Los tiempos cambian, casi
nunca para bien. En otras épocas el detective privado tenía un aura de
solitaria integridad lidiando con una sociedad en estado de descomposición. Tal
vez un mito alimentado por los arquetipos literarios al estilo de Sam Spade o
Phillip Marlowe. Quizá el inconsciente colectivo anhela aún a su caballero
errante en lucha contra los molinos de viento en alguna llanura lejana. El
asunto es que, luego de un atraso de tres meses en la renta, más otras facturas
impagas dentro del cajón superior del desvencijado escritorio, uno toma el
primer trabajo que le ofrezcan si está bien pago.
A los consabidos
seguimientos de esposos adúlteros se habían agregado otras tareas un tanto
menos éticas. Por ejemplo, hacerse pasar por un abogado para apurar el desalojo
de algunos inquilinos remolones con los pagos o quebrarle alguna de sus piernas
a un jugador con persistente mala suerte y su crédito agotado.
Vicenzo era un cliente al
cual había visto un par de veces en mi vida. Cuando necesitaba de mis servicios
llegaba una encomienda con una llave en su interior. Debía dirigirme a la
terminal de micros. En una de las taquillas (la indicada por el número en la
llave) encontraba un sobre de papel madera. En su interior unas notas con las
instrucciones más un fajo de dinero. Vicenzo pagaba muy bien, en efectivo y por
adelantado. Una vez realizado el trabajo cobraría una prima por productividad y
la diferencia por los días y gastos adelantados. Si la cosa salía mal, lo mejor
sería buscar otro trabajo lo más lejos posible de Vicenzo y sus muchachos. Era
un tipo al que no le gustaba dejar ningún cabo suelto.
Ella se movía con gracia
gatuna. Ante cada nueva acrobacia parecía que una parte de su anatomía caería
directamente dentro de mi vaso de escocés. Se tomó con sus manos del caño y
quedó cabeza abajo. Sus piernas se abrieron en V, para luego dejarse caer con
lentitud calculada. Antes de tocar el suelo se enrolló y giró sobre sí misma.
Excepto la mínima tanga, todo su cuerpo era un provocativo body painting
atigrado fulgurando bajo los haces de luz de los seguidores.
—¿Cómo se llama la gata?
—le pregunté a la barwoman.
—¿La tigra? —gritó
mientras servía dos Margaritas—. Tamara. Vas a perder tu tiempo con ella.
—¿Por? —devolví el grito.
Se acercó con aire
conspirativo.
—Ella es diferente
—susurró a mis oídos—, yo salgo en dos horas…
—No es que no me gustes
—le respondí con mi mejor sonrisa inocente—, pero esa mujer me interesa por
otros motivos.
—Su problema es que no le
da importancia al dinero —me miró con malicia—, con Tamara no funciona eso de
“billetera mata galán”.
—¿Entonces?
—Nada —masculló en
neutro—, no se le conocen hombres; ni amantes, ni clientes. Viene, hace su
trabajo y se evapora. Nadie sabe dónde vive. No tiene amigos, ni amigas y,
según parece, tampoco familiares.
—Bien, quiero otro
escocés sin hielo —terminé la charla.
Tamara acababa de recibir
una ovación. Estaba de cara al techo en el centro del círculo plateado de luz.
Una lluvia de billetes cayó a su derredor. Los comenzó a levantar de a uno gateando
por toda la plataforma. Los aullidos masculinos aprobaban con entusiasmo su
sensual paseo.
Deposité un billete
próximo a mi vaso de licor. Ella se acercó presurosa, después de todo parecía
que el dinero le interesaba algo.
—¿Ya terminaste? —le dije,
mientras le retenía la mano.
—No salgo con extraños
—me respondió sosteniendo mi mirada.
Pude intuir un par de
bultos llenos de músculos acercándose a mis espaldas. No me sobraba el tiempo.
—Yo no soy un forastero
más —respondí en un susurro—, vengo de parte de Vicenzo, somos casi como
hermanos.
Una deliciosa O se le
formó en la boca, un gesto de desconcierto le frunció el entrecejo.
—¡Está bien, chicos! —les
dijo a las dos moles, al tiempo que alzaba su mano derecha.
Los dos gorilas se
retiraron contrariados hacia su cubil. Esa noche no tendrían diversión. No
habría sangre sobre la pista de baile.
—Salgo en media hora
—agregó con un ligero temblor en la voz— ¿Adónde nos encontramos?
—¿Te parece en Carlito’s?
Está abierto toda la noche.
—Carlito’s me parece
bien.
El riesgo de ser apaleado
por el par de grandulones fue recompensado con creces. Tamara acababa de
desplegar todo su arsenal de artimañas, que no eran pocas, para saciar mis
apetitos más retorcidos.
—¿Por qué te manda
Vicenzo? —preguntó mientras jugueteaba con un rulo del pelo de mi pecho.
—Quiere asegurarse que
estás segura —suspiré.
—Desde que salí de la
ciudad —afirmó—, nadie sabe que vine a este pueblo de mala muerte.
—El problema es que, si
te encuentran, lo encuentran a él —volví a suspirar—. Eso no debe suceder. Yo
tengo que encargarme que no suceda.
Otra vez se le formó la O
adorable en su boquita, el mohín de desconcierto.
—Nada personal —murmuré
mientras la retenía bajo mi cuerpo—, sólo es una cuestión de negocios.
El iris de sus ojos se
agrandó imperceptiblemente. La O fue perdiendo consistencia. Sus mejillas se
desmoronaron fláccidamente hacia las comisuras de los labios. Entonces aflojé
la presión sobre su cuello y la nuca. Me senté en el borde de la cama. Fui al
baño y tomé una larga ducha.
Del gran bolso de lona de
marinero saqué un pantalón, un calzoncillo, medias, unas zapatillas náuticas y
una remera sin uso. Me vestí. Luego introduje las ropas, los interiores y los
calzados que nos habíamos quitado hacía unas dos horas antes, más los
documentos de Tamara. En el baúl del automóvil tenía un bidón de limpiador con
amoníaco, guantes descartables, unas franelas, una bolsa de plástico negra, un
barbijo, antiparras, calzado para uso quirúrgico y un frasco con un líquido
blanquecino.
La casa de Tamara quedaba
en un lugar descampado, pero siempre cabía la posibilidad de algún testigo
indiscreto. Con tranquilidad, pero sin perder tiempo, empecé mi tarea. Primero
refregué los pomos de las puertas, el mobiliario, la bañera, el botiquín, la
pileta y la canilla con limpiador. Luego rocié con espermicida antiséptico las
almohadas, las sábanas y el cuerpo de Tamara; con especial esmero en la boca y
sus partes íntimas. Puse todos los elementos en la bolsa negra y la introduje
en el bolsón de lona. Más tarde, a un costado de la ruta, hice una fogata que
borró toda huella material del trabajo. Si era necesario le daría fuego dos
veces.
Luego de cobrar la prima
busqué mi antro predilecto, a la orilla de una ruta polvorienta. Me gustan las
bailarinas de caño, el buen escocés y las prostitutas diestras.
Aquel era mi lugar en el
mundo.
Los tiempos cambian, casi
nunca para bien. Pero algunas costumbres permanecen inalterables. Cuando vi
entrar a los dos forasteros en mi antro recordé que a Vicenzo no le gustaba
dejar ningún cabo suelto. Pero ya era tarde, ya estaba muerto.
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