El andén estaba casi
desierto. Unas pocas caras somnolientas, un par de borrachos tirados en un
costado y una parejita, que, contra toda lógica, encontraban aquel lugar
romántico. Estire mi cuerpo en el duro banco de madera, apoyando mi cuello en
su respaldo y mis piernas con todo su peso sobre los talones de los pies.
Sentía que el cansancio se escurría de mi cuerpo, como la arena entre los dedos
de las manos. Lenta, pero inexorablemente, cada músculo se iba relajando. Cerré
mis ojos. La arenisca seguía cayendo dentro de un balde de plástico de vivos
colores. El sueño llegó. profundo, oscuro e ingrávido.
El ruido de las puertas
neumáticas me despabiló de golpe. Alcance a subir casi cuándo se cerraban de
nuevo. El vagón estaba casi vacío. Ubiqué un asiento libre y me volví a desparramar.
Tenía algunas estaciones por delante para dormitar. El primer servicio de la
madrugada era ideal para descansar. Ningún vendedor ambulante pasaba a los
gritos ofreciendo su mercadería, tampoco ningún mendigo madrugaba tanto. Sólo
algunos pocos elegidos, que volvíamos de nuestros trabajos o íbamos hacia ese
destino.
Otra vez debido al vaivén
del vagón caí en ese sueño hondo sin recuerdos.
Despertar era una
tortura. De todas formas, adormilarse así no se disfruta del todo. El
inconsciente esta presto para evitar pasarse de estación. De alguna extraña
manera funcionaba. Era raro que fallara. Otra de las cualidades era una alerta
sobre algún cambio en el ambiente. Podía ser: la disminución de la velocidad
del tren o una persona que nos observará fijamente. El cerebro recibía la
orden: ¡Despierta!
Desperté inquieto, con la
sensación de no poder librarme de una pesadilla. Nervioso me arrebujé en el
asiento. Entonces escuché la discusión:
— ¡Andate o te hago
cagar!
Abrí los ojos, vi al tipo
que acababa de hablar. El hombre era alto, flaco, de cabellos entrecanos, nariz
aguileña y tez oscura. Vestía un sobretodo gris. El otro era un gordito de pelo
rubio; estiró la mano casi hasta tocarle la mejilla.
— ¡No pasa nada, papá!
¡Está todo bien!
El sujeto que había
hablado al comienzo en su mano izquierda tenía un detalle: un arma automática
que apuntaba al piso. Esquivó la mano del otro. Volvió a hablar amenazante.
— ¡Te dije que te voy
hacer cagar! ¡Rajá de acá!
— ¡Pero, papá! No pasa
una…
Insistió el pobre infeliz
con su caricia trunca. No es inusual que algunos tipos pesados, acostumbrados a
los pleitos callejeros, amagan con una caricia en la mejilla y tomando al
sujeto por la nuca le pegan un cabezazo.
— ¡Te dije que te iba
hacer cagar!
Levantó la mano con el arma
y puso el cañón sobre la órbita del ojo derecho del gordito rubio. Cerré los
ojos mientras gritaba:
— ¡No!
El estampido lo llenó
todo, ni siquiera pude escuchar mi grito. Varios segundos después del estallido
aún sentía el retumbar dentro de mi cabeza. No quería abrir los ojos, apreté los
párpados más fuertes aún. Percibí el acre olor de la pólvora mezclado con otro
aroma metálico y dulzón. Un siglo más tarde, creo, dejé de gritar y abrí los
ojos.
En el asiento delantero
estaba tirado el gordito rubio. Solo veía una mano que se deslizaba sobre el
respaldo de derecha a izquierda. Un quedo gemido intraducible. La mano que se
seguía moviendo pidiendo un auxilió improbable. Miré bajo el asiento. En el
suelo se estaba formando un charco de sangre. Retiré los pies hacía atrás y
tomé coraje para levantarme. Estaba tan confundido que primero avance en
sentido del moribundo. Yo no quería ir en esa dirección, me quería alejar de
él. No verlo más. Pero por algún extraño pensamiento mórbido disimuladamente lo
miré. Estaba volteado casi boca abajo, de cúbito dorsal derecho, era su brazo
izquierdo el que manoteaba infructuosamente. Nadie lo iba a ayudar. El resto
del pasaje se había agolpado contra las puertas que comunicaban los vagones.
Pero, no se pasaban al siguiente, todos miraban fascinados el espectáculo del
muchacho que se moría.
Alcancé a moverme en la
otra dirección, entonces me encontré cara a cara con el asesino. Estaba en la
puerta del medio, con la mano izquierda dentro del sobretodo. La mirada clavada
hacía afuera, pero atento a todo lo que lo rodeaba. Di dos pasos al costado. No
quería mirarlo, sabía que eso lo podía molestar. Pero, como con el tipo
moribundo, no podía con mi propia fascinación. Además, no podía permitir que el
homicida se saliera con la suya. Tenía que hacer algo o se iba a escapar. Por
un instante dio vuelta la cara, me miró fijo. Desvié la vista a la ventanilla
que tenía a mi lado. ¿Es que nadie iba a hacer algo? ¡Se iba a escapar!
Me moví con cautela,
hacía un costado, tratando de ponerme lejos del ángulo de su visual. Si lo
hacía con suficiente rapidez podía sorprenderlo. Avance un par de pasos más. No
se dio cuenta. Entonces reparé en el otro sujeto. Era el único que estaba en la
puerta dónde estaba el asesino, unos pasos más atrás. Me quedé quieto, de
seguro que era un cómplice. Todo el resto del asustado pasaje seguía amontonado
en las puertas de los extremos. Los únicos que parecían tranquilos y en control
de la situación eran ellos dos.
Una disminución de la velocidad,
una brusca maniobra advertía la proximidad de la estación de Merlo.
El segundo sujeto se
acercó al primero. Miré al muchachito tirado en el asiento. La mano había
dejado de moverse. El tren se detuvo y se abrieron las puertas. Todo el mundo
salió en tropel. El vehículo quedó vacío. A excepción de un pasajero muerto
tendido en uno de los asientos.
El tipo del abrigo,
caminado lentamente con su ladero, bajo por las escaleras al subterráneo que
comunicaba los andenes. El resto de los pasajeros nos quedamos dónde habíamos
bajado, sin atinar a más.
El coche cerró sus
puertas y partió.
Tratamos de no acercarnos
unos a otros, nadie tenía ganas de hablar. Tal vez fuera vergüenza por nuestra
cobardía, quizá cansancio por la tensión. El miedo cansa.
En la plataforma baja,
enfrente, se paseaba un gendarme. Tal vez no fuera demasiado tarde. Me corrí hacía
la boca de salida del túnel del pasadizo subterráneo y esperé. Un minuto. Dos.
Tres. Una eternidad. ¡El asesino no aparecía! A menos… que… ¡Claro!, ¡había
salido por el otro extremo!
Caminé unos pasos hasta
un banco que estaba libre, me desplomé. Acomodé mi cuello sobre el duro borde
mientras estiraba las piernas. Cerré los ojos y esperé el sueño. La arena
cayendo en el baldecito infantil desde mis manos de adulto.
Espera el sueño,
profundo, oscuro e ingrávido.
Nunca llegó.
2 comentarios:
Atrapante relato...Me encanto!
Excelente, muy talentoso.
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