Él
caminaba sin prisa por la peatonal desierta. Sólo un entramado de neones
marcaba sus pasos seguros. Él necesitaba algo y sabía que por ahí cerca lo
encontraría.
Pasando
el Bingo, a una cuadra aproximadamente, estaba la entrada de un cine triple X.
En sus cercanías estaban ellas; las vendedoras de placer a plazo fijo. Echó un
vistazo apreciativo.
Una
era demasiado vieja y vistosa. Con sus collares colorinches, así como la
cosmética exótica y recargada.
Otra
ya había conseguido cliente.
Tal
vez la pequeña. Si… no era demasiado sugestiva, pero se vestía en el límite de
la decencia. Un cuerpo bien formado, un rostro delicado y unos enormes ojos
verdes. Si, podría servir a sus propósitos. Se acercó despacio. Siguió unos
pasos más. Depositó la valija de cuero en el suelo. Llevó un cigarrillo negro a
sus labios.
—¿Buscás
compañía, papito? —escuchó la vocecita a su espalda.
—Si,
mamita. Hablemos de negocios ¿Cuánto?
—Depende
de lo que quieras: con globito o sin globito, completo…—recitó de memoria.
—Toda
la noche. Después te digo que quiero—dijo con tono comercial.
—Cien
dólares.
—Trato
hecho. ¿Algún lugar por aquí cerca?
—A
una cuadra. Por allá, es limpio y discreto.
Ella
había dicho una verdad a medias, que algunas veces son peor que las mentiras.
Era algo discreto y algo limpio.
El
cuartucho rezumaba ese olor a desinfectante barato que tienen todos los hoteles
por hora. Una camita con sábanas y una colcha bastante trajinada. Pero limpia.
Un silloncito. Una cómoda con espejo ajado. Y dos apliques. Uno de luz blanca y
otro con un foquito rojo. Música pop y romántica.
—Ella
se sacó la blusa rápidamente y aflojó el botón del jean ajustado.
—Esperá…
no es necesario que te desnudes. No vamos a hacer nada.
Ella
lo miró con un mohín de desconcierto y disgusto.
—Tranquila,
tranquila… acá está tu dinero y unos veinte dólares extras, por la molestia—dijo
él, mientras arrojaba los billetes sobre la cama.
Ahora
ella estaba más desconcertada que antes. Pero tomó el dinero en rápido ademán.
—¿En
serio que no querés nada?
—Sólo
quiero que te quedes calladita, mientras acomodo algunas cosas para mi trabajo—dijo
con voz grave—, ahí abajo hay algunas revistas o podés arreglarte las uñas… o dormir
¿Sí?
Ella
se acercó a la mesita de luz y tomó una de las revistas. Era de actualidades.
De unos dos años atrás.
Se
sentó en la cama. Lo miró con extrañada.
Él
había puesto la valija sobre la cómoda, a manera de escritorio y maniobraba con
algunos elementos dentro de ella.
—¿A
qué te dedicas?
—¿Todas
las chicas como vos son tan curiosas? —dijo secamente él.
Ella
calló. Siguió haciendo como que leía un artículo en la revista. Su rostro se
ensombreció.
—Disculpá…
no quise…
-—No
importa, está todo bien—respondió quedamente.
—No,
en serio. Estuve grosero y…
—Ya
fue, no te preocupes más…
—Soy
comerciante—dijo él como para terminar.
—¿Viajante?
¿Vendedor?
—Algo
así—agregó, con una sonrisa torva de costado.
Ella
se levantó. Rebuscó en su bolso. Encontró lo que buscaba. El cepillo de dientes
y la crema dental. Entró en el baño mínimo. Comenzó a fregarse los dientes.
Luego de escupir, se comenzó a limpiar por segunda vez. Entonces cruzó la
habitación hacía la ventana. Hacía calor y la quería abrir, pero quedó a mitad
de camino. Con el cepillo en la boca. Los ojos desmesuradamente abiertos. Él
maniobraba con un arma.
La miró imperturbable.
—¿Querés
saber a qué me dedico? Bien, soy asesino a sueldo—dijo sin ningún tipo de
emoción evidente—, estoy haciendo tiempo para cumplir un encargo. Los hoteles
de pasajeros no son seguros y en uno de este tipo tengo que entrar acompañado
¿Satisfecha?
Ella
volvió hacía el bañito. Escupió varias veces.
—No
es mi asunto—contestó algo agitada.
—Tranquila.
no te voy a matar a vos—hablaba con voz pausada, como un vendedor de seguros—, no
necesito más problemas por esta madrugada. Mirá, vamos a estar aquí hasta las
cinco. Después salimos, vos te vas a dónde quieras. Yo voy a buscar a mi
blanco. A un par de cuadras de aquí.
—No
quiero saber más nada… ¡No quiero!
—Ahora,
¿Cómo te llamás?
—Alexandra,
con equis…
—Bien,
Alexandra con equis. Ahora es muy tarde—la miró a los ojos—, te doy los
detalles porque cuánto más sepas, más involucrada estás y menos posibilidades
hay de que me traiciones ¿Entendés?
—Si—musitó
angustiada.
—El
tipo para acá a la vuelta en el Hotel Bristol. Sobre la 9 de Julio. Sale para
el aeropuerto a las cinco treinta. Lo espera una camioneta cuatro por cuatro blindada.
Dos custodios bien entrenados. Es un trabajo bastante simple.
Alzó
el arma y se la mostró.
—Es
una Desert Eagle automática, Mágnum 44, con mira láser, balas de punta
hueca. Un solo tiro a doscientos metros. Un blanco fácil… nada más…
Ella
se sentó en la cama. Quedó mirando el suelo. Él siguió revisando el arma. El
silencio era espeso. Solo se sentía la respiración excitada de ella.
—¿Cómo
es matar? —preguntó en un susurro.
El
la miró fríamente. Parecía estar pensando la mejor respuesta.
—Nada
especial. Matar es fácil. Lo difícil es seguir sobreviviendo hasta el próximo
trabajo. O amar a alguien —no agregó más nada.
—¿Amaste
alguna vez?
—¿Y
vos?
—Si.
con locura…
—¿Y
los hombres te hicieron mal? —dijo con sorna.
—¡Sos
grosero!
—Disculpá.
De vuelta, soy un poco bruto—se asombró escuchando su tono de voz más suave—, en
mi profesión, como en la tuya, es peligroso enamorarse. El amor hace cometer
errores. El error no es una opción para mí. Es un tema de vida o muerte. ¿Tenés
hombre?
—Bueno,
uno que dice cuidarme, dice quererme—sus ojos tenían una expresión triste.
—Un
rufián—dijo él sin ningún tipo de diplomacia.
Ella
se levantó del silloncito y se dejó caer en la cama. Él comenzó a manipular con
las perchas que llevaba aparte del bolso. Acomodo el traje, mientras se ponía
la camisa blanca y una corbata gris oscuro. El traje era negro.
—¿Te
vestís elegante para matar?
Él
estaba maniobrando con los pantalones.
—Soy
casi un burócrata de la muerte—y se rio—, no, lo que sucede es que trato de
llamar la atención lo menos posible.
—¿Y
el pelo largo?
—Así
—dijo mientras se lo ataba con un elástico.
—A
ver, dejame a mí. Sentate en la punta de la cama.
Él
obedeció y ella se acercó por su espalda gateando. Se irguió y apoyo su cuerpo
contra él. Después le tomó la cabellera, se la estiró y retorció un poco. Pasó
el elástico. Le dio unas cuántas vueltas.
—Tendrías
que usar un pañuelo, el elástico te corta los cabellos.
Giró
la cabeza, quedó cara a cara con ella. Sin pensarlo la besó. Ella respondió.
—Creí
que ustedes no besaban en la boca.
—Son
mitos—dijo ella mientras reía—, no beso en la boca a los clientes… pero cuándo
un tipo me gusta.
Él
se la quedó mirando.
—¿Sabés
que esto que hiciste es un rito milenario? —le dijo en un susurro.
—¿Atarte
el pelo?
—En
el Japón medieval las mujeres ayudaban a vestirse a los samuráis antes
del combate.
—¿Samuráis?
—Eran
guerreros al servicio de un Shogun, o sea Señor de la Guerra. Ellos
servían a su Señor. Tal vez yo sea más parecido a un Ronin.
—¿Y
ahora? ¿Qué es un ronin?
—Un
samurái que no tiene shogun. Un mercenario que alquilaba su espada
al mejor postor. Creo que sí, yo soy un ronin.
La
volvió a besar. Ella acerco su cuerpo un poco más.
—¿Cómo
te llamás?
—Paco.
—¿Vos
te llamás Francisco? ¿Ese es tu nombre?
—Apuesto
a que tu nombre no es Alexandra con equis—dijo en forma algo brusca.
—No…
es Rosa, pero no me gusta-dijo ella ofuscada—, por favor llamame Alexandra.
—Okey.
Me llamas Paco y yo te llamo Alexandra ¿Es un trato?
Ella
río y se acercó de nuevo.
—Alexandra,
ya estuvo bien. Tengo un trabajo que hacer. No puedo estar contigo. Sos hermosa
y me gustas, pero no debo…
Ella
se retiró contra el espaldar. Quedó encogida. Él se levantó, terminó de ponerse
el saco y acomodar el arma en la sobaquera.
—¿Ya
es hora?
—Casi,
faltan quince minutos ¿Cómo se llama el rufián?
—Cholo,
le dicen Cholo…
—¿Vos
lo amas? ¿Querés seguir con él?
—No,
solo lo soporto—la misma expresión de tristeza.
—¿Te
pega?
Silencio.
Y más tristeza.
—Mirá
piba… tengo algunos ahorros. Si querés podemos probar un tiempito en el campo.
Yo me quería comprar una granjita, criar algunos animales…
—¿Y
qué hago con la nena?
—Traela.
Ella
se quedó mirando incrédula. La mandíbula le colgaba.
-Pero
¿Por qué? —dijo incrédula—¡Es demasiado bueno para ser cierto!
—Mirá,
voy a hacer el laburo. Cuando vuelva conversamos.
—¡No
vayas! ¡No lo hagas! Hablemos ahora—musitó ella.
—Tengo
que hacerlo. Mis patrones no perdonan fallos ni traiciones. ¿Jugaste alguna vez
al Monopolio? Esto es similar. El verdadero sentido del juego no es ganar. Es
permanecer. En este juego tenés que permanecer, una vez que estás dentro no se
puede salir. Sólo cumplís con lo que se te ordena.
—Pero…
—Mirá,
ya es la hora— se acercó a la cama y se sentó—, cuándo te encontrás con el
Cholo ¿De qué lado se pone cuándo caminan?
—Siempre
se adelanta unos pasos—dijo ella extrañada.
—Perfecto.
Si por cualquier motivo yo no vuelvo a buscarte, esto que te digo es tu boleto
a la libertad—abrió la mano y le mostró una pistolita pequeña—, esta es una Derringer
calibre 31, de un solo tiro. Te acercas por atrás y le apoyás el caño así.
Le
tomó la cabeza y se la giró hacia la pared. Apoyó el cañón en la base del
cráneo.
—Apretá
el gatillo, arrojá el arma, que tiene una cinta especial para no dejar tus
huellas. Te vas caminando no muy rápido. Sacás ventaja el desconcierto. Algunos
se van a acercar a ayudarlo. Otros se van a escapar del lugar. Nadie te va a
detener, hasta que ya sea muy tarde.
Ella
tomó las manos de él y el arma.
—¿Está
cargada? —preguntó.
—Luego
la cargo. Antes de usarla, amartíllala.
—¿Así?
—dijo
ella, mientras tiraba el martillo para atrás—, y después…
Jaló
del gatillo. Un seco sonido a metal. Después de cargarla la puso en su bolso.
—De
todas maneras, no te preocupes… yo voy a hablar con el Cholo—la voz de Paco no
expresaba ninguna emoción—¡Vamos! ¡Ya es hora!
Salieron
y buscaron un barcito, de esos que están abiertos toda la noche.
—No
me tardo demasiado.
—Paco,
por favor, volvé…
—Si
Alexandra—la miró un instante, antes de agregar—, si, tranquila…
Se
alejó por la calle peatonal rumbo a la plazoleta del obelisco.
—¿Se
te ofrece algo más? —el mozo le habló con cierta familiaridad.
Los hombres percibían siempre a que se dedicaba. Parecían perros en celo.
—No.
Si lo necesito lo llamo—el tono seco de la voz desanimó al tipo que la miró de
costado.
A
esas horas el Cholo estaría comenzando la recorrida. Visitando sus “chicas” y
sacándoles la recaudación. En cualquier momento pasaría frente al ventanal. La
vería.
Un
par de muchachos pasaron corriendo hacia la avenida.
El
ulular de una sirena se perdió entre el tráfico, mientras el camión con los
periódicos llegó para descargar sus fardos de información.
Un
portero comenzó a regar el pavimento.
Ahora
pasaron corriendo otros cuántos muchachos más en la misma dirección.
Tomó
el vaso de agua y lo apuró de un trago. En la televisión estaban dando el
pronóstico meteorológico: “caluroso y húmedo, con probabilidades de lluvia
hacía la tarde o noche”.
En
ese punto sintió un temblor de preocupación. Dos policías pasaron corriendo en
la misma dirección que los muchachos de antes. Una sorda impaciencia le dio
retorcijón de estómago. Quería salir a ver qué pasaba. Pero no podía pararse.
—Fue
acá a la vuelta. Lo tienen rodeado …
Dos
tipos conversaban en la entrada del barcito. La charla le llegó algo cortada,
pero el sentido era unívoco. Algo malo estaba ocurriendo ahí afuera. Ella sabía
de qué se trataba.
Caminó
rumbo a la entrada. Salió y vio el tumulto en la otra esquina. Dos tipos casi
la atropellan, uno iba con una cámara portátil de televisión.
Tomó
un pañuelito de papel tissue. Se enjugó una lágrima que le estaba estropeando
el rímel. Otra gota temblaba en el borde de su alma dolida. Sintió un
escalofrío como si la muerte la hubiera rozado.
Los
estampidos sonaron desde más allá del gentío, quienes huyeron despavorido en
todas direcciones. Un estruendo sordo y grave como un trueno lejano. Un golpe
en el pecho.
Sintió
que las piernas no la sostenían.
—
“El amor hace cometer errores” —había
dicho Paco.
Se
apoyó contra la pared. Entonces escuchó la voz del Cholo:
—¿Qué
hacés acá? ¿Qué pasó allá?
—Nada…
nada… sólo—tartamudeó azorada.
—A
ver ¿Cuánto hiciste anoche?
—Mirá
Cholo, no fue una buena noche—trató de mentir—, no hice nada.
—¿Me estás jodiendo?
—la
miró amenazante—, a ver, vamos a casa y ahí me explicás que pasó.
Él
se adelantó y ella lo siguió temblando. Sabía lo que le esperaba. Su
oportunidad había pasado.
Durante
un instante miró el interior de su bolso. Ahí, entre el rouge, el rubor y los
pañuelitos de seda, brillaba la libertad. Plata y nácar.
—¡Vamos!
—gritó
el Cholo.
Se
dio vuelta.
Ella,
entonces, sólo vio el cuello de él.
Su
cabeza que bamboleaba rítmicamente mientras caminaba por la peatonal casi
desierta.
Con
sigilo acortó la distancia que los separaba.
El
Cholo jamás se enteró.
3 comentarios:
Excelente hermano! que sigas escribiendo, esto es un arte.
Buenisimo!
Excelente!!
Llegué acá por un video en instagram.
Me encantó el cuento y creo que de a poco iré saboreando los otros.
Un abrazo y felicidades
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