A esa hora incierta, mientras el
sol se hundía más allá de las negras aguas del riacho, el puente mostraba aún
sus costillas herrumbradas y el muelle de madera se sumía entre las yermas
barcas, la bruma y las hierbas malas.
El viejo Almada pitaba un
cigarrillo negro que era su placer y su condena. Había sabido ser, en sus años
mozos, un cantor más que aceptable, pero aquel vicio arruinó su carrera con una
tos asmática persistente. Así es que ahora despuntaba su otro vicio, el tango,
bailando en un cafetín sobre la calle Necochea. Incluso se ganaba algunos pesos
con sus clases de tango. Siempre caía alguna gringa, con euros de sobra, para
bailar un par de piezas con el maestro.
El viejo se preguntaba:
—“¿Cuantas almas sin ventura habrán
teñido estas estigias aguas?”
Almada lo ignoraba, pero antes de
despuntar el alba obtendría algo parecido a una respuesta.
—¡La pucha! ¡Ya es hora!
El viejo dejó el atalaya con su andar cansino que no dejaba vislumbrar
lo ágil y elegante que era en una pista de baile.
—¿Cómo anda Don Almada? —lo saludó el
custodio.
—Bien, Vega ¿y usted?
El saludo era un tanto anacrónico,
así como la tanguería que parecía del siglo pasado. Era una construcción con
estilo colonial, blanqueada a la cal, con un patio al aire libre, varias
macetas de terracota con begonias y azucenas, un salón bailable rodeado por
mesas de mármol con pie de metal y una barra de estaño y madera.
El salón estaba casi desierto,
excepto por el pibe, acodado en la barra. Era un mocoso que bailaba bastante bien
para los cánones rígidos que manejaba Almada, pero que siempre buscaba polémica
sobre lo que él solía llamar: “las nuevas
tendencias”.
—Mire pibe, usted podrá usar
cualquier argumento —empezó el viejo
una discusión—, pero los que bailamos tango desde antes de la “gran crisis” vemos una deformación en
el tango danza, ese tango que se baila erguido y con elegancia; no hablo del
tango orillero, donde los danzarines bailan agazapados y de manera burda. En el
tango danza, durante la “crisis”, los
nuevos milongueros adoptaron una forma de baile que no admite el respeto al compás,
en esta mutación el hombre sale con el pie derecho hacia atrás, hace cinco
pasos y junta los pies en el quinto; luego se continúa con tres pasos, juntando
en el tercero ¿me sigue pibe?
—Si, maestro …
—El compás del tango es cuatro por
ocho, o sea, cuatro tiempos en corcheas de cada compás, por eso se ha bailado
en cuatro pasos juntando los pies en el cuarto, así es muy fácil llevar el
compás, por que se pisa cada uno de los compases con un nuevo paso. Con ese núcleo
básico, de cuatro pasos, usted se desplaza, camina y baila respetando los
tiempos.
—No veo la diferencia —dijo el pibe.
—Cuándo el bailarín es hábil, busca
el primer tiempo del compás con su pie izquierdo, así no sólo marca los tiempos
si no que, además, realiza los cuatro pasos básicos dentro del compás. Esto
queda en evidencia cuándo finaliza la pieza, en la última juntada de pies, o
sea, en el cierre. En ese otro estilo poco ortodoxo, la salida, es imposible
respetar el compás. Se podría realizar
dentro de la danza como una figura más del repertorio, pero a sabiendas que en
algún momento se tendrá un problema con el compás y en consecuencia con el cierre —sentenció el viejo en un tono que no admitía
replicas.
El muchacho pareció que iba a
seguir disputando, pero prefirió dar por terminada la conversación con un leve
encogimiento de hombros y un saludo cortés.
—Don Almada, esa muchacha es la segunda
vez que lo viene a buscar —dijo el barman, mientras señalaba hacia la puerta.
La joven vestía traje de noche
escotado en seda negra y zapatos de baile con taco aguja. Su piel tenía una
blancura como de reflejos de luna y una lacia cabellera azabache.
—Señorita ¿usted me estaba
buscando?
—Si maestro Almada, desde hace algún tiempo que lo busco —susurró.
—Usted dirá — luego agregó Almada —
¿señorita?
—Nicte, me llamo Nicte —respondió—,
quisiera bailar una pieza con usted.
El viejo bailarín la tomó por la
cintura y con su mano derecha sujetó la de ella. Pudo apreciar que en sus
pupilas de gata agonizaban ocasos. Luego sintió un escalofrío en el preciso
instante en que la música comenzaba. Era una grabación de la orquesta típica de
Carlos Di Sarli: “En un beso la vida”.
—Almada ¿vos sabés quien soy?
¿Verdad?
—Si piba —dijo el viejo resignado— pero
¿por qué esta noche?
—Por que todo tiene su hora, Almada
—sonrió gélida—. Vos sabés que no es la primera vez que estamos cara a cara…
El cuerpo de ella pegado al suyo le
daba un frío irreal. Dio un giro y siguió el compás con elegancia.
Imperturbable.
—Almada —volvió a mostrar su
dentadura perfecta— ¿Me estás queriendo conquistar?
—Estás muy linda esta noche, piba
—murmuró el anciano.
—¿Y?
—Necesito más tiempo, nena…
La deslizó hasta el centro de la
pista y dibujaron un ocho. Él apoyó su dedo índice sobre el
centro de su espalda y lo bajó lentamente hasta la cintura. Con el medio y el
anular le marcó la próxima figura: la
media luna.
—Almada, no te queda más tiempo —musitó
al oído del viejo— ¿Para qué querés
más tiempo? ¿Cuánto más? ¿Una semana o diez años? ¿Podés arreglar las todas las
macanas que hiciste durante 65 años con ese poco más de tiempo?
—Vení, vamos a la mesa —apremió el
bailarín—, vamos a tomar una copa ¿querés champagne?
—Para mi cualquier cosa está bien,
yo se que a vos te gusta el vino tinto
El viejo llamó al mozo.
—Ricardo, alcanzá un tinto y dos
copas.
—¿Tres cuartos selección de la
casa?
—¡No! La miseria llama a la
miseria, Ricardo. Mejor un buen vino reserva tinto mendocino —la miró a ella de
soslayo—, tenemos algo para celebrar.
El mozo se retiró con cara de
perplejidad a cumplir con el pedido.
—Sírvase Don Almada, haga los
honores.
Mientras el viejo degustaba la bebida, le preguntó:
—A propósito, Ricardo ¿cómo está tu
esposa?
—Mal, está internada —su rostro se
ensombreció—, tuvo perdidas y corre peligro de perder el embarazo, está muy
débil…
—Bueno, si necesitas algo,
cualquier cosa, vos sabés…
—No, está bien Don Almada.
Ella se lo quedó viendo con aire de
sorna.
—¡Vaya! ¡Vaya! Almada, casi parecés
un ser humano.
—No te entiendo.
—¿No entendés? ¿Querés saber por que
te vine a buscar esta noche? —preguntó fieramente— ¿Supiste algo de Aurora
desde que la abandonaste?
—No, nunca más aparecí por ahí,
nunca más la vi…
—¡Aja! Bue… se vino conmigo hará
como diez años.
Almada quedó en silencio. La
congoja se dibujó en su rostro.
—¿Y de tu hija? ¿Supiste algo?
—No, tampoco.
—¿De tus nietos? ¿Nada?
El viejo abrió los ojos asombrados.
—¡Almada! Las personas se enamoran,
se casan, tienen hijos, forman familias —le dijo burlona—, hace poco los
visité.
Un horror inconmensurable heló las
vísceras del anciano. No pudo articular palabra.
—Tranquilo, viejo, tranquilo. Sólo iba de pasada, todavía les queda muchísima
vida por delante —volvió a sonreír— ¡Me seguís asombrando! Realmente tenés
rasgos que parecen humanos.
—Nicte, escuchame yo no quise que
las cosas salieran así —suplicó.
—¿Estás creído que con tus dulces
ojos celestes de ancianito inofensivo me vas a embaucar? ¡Ni en joda! Yo se
quién sos vos. Las trapisondas a las que sos tan afecto, incluso me diste algún
que otro trabajo, de vez en cuando ¿te acordás?
—Será verdad, nomás, lo que decían
en
—La vejez, la muerte y la venganza entre otros temas
menores —cerró ella
El viejo tragó un sorbo de vino y se aclaró la garganta.
—Piba, me podrías dar una oportunidad;
si pudiera ver la luz del alba, intuyo, estaría a salvo algún tiempo más.
—¿Y querés hacer mientras clarea?
—Bailar otro tango o hacerte el
amor.
—Almada vos sabés que yo no le hago
el amor a nadie —le dedicó una fría mirada—, pero podemos hacer un trato.
—¿Sí? —se ilusionó el anciano.
—Vamos a bailar un último tango, el
mejor que me hayan hecho bailar jamás —hizo una breve pausa—. Si fuera así
quedás en libertad de ver tu nuevo amanecer. Pero si no…
—¡Trato hecho!
—Almada, ¡no tanto apuro! —dilató el
silencio—. Vos sabés que yo no viajo en vano; si no venís vos me tengo que
llevar a otro en tu lugar ¿de acuerdo?
—¡De acuerdo! —se apresuró Almada.
—¿No tenés curiosidad por saber
quién va a pagar tu cuenta?
El viejo enmudeció. Le
importaba un comino quien iba a dejar la piel por él.
—Mirá a la barra —ella parecía
disfrutar—. ¿Lo ves a Ricardo?
Él miró sin demasiado interés, si
Ricardo tenía que irse en su lugar no podía decir que lo sintiera demasiado.
—Creo que es un intercambio justo
—rió Nicte—, dos vidas inocentes por un viejo delincuente.
El viejo Almada entendió: la esposa de
Ricardo y el bebé que estaba por parir.
—¿Bailamos? —invitó sarcástica.
El bailarín se paró, posó su mano
izquierda en la cintura de ella y marcó la figura con los dedos. Con el pie
izquierdo buscó el primer compás, sapiente caminó cuatro pasos y juntó los
pies. Ella parecía ingrávida en su engañosa docilidad.
—Si me equivoco ¿qué pasa? —balbució
al oído de Nicte
—Vamos al muelle de madera
abandonado, ahí te espera un barquero sin rostro, te va cruzar a la otra
orilla…
—¿Y después?
—¡Almada! ¿No querés alguna de sorpresita?
—Nicte reía—. Supongo que debe estar bueno, ninguno de los que fue quiso, o
pudo, volver.
El viejo realizó dos figuras:
un boleo seguido por una barrida.
Sin mácula. Luego de la última juntada, salió con el pie derecho hacia
atrás. Hizo cinco pasos y juntó en el quinto. Dio otros tres pasos. Ahora
hicieron una media luna para llegar al cierre.
—Almada, entraste a destiempo en el
cierre —dijo sombría.
—¿Me esperás, piba? quisiera un
último trago.
—Claro, tengo una perpetua noche
para entender que es la redención para un tipo como vos.
El viejo Almada llegó hasta
la mesa, se sentó, tomó un puñado de pesos, los dejó debajo del menú y sorbió
un trago. En tanto Ricardo y el barman mataban el tiempo con un juego de
naipes.
—“¿Matar el tiempo? ¡Que ironía!”
—pensó el viejo mientras cerraba los
párpados, le ardía la vista.
—No sé que la pasa al viejo hoy—comentó Ricardo—, está raro.
Se acercó hasta la mesa, miró
extrañado las dos copas (una casi vacía, la otra llena), tomó el menú con el
dinero y se retiró en silencio. No quería molestar.
El viejo Almada parecía dormido.
3 comentarios:
Excelente!
Le queremos señor!!
Muy bueno maestro. Exitos!
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