Luz, cámara... adiós

 

Estaba frente al amplio ventanal. El pocillo con café humeaba sobre la mesa de fórmica. Era uno de esos lugares conocidos como “no lugares”. Daba lo mismo que estuviera en Salt Lake City, Bombay o Buenos Aires; la cafetería era tan impersonal y globalizada como una terminal aérea. Y la camarera tan atenta y sonriente como se lo permitía su exiguo sueldo. Desde la carretera me llegaban esos sonidos apagados de los vehículos circulando a gran velocidad. Por la ruta colectora se aproximó el pequeño deportivo rojo. Había llegado el momento.

—¿Cómo estás? La pregunta no sonó afectuosa ni sincera, era como un mero formulismo.

—Dadas las circunstancias…

Se sentó sin demasiados rodeos, y me miró arqueando las cejas.

—Bien… lo pensaste…

—¡Ya hace rato está pensado y decidido! —me cortó abruptamente—¡Me voy a vivir al sur!

—Supongo que acompañada.

—Supones bien.

Mire el auto estacionado. Los vidrios polarizados me impedían ver lo que yo sospechaba.

—¿Qué te puede ofrecer ella que yo no te pueda dar? —traté que el tono de voz no fuera lastimosamente suplicante. No lo conseguí.

—Todo… ¡todo!, y no quiero prolongar más esto. Te debía esta última explicación por los años que pasamos juntos, pero me tengo que ir, ¡Lo siento, adiós!

Se alejó sin siquiera mirar de nuevo. Y mientras se trepaba al pequeño deportivo rojo, deje aflorar todos mis sentimientos. El dolor, el orgullo herido, el asco, la furia y por último una profunda y definitiva desazón.

Entonces, desde más allá de los reflectores, escuché la voz que gritaba:

—¡Corten!... ¡Se edita!