era indiferente a los hombres.
Era de estatura algo baja; pero tenía todo lo que se debía tener en su lugar y
como es debido. Mis ojos verdes hacían el resto. Pero no estaba dispuesta a
ceder a las presiones de aquel tipo. Pese a que necesitaba ese trabajo casi con
desesperación. Yo y mi familia.
En principio eran sólo insinuaciones, luego comenzaron los
toqueteos al pasar. La cintura… y luego cada vez estuvo más atrevido.
Algo tenía que hacer. En una de las conversaciones que
tuvimos busqué algo así como un armisticio. Le dije que tenía que terminar una relación
con alguien. Que luego, una vez
solucionado ese inconveniente, veríamos. Así logré ganar algo de tiempo hasta
que se me ocurriera algo.
Entre tanto me habían dado algunos ancianos a mi
cuidado. Entre todos ellos estaba
Albertina. La dulce Albertina. Una viejecita como de mi altura, cabellos canos
y ralos. La frente surcada por las marcas del tiempo. Un rostro redondo, suave
y pálido rematado por un par de vivaces ojos color café.
Nuestra relación no comenzó de la mejor manera.
—Buenas tardes, doña Albertina—dije quedamente.
—Albertina… ¡Doña, no! Mi hijita, don o doña lo usan las
clases más bajas. No me diga señora ni señorita, ni mucho menos doña. Sólo
Albertina—aclaró con tono autoritario.
—Disculpe Albertina ¿Desea un tesito?
Estaba muy enfadada y no respondió.
El hecho es que me fui ganando su confianza y amistad. Como
uno de sus gustos era la poesía, siempre que podía pasaba por la biblioteca y
traía alguna antología de Pablo Neruda, Lord Byron, García Lorca y otros
autores de su gusto. Leíamos y tejíamos. Yo tenía una cierta habilidad con la
aguja de crochet. Para ella no había
punto que tuviera secreto: arroz, encadenado; o figuras como canelones y ochos.
Algunas veces bordábamos manteles y sábanas en un viejo bastidor.
Por lo general la recorrida me llevaba poco tiempo. La
paciente más complicada era Albertina. Pese a que sabía de su condición
afectiva (su familia prefirió pagar una cuota mensual antes de hacerse cargo de
ella) tenía una natural rebeldía y no aceptaba ordenes con facilidad. Yo había
adoptado dos métodos para lograr su anuencia. El primero era por
convencimiento. Llevaba algo de tiempo, pero casi siempre la persuadía.
El otro procedimiento era que la orden no pareciera tal. O
le hacía creer que quería de ella determinada acción, cuándo en realidad quería
lo contrario. Ella lo hacía.
Algunas tareas no eran propias de una enfermera, como
limpiar orinales. Pero Juan Carlos me las adjudicaba para hacer sentir su
poderío y lograr mi completa sumisión. Yo las hacía sin chistar.
Pero se aproximaba la hora de la verdad. Ese momento en que
debería ceder a sus pretensiones o clavarle un bisturí. Me seducía la última opción.
Conversando con la cocinera me enteré que desde siempre
Juan Carlos tenía esa desagradable costumbre. Ella, y eso que era cincuentona,
había sido acosada. No le pregunté en que terminó la cosa, pero hacía rato que
ella trabaja en el instituto. Me aconsejó que por nada del mundo le dijera a la
señora Edith sobre aquella situación. Me insinuó que Juan Carlos era algo más
que su hombre de confianza.
Estaba en una encrucijada sin solución.
Pero dicen que cuándo Dios cierra una puerta siempre abre
una ventana. La solución apareció de repente.
—Albertina, es la hora de la inyección—le dije suavemente.
—¿Otra vez? ¡Me duelen los brazos! —protesto como una
niñita.
—¿Sabés Albertina? Ya lo se. Pero sos insulinodependiente…
te tengo que aplicar la inyección—me acerqué con aire conspirativo—, pero vamos
a hacer trampa ¿Querés?
Agitó la cabeza afirmando, mientras sus pícaros ojos reían.
—A ver, arriba la blusa…
—Pero…
—Albertina, no es nada. ¡Somos mujeres! Vamos, te la voy a
aplicar en el vientre ¡Como si te picara un mosquito! ¡Cosa de nada!
Así fue. Desde ese
día siempre quiso que yo le diera su inyección. Buscábamos las partes menos
castigadas de su anatomía.
Todos los domingos era día de visita. Algunos ancianos, no
demasiados, recibían a sus familiares. Los que no eran visitados, la inmensa
mayoría, los llevábamos al salón o al jardín y les preparábamos una rutina.
Traíamos un mago o un cantante, servíamos un refrigerio y hacíamos juegos de
ingenio. Ellos simulaban que disfrutaban de aquellas atenciones, mientras
secreta y amargamente envidiaban a los otros. Y los otros eran felices ese par
de horas que recibían sus mendrugos de amor.
Por otra parte, los domingos el personal estaba reducido.
Sólo quedaba una doctora de turno. En orden de importancia estaba el jefe de enfermería,
la caba y por último nosotras. Un puñado de enfermeras.
Ese domingo se complicó todo. La doctora de turno se
enfermó y no pudo venir. No se consiguió reemplazante. La caba Aurora había
pedido permiso. Edith estaba ocupada
recibiendo a los familiares de los pacientes. Además, sus conocimientos de
medicina no eran demasiados. Lo suyo eran los números.
—¡Clara! ¡Albertina está mal! —me dijo Azucena.
—¡Ya voy a su cuarto! ¡Traélo a Juan Carlos!
Salí corriendo y la encontré tirada en la cama con un color
ceniciento en el rostro.
—¡Tranquila Albertina! ¡Ya estoy aquí! —le tome el pulso.
Era muy débil y espaciado—¿te aplicaron la insulina?
—Si, si…
En la entrada asomó Azucena con un cariacontecido Juan
Carlos.
—Escuchame Juan Carlos, no tenemos mucho tiempo para
perder, creo que estamos con un cuadro de hipoglucemia ¿Quién le dio la
inyección de insulina?
—Yo-dijo—Juan Carlos. No agregó más nada.
Lo miré tratando de sopesar que pasaba.
—Azucena, por favor, dame la historia clínica—lo miré directo
a los ojos—¿leíste la historia clínica antes de aplicarle la inyección? ¿Sabés
el peso corporal y la proporción de insulina?
Se quedó callado. Empezó a mirar hacía la salida. Estaba
nervioso.
—Juan creo que te mandaste flor de cagada. Vos no podés ser
jefe de enfermeros, tal vez seas un buen camillero. ¡Después la seguimos! A ver,
dejame ver eso Azucena…
Leí la información y entonces me acerqué a Albertina. Tenía
temblores y estaba agitada. Algo de somnolencia.
—Juan Carlos, andá a la cocina y traé un vaso de leche.
Ponele dos cucharadas de azúcar y también traé galletitas dulces…
—Pero si…
—¡Hace caso ya! —salió como alma que lleva el diablo—.
Azucena ¿Tenemos reactivos a mano?
—Debe haber…
—Traé una cinta, y además fijate en el dispensario,
necesito una hipodérmica y glucagón. Si se llega a desmayar tendré que
aplicarle una inyección.
—¿Estás segura de lo que estás haciendo?
—Por supuesto que no. Por eso te pido el reactivo ¡Pero me
parece que no tenemos tiempo!
Albertina se tomaba el pecho y respiraba dificultosamente.
—Traje la leche y las galletas—dijo Juan Carlos mientras
entraba.
—Bien. Ya tomé mi decisión—dije mientras tomaba el vaso de
leche—. Albertina, tomá un poquito…
En pequeños sorbos tomó la leche. Después mordisqueo un
poco de la galletita. Lentamente se incorporó del todo y comenzó a respirar
algo mejor. Recuperó algo de color en el rostro. Ya estaba comiendo otra
galletita.
—Azucena, que se tome todo el vaso, pero no le des más de
tres galletitas. Esperá un rato y si la ves algo débil, dale un poco más de
leche azucarada. Conseguí pan fresco y que coma. Tiene azúcares que se absorben
más lentamente, así no repite el cuadro ¡Vos, vení conmigo!
Juan Carlos salió detrás de mí en silencio. Sabía lo que le
esperaba.
—Bien Juan… deduzco que no sabes nada de nada. Que llegaste a este puesto porque sos el
hombre de confianza de Edith…
—Clarita yo…
—No seas miserable—endurecí el tono de voz—¿ahora me decís
Clarita?, antes porque no salía con vos, me tenías amenazada, me dabas los
peores trabajos. ¿Sabés que? Tengo tu cabeza en bandeja de plata ¡De esta no te
salva ni Edith! ¿Sabés que significa mala praxis? ¡Criminal!
—Clara yo te juro…
—¡No me jures nada! Te ofrezco un trato. Muchísimo más
equitativo que el que me ofrecías vos. ¿Estás dispuesto?
Me miró anhelante.
—Si…
—Bien, de ahora en adelante no vas a molestar a nadie más
acá adentro ¿Si?
—Si, te lo juro—dijo servil.
—Pero eso no es todo—hice un silencio algo sádico—, vas a encontrar
la manera para dejar tu cargo…
—Pero mi trabajo…
—No te hablé de tu trabajo. Sólo el cargo. Acá la única que
puede ser jefa de enfermeras es Aurora, por capacidad y antigüedad. Así que
buscá una excusa y pedí otro destino.
Se rindió en forma incondicional. Ya no molestó nunca más a
nadie.
Esa noche me quedé a cuidar a Albertina. Dormité en un
sillón a su costado. Ella estuvo
tranquila toda la noche excepto a cierta hora de la madrugada.
—¡No! ¡Fuera! ¡Fuera perro! —miraba con los ojos muy
abiertos hacia la entrada del dormitorio. Tenía miedo. Miraba sin ver.
—¡Tranquila Albertina! Acá estoy yo—le dije en un susurro.
—¿Lo ves? ¡El perro blanco! ¡Nos va a atacar! —se aferró a
las sábanas.
Aparte de la diabetes Albertina tenía otro problema más
grave. Arteriosclerosis. Le estaba afectando a sus facultades cerebrales por
falta de irrigación sanguínea. Eso le provoca los delirios.
—Escuchame
Albertina, no tengas miedo. No nos va atacar.
—¿Lo ves? Mirá como gruñe…
—¡No! Miralo bien, está moviendo la cola. Ese gruñido es de
puro juguetón—ahora mi tono de voz era vivaracho.
—¿Vos crees?
—¡Seguro! Es un cachorro con ganas de jugar. Además, está
ahí para protegernos. Es un perro bueno.
Todavía tuve que lidiar un rato con su desconfianza. Luego se
quedó dormida en mis brazos. El resto de la noche lo pasó bastante intranquila.
Pero no tenía fiebre y el pulso era normal.
Después de la crisis no hubo mayores sobresaltos, aunque
seguía teniendo algunas visiones y delirios. A veces decía que un hurón había
entrado por la ventana. Otras que un tatú carreta se escondía en la ducha.
Una noche caí rendida mientras la cuidaba. Entonces me
despertó.
—¡Clarita!
—¡Si! ¿Qué pasa Albertina? ¿Otra vez el perro blanco?
—No hija…míralo, está durmiendo en la entrada ¿Lo ves?
—Si, está tranquilo ¿Qué pasa entonces?
—¿Escuchás el rumor del agua?
Quise decir algo, pero no me dejó.
—¡Chist! ¡Escuchá! —se acercó a la ventana—, es un río
subterráneo que nace allá, en el empedrado, y atraviesa el parque. Entonces
pasa por acá abajo—decía señalando el parqué del dormitorio—, sigue por las
otras habitaciones y se pierde en la avenida del otro lado…
—¿Estás segura?
—Pero ¿No lo escuchás? Tengo miedo—se subió de nuevo a la
cama.
—¿De qué tenés miedo?
—Del río. No se nadar… me puedo ahogar. Se puede desbordar
y…
Tenía que encontrar una manera de calmarla. Estaba muy
agitada. Tanto Edith como la doctora Peña estaban de acuerdo en que si Albertina
seguía con sus delirios tal vez hubiera que trasladarla a otra institución más
adecuada a su condición. Y yo, contra todas las previsiones, había cometido un
error desde el punto de vista profesional. Me había involucrado afectivamente
con mi paciente. No quería que se la llevaran a ningún otro lado.
—Albertina, no es un río tan caudaloso. Es un manantial, un
manantial secreto—me miraba con algo de espanto—, es como un hilo de agua
fresca. Nada debemos temer.
—Pero escuchá el ruido que hace. ¡Es un río!
—No Albertina… es el eco que hace en la cueva por dónde
discurre. Vamos a hacer dos cosas, para tu tranquilidad. Primero mañana a la
noche voy a investigar dónde está exactamente este río. Lo voy a seguir hasta
su desembocadura. Lo segundo, te voy a enseñar a nadar.
—¡No! ¡Ya estoy muy grande para eso!
—A ver ¿Estás segura que estás muy grande? ¿Realmente no
tenés ganas de intentarlo?
Los ojos de Albertina brillaron. Parecía que reía su
mirada.
—¡Ves! Mañana, si está lindo nos vamos hasta la alberca,
nos ponemos nuestros trajes de baño… ¡Y a nadar!
Al día siguiente el sol brillaba en un cielo sin nubes. La
temperatura era muy alta. Nosotras
nadamos hasta agotarnos.
Ella se durmió temprano, como un niño que estuvo retozando
en los juegos. Yo no tardé en quedar dormida en el silloncito que estaba en un
rincón.
Desperté con la extraña sensación de haber dormido
demasiado. Ella seguía durmiendo profundamente. Entonces escuché el rumor.
Venía desde el jardín. Se precipitaba dentro de la habitación. Un ruido
caudaloso que reverberaba por doquier.
Abrí los ojos y ahogué un grito de terror. Albertina
descansaba ignorando todo lo que pasaba. A los pies de su cama se había abierto
una fosa que atravesaba el cuarto desde la ventana que daba al jardín hasta la
pared que nos separaba de las otras habitaciones. Esa especie de fisura me
separaba de la cama de Albertina totalmente. Me arrodillé en el sillón y me
asomé al vacío. En el fondo de esa especie de cañón se veían algunos remolinos
blancos que se agitaban. Una espuma hirviente y ruidosa.
Me incorporé con mucho temor y con sumo cuidado empecé a
bajar aprovechando las salientes rocosas. Mis dedos se deslizaban entre la
humedad de la piedra y los musgos viscosos que surgían de la piedra.
Quedé en la orilla de aquel torrente impetuoso. Caminé unos
metros más. Delante de mí encontré como una especie de pileta de aguas calmas.
Al asomarme vi mi rostro reflejado en esa superficie líquida. Tomé un poco de
agua en mis manos y me refresqué el cutis y el cuello. Cuando el estanque
recobró su estabilidad, me vi de nuevo reflejada en él. En mi cara habían
surgido arrugas y el cabello estaba encanecido. Sentí que me faltaba el aire y
me desmayé.
—¡Clarita! ¡Hija! ¿Estás bien? —Albertina me miraba
preocupada.
Estaba tirada en su cama y ella me acariciaba el rostro. Me
levanté bruscamente. La habitación estaba como siempre. Escuché. Sólo las hojas
de los árboles agitándose por el viento nocturno. Ningún rumor de aguas
subterráneas.
—Si querida, estoy muy bien ¿Qué pasó?
—Cuándo desperté te encontré durmiendo a los pies de mi
cama, así que te despabilé un poco y te hice acostar en mi cama, hasta que
despertaste ¿Te sentís bien?
—Creo que sí. Sólo que…
—¿Qué te pasó en el pie? —preguntó viendo mi gesto de
dolor.
En el pie izquierdo tenía un raspón y me dolía.
Hacia años que no tenía una pesadilla. Mucho menos una como
esa. Quedé bastante conmocionada. Todo había sido demasiado real. Además, la
laceración.
Lo mejor era hablar con Edith.
A la mañana siguiente Edith me llevó a su escritorio. Conversamos.
—Bien Clarita ¿Cómo la ves a Albertina?
—Bien, muy bien…
—Pero querida, la doctora Peña me aconsejó hacerle una
evaluación psicológica. Ella me dijo que los niveles de arteriosclerosis son
inaceptables y que podemos tener problemas.
—Pero Edith, ella sigue una dieta muy rigurosa. Es
diabética y la cuidamos…
—¡La cuidás! —me interrumpió Edith—¡La cuidás más que a
ningún otro anciano! Vos sabés que no es bueno mezclar la parte afectiva con la
profesional. Yo se que vos no querés el traslado, pero ella sigue con sus
desvaríos…
—¿Desvaríos? —ahora interrumpí yo—, parece que una junta de
profesionales define si una persona está cuerda o no. Cuando en realidad es un
tema de percepción…
—¡Ella ve cosas!
—¡Que los demás no ven! Percibe cosas más allá de nuestra
comprensión—dije con énfasis.
—¡Porque tiene un problema físico que afecta su psiquis!
¡Eso lo sabés!
Intente seguir adelante con aquello, cuándo Edith me hizo
la pregunta:
—¿Es que acaso vos también tenés visiones?
—No… no—me metí en terreno peligroso sin darme cuenta.
—Clarita, yo tuve una experiencia con una persona muy
querida. Y terminé proyectando algunas cosas en común. ¿No estarás vos en algo
así? ¿Tuviste alguna visión?
Recordé cuándo había estado en el pabellón de otro instituto
de salud mental. Al entrar me entregaron un papelito con un número y una letra.
Al salir los enfermeros me lo reclamarían para saber que no era una interna,
sino una visita. El hecho es que al salir estuve luchando un buen rato con mis
bolsillos tratando de encontrar el escurridizo papel. Entre tanto los
enfermeros me miraban serios. Los internos me pedían cigarrillos a cada rato.
Aterrada, al fin encontré el dichoso papel y con el mi camino a la libertad.
Tuve pesadillas, en dónde por no encontrar un papelito, terminaba con un
chaleco de fuerza y en una celda acolchada.
Ahora, frente a Edith, tenía esa misma sensación.
—Edith, jamás tuve ninguna visión. Sólo puse en tela de
juicio las verdades científicas irrefutables. —Si ustedes piensan que el caso
de Albertina amerita un traslado, habrá que trasladarla. Yo opino que no hace
falta. No es peligrosa.
Edith sonrío complacida. Seguimos charlando de otros temas.
Por último, me despedí. Salí al largo pasillo.
Después de hacer un leve rodeo a mi derecha me detuve en el
medio del vestíbulo. Miré hacia el hall vidriado que hacía de recepción. No
había nadie. Por la ventana abierta se escuchaba el trino de las aves, el
sonido del viento en la enramada y el rumor apagado que atravesaba el jardín.
Miré en la otra dirección. Tampoco había nadie. Aproveché y
con un rápido ademán le hice una caricia en la cabeza al perro blanco que
saltaba a mí alrededor.
Luego me dirigí a la cocina. Ya casi era la hora del té.
Albertina se estaría impacientando.
4 comentarios:
Ya voy leyendo 5 de tus publicaciones en esta semana jejeje, me gustan!
Muy bueno!
Me encantó
Me encantó
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