El
pasaje había cambiado bastante en las últimas décadas, como había cambiado la
gente que lo habitaba, los hábitos y rutinas que tenían. Antaño era el refugio
de una banda de niños revoltosos. Cuando eran pocos, digamos dos o tres,
jugaban con las bolitas de vidrio. O demostraban su habilidad revoleando
figuritas contra una pared. Cuando se juntaban todos, luego de hacer las tareas
que le encomendaban en la escuela, jugaban al fútbol. Los pobres vecinos los
sufrían a la hora de la siesta.
Era
un barrio tranquilo de casas bastante antiguas. Y la corta cuadra que terminaba
abruptamente, como un callejón, era apto para jugar al fútbol. No había peligro
que pasaran automóviles. El único peligro real era soportar algún baldazo de
agua helada de una vecina furiosa. O que la pelota, generalmente caprichosa,
cayera en una casa y que no fuera devuelta. O lo que era peor, era devuelta
cortada en gajos.
Con
el tiempo, en aquel mismo lugar y aquellos mismos niños, descubrieron el
éxtasis de un primer beso robado. Los faroles de luz mortecina alumbraron algún
romance urgente y juvenil. Las parejas buscaban los rincones más oscuros, para
mentirse amor eterno, para regalarse unas caricias.
Las
barras de muchachotes estiraban el alba, luego del baile, tomando alguna
cerveza o fumando extraños cigarrillos.
Las
generaciones iban cambiando. El tiempo, que tiene la extraña cualidad de ir
destruyendo las cosas, también modificó aquel lugar.
En
horas de la tarde los vecinos apuraban sus compras, sobre todo en invierno.
Como oscurecía más temprano que en otra época del año, por una cuestión de
seguridad era preferible irse temprano a las casas. En otros tiempos los
vecinos sacaban sus sillones de mimbre a la vereda y hacían tertulias entre
ellos. Los chicos jugaban y se conocían en aquel pasaje. Hoy ya no era
aconsejable dejar los niños en la calle. Los padres preferían ver en sus
televisores uno de esos programas en dónde gente común convivía en un lugar
cerrado u aislado. En ese remedo de vida real, los participantes por una
recompensa monetaria, eran capaces de hacer alianzas, alcahueterías, bajezas,
traiciones, comer bichos desagradables o tener sexo ante cámaras. Todo era
válido para entretener y educar a la gente.
A
esa hora, el pasaje quedaba desierto, excepto por algún valiente que quisiera
demostrar su valía. Y por un viejo. Todas las noches buscaba su lugar. Pese a
que los vecinos se esforzaban por mantener un precario orden y limpieza, el
pasaje venido a menos olía a orines y a rancio. Muchas veces el lugar apestaba
a basura acumulada, porque los recolectores de desperdicios no lo tomaban en
cuenta en su recorrido, y varios desesperados buscaban rescatar algo de las
bolsas. El contenido se desparramaba y las
ratas aparecían para buscar su parte.
El
viejo arrastraba su cuerpo maltrecho en mil noches a la intemperie. Tal vez
tuviera un poco de reumatismo. Y mucho de ciática, sobre todo en las mañanas al
levantarse de su duro lecho.
Acomodaba
un par de cartones, para aislarse del frío del pavimento, una raída frazada y
algunos papeles de diario. El viejo maldijo su suerte; justo aquella noche
había llegado tarde al hogar de monjas dónde le daban algo de comer. Solo se
había echado un par de tragos de vino barato al estómago. ¡Y el pronóstico del
tiempo había anunciado la noche más fría del año!
En
fin, el viejo acomodo sus escasas pertenencias y buscó refugio en el umbral de
la casa abandonada de todas las noches. Se cubrió con lo que le quedaba de
frazada, pero antes acomodó como pudo las páginas del matutino sobre su cuerpo,
aquello le ayudaría. Tembló un poco, le pareció que tenía un poco de fiebre. El
calor en las mejillas ¡No!, seguro era el alcohol que tenía encima.
¡Los
desgraciados tenían razón! la temperatura bajaba espantosamente. Hace unos años
atrás junto a él se arrellanaba un perro de raza improbable, una rara mezcla
genética, pero de una fidelidad y cariños sin iguales. El pobre Patán había
terminado sus días bajo las ruedas de un camión de reparto. Ya nunca más quiso
llorar por nadie. No volvió a tener otro perro.
El
frío le impedía dormirse enseguida. Eso sumado a los dolores de su torturado
cuerpo; buscaba encogerse y estirarse para estar algo cómodo. Su mente estaba
embotada por el poco de alcohol en su estómago vacío. La vigilia, en la que uno
no sabe con certeza que es sueño y que es realidad. El descanso que no es tal.
La agonía de querer descansar y no poder. Pero en algún momento lo venció el
cansancio. Entonces soñó. No se puede catalogar de pesadilla un sueño como aquel,
pero…
En
el sueño veía una ventana de una casa
antigua. Dos pisos, pequeño jardín adelante, un pasillo y rejas de hierro
forjado. Las hojas de la ventana se abren y aparece un muchacho de unos treinta
años. Su rostro le resulta vagamente familiar. Ese mismo semblante que se
frunce en un gesto de desagrado. El muchacho ve un viejo linyera tirado en la
casa que está enfrente de la suya. Piensa:
—“¿Qué
puede llevar a un hombre a tal estado de abandono?”
Las
ropas del viejo están sucias y ajadas. En algunos lugares las roturas en la
tela dejan ver sus zonas pudendas, que no parecen mucho más limpias que las
vestimentas.
—“¿Es
que acaso está loco? ¿No tiene familia? Parece un hombre relativamente joven,
de unos cincuenta años ¿¡No puede conseguir un trabajo!?, en vez de dar
lástima.”
Los
cabellos desgreñados y apelmazados en mugre le cubren un rostro sanguíneo. El
viejo no se mueve ni ronca.
—“Yo
en cambio tengo un proyecto ¡No!, varios. El más importante es progresar en mi
trabajo. Luego quiero formar un hogar con Liliana. Vamos a tener nuestros
cachorros corriendo por la casa. Una casa llena de macetas con plantas y
flores. Tal vez un buen ovejero alemán.”
El
joven confirmaba todo lo que quería de la vida mientras miraba el ejemplo
contrario.
El
viejo se revolvió inquieto. No le gustaba lo que soñaba. No le gustaba lo que
pensaba aquel joven. Es más, le parecía entre sueños que la casa le resultaba
conocida. Como si fuera una de aquel vecindario. Trató de cambiar de visión, de
despertarse. No pudo.
Ahí
estaba de nuevo el joven parado pensando en todo lo que quería de la vida. En todas
las cosas materiales que ambicionaba.
—“¡La
luna de miel!, seguro que va a ser en algún lugar tropical. ¡Ah!, también
estaba el auto, el mobiliario. Liliana estaba de acuerdo y tenía un buen gusto
increíble. El hombre debe ser útil, tener planes, entregar lo mejor de sí.
No
como ese vago, ¡Le gustaba lo fácil!, total iba y pedía una moneda o cobraba un
plan de ayuda social, se compraba una caja de vino o si no les pedía a las
monjas que le dieran comida. Después ni se tomaba el trabajo de bañarse.
¡Seguro
que era capaz de robar! ¡Si!, el conocía esa gentuza, por eso cuándo le pedían
limosna los mandaba a paseo. ¡Si no tienen ganas de trabajar que no fastidien!”
El
muchacho miró de nuevo por la ventana. Tal vez pudiera llamar a la comisaría.
En un rato pasarían los chicos para el colegio… ¡No tenían que ver semejante
espectáculo de decadencia humana!
Los
chicos preguntan. ¿Y que se les puede decir?
—“¡El
señor tiene una enfermedad!, si: ¡vagancia!”
—“¡El
señor no tiene casa! ¡Porque no se la procuró!”
—“¡El
señor no tiene familia! ¿Por qué? Por algo será.”
Aquellas
gentes preferían buscar sobras en la basura. Pedir. Holgazanear. Dar lástima.
En realidad, la explicación era de los más sencilla: eran vagos irredimibles.
Él
no. Había sido el orgullo de sus padres. Altas calificaciones. Título de
contador. Carrera brillante en una empresa de primer nivel. Nada era difícil, sólo
había que elegir estar del lado de los ganadores.
No
como ese perdedor. ¡Si!, lo mejor era llamar a la policía.
El
viejo gruño. El frío lo mortificaba, y ello le hacía tener aquellos sueños
extraños. Feos.
El
viejo prefería pensar en los chicos gritando y corriendo por el lugar. Jugando
a la pelota. Y en su viejo amigo muerto, lamiéndole la cara. Patán surgió de
las brumas, se acercó y con sus patas le tironeó la frazada. El viejo tiró un
par de manotazos y luego sintió el reconfortante calor contra su costado. El
animal se restregó cariñoso contra su humanidad. Hasta que se levantara el sol,
esto lo ayudaría a pasar el frío. El papel de periódico que lo cubría crujió
por la escarcha que se le había formado. Entonces se dio cuenta, aunque fuera
un sueño uno se da cuenta. El perro no estaba.
—¡Pobre!
¿Dónde estará su almita peluda?
El
viejo gruñía entre sueños.
—“¡No!...
¡Ese tipo arrogante de nuevo, no!”
La
orden a su mente somnolienta fue acatada. La imagen en la ventana se
desvaneció. Y los chicos con su bullicio invadieron el lugar.
Aunque
parezca mentira alguna vez ese cuerpo lacerado por los rigores sufridos, fue
uno de esos niños. Estaban discutiendo por la posesión de una pelota. Hubo algunos
empujones, varios gritos y juramentos de odios y venganzas eternas. Luego se
hizo el silencio, dos bandos bien diferenciados estaban frente a frente. Los
dos contendientes se acercan y con vergüenza se dan la mano y se disculpan.
No
pasa demasiado tiempo en formarse dos equipos y los enemigos irreconciliables
vuelven a jugar juntos en el mismo equipo.
La
sonrisa surca el rostro ajado y surcado por mil hendiduras. Bajo la maraña de
pelo grasiento unas cejas enmarcan una nariz rojiza. Todo el rostro tiene ese
aspecto sanguíneo.
Nuevamente
aparece el muchacho. Está de nuevo en la ventana.
—“Algo
tengo que hacer”. —piensa.
Él
sabía que había gente en el barrio que regalaban las ropas que les sobraban.
Que le alcanzaban unas tazas de caldo o unos mendrugos de pan viejo. ¡Él no era
de los que fomentaban la vagancia!
Y
lo peor, es que cada vez eran más jóvenes. Pero como el tipo que estaba tirado
ahí parecían más viejos. El viejo andaría por los cincuenta, pero aparentaba
más de sesenta. Estaba flaco pero fofo. Debajo de su sucia cabellera se veía un
rostro tumefacto y flácido. El color de la piel, pese a la costra de roña que
la cubría, se veía blancuzco y opaco. Y sin embargo… algo le resultaba
vagamente conocido en aquella cara. Como si fuera uno de esos parientes lejanos
que uno había dejado de ver hacía mucho tiempo. Como un recuerdo infantil
elusivo y molesto. Trato de hacer un esfuerzo mental, y se lo imaginó con el
cutis limpio y rasurado y algunas cuántas arrugas menos. ¡Ahora sí!, parecía
alguno de sus primos. ¡No! mejor su propio tío. Por la edad andaría por ahí.
Pero, ¡No!... ¡Era la imagen de su propio padre!
—“¡Tengo
que dejar de pensar estupideces —se ordenó el joven—! Estoy proyectando mis
propias carencias. Mi viejo, ¡Jamás podía ser ese mendigo!... es más, ahora
estaría dando una conferencia en una universidad europea. Mi padre era un
ganador. Ausente, poco afectivo ¡Pero un ganador en su profesión!”
No
sabía porque estaba pensado en su padre. El tipo no le había hecho faltar nada.
Todo lo material, sus estudios, absolutamente todo lo que se pudiera comprar
con dinero, él lo había tenido.
El
amor y el compañerismo. El calor y la comprensión. Eso ya era otro tema. Él
sabía de muy niño que la relación de sus padres no era la mejor. Pero todo
empeoró durante su adolescencia. Hasta tal punto que ya no alcanzo con la
separación. Él se había ido al extranjero, con una esposa mucho más joven, con
un trabajo mejor remunerado y conceptuado.
El
decidió que esto no lo debía afectar. Siguió con sus estudios primero y luego
con su trabajo brillante en un par de empresas. Pese al poco contacto con su
padre, sabía que tanto él como su madre aprobaban todo lo que había hecho. Aún
el noviazgo con Liliana.
—
“¡Eh!... ¡Eh!... ¡Acá estoy!” —
El
viejo ríe, el sueño trae otras evocaciones
—“¡Acá!”
La
muchacha sonríe. La cara pecosa tiene un gesto ingenuo y pícaro a la vez. Un
flequillo cubre la mitad de su frente, y una cascada de miel cae sobre sus
hombros. Lleva aún puesta la camisa blanca que usa en el colegio. La pollera de
tela escocesa, el corbatín flojo, medias tres cuartos y zapatos canadienses.
Su
piel es fresca y rozagante. La boca se abre húmeda y ardiente. Y el beso es
néctar que le invade su propia boca.
El
viejo rezonga mientras cambia de posición en su duro catre. El recuerdo es
dulce y amargo al mismo tiempo. Es un sueño que sana y vivifica, pero que al
mismo tiempo lo hiere y lo mata. Porque por más que sea un sueño y el viejo
duerma, él tiene conciencia que el sueño es pasado. Que no se puede recuperar.
Que fue bello y que le podría haber cambiado su triste existencia. Pero que
ahora le sirve de muy poco; tal vez sólo para suavizar un poco su áspero
devenir.
—“¿Pero
qué te pasa? — pregunta ella.
—“¡No
lo sé! ojalá lo supiera, es un dolor aquí en el pecho”.
—“¿¡No
te estarás por morir!?”
—“¡No
tonta! —
responde en su ensoñación- es solo una angustia que no se desde dónde viene.”
—“¡Vení!
yo te voy a calmar esa angustia” —dice ella intencionada.
El
viejo ríe con ganas. Hasta ahora había sido el mejor sueño de esa condenada
noche. Ahora volvían desde el otro extremo del pasaje la banda de chicos
bullangueros. El viejo seguía riendo.
Los
chicos hacen ronda alrededor de la pareja que se besa. El viejo perro callejero
ladra de alegría y tira tarascones a las piernas de los chicos. ¡Quiere jugar,
la vieja bolsa de pulgas!
Desde
la ventana él lo ve todo. Lo ve y no puede entender. Como está sucediendo eso y
ya prácticamente ha amanecido. ¿Es que a nadie le interesa? ¿Solo a él lo
horroriza la decadencia y el abandono?
—“¡Por
fin llegan! ¡Ahí vienen los policías! ¡Era hora!”
Los
hombres de azul se acercan al portal. Al viejo que reposa. En un rato se forma
un corrillo de curiosos que cuchichean sin parar.
—“¿Qué
pasó?”
—
“¿Quién es?”
A
esa hora de la mañana, era muy difícil explicar ciertas cosas a alguien.
¿Qué
se podía decir? ¿A quién le puede interesar?
El
muchacho mira sin entender demasiado. Nadie podía explicarle que no siempre las
cosas salen bien. Que una persona bien intencionada puede sufrir avatares que
lo lleven a otro derrotero.
Que
la empresa en la que uno se forjó una sólida reputación pueda quebrar. Que
luego de recorrer mil pasillos y rellenar otros tantos formularios, no
encuentres trabajo. Que junto a otros tantos que están en tu misma situación
vuelvas a ver una y otra vez a las mismas personas, obteniendo la misma
respuesta:
—“¡NO!”
Que
la mujer que tú amas, desde aún antes de tener noción que era el amor, pueda
dejar de amarte. Que te deje solo en el medio de la tempestad. Que te des
cuenta que nada es para siempre, incluido el amor.
Que
en algún momento de tu existencia, solo sentado en una plaza, abatido y sin
salida, puedas pensar en algo desesperado. Y llevarlo a la práctica.
Que
puedas empezar a robar y mentir. Que puedas engañar a amistades y familiares. Y
que en tu caída no te des cuenta que una nueva bajeza te lleve a otra. Y que
cuándo ya estás totalmente envilecido, te abandonas definitivamente y te aíslas
de los demás.
Entonces,
al final del camino, lo único que te queda es esperar tu muerte. Mientras te
arropas en los sueños que no fueron.
Quién
podía explicarle al muchacho que estaba en un sueño viendo la imagen de su
propio futuro.
El
viejo… el viejo estaba en el umbral del portal. No pudo escuchar los pasos que
se acercaban. Tampoco los murmullos. El soñaba su sueño eterno.
2 comentarios:
Palabras que transportan a otros tiempos.. La magia de cada historia escrita permite viajar dentro del relato, al menos a mí me pasa! Lo felicito poner su granito de arena para no dejar morir la literatura. Por muchos mas escritores independientes y más lectores para que ésta magia no acabe nunca!
Excelente cuento!
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