Aquella mañana era un
desperdicio de tan bella. Era un día perdido porque pasaría la mayor parte del
tiempo recorriendo las oficinas del ministerio haciendo trámites. Tratando de
recuperar lo irrecuperable.
Luego de una ducha
me vestí con el mayor de los esmeros. No dejé ningún detalle librado al azar,
la presencia solía ser lo más importante en las dependencias oficiales.
El burócrata
estaba sentado detrás de un escritorio de roble tan obsoleto como él mismo.
Tardó en reparar en mi persona lo usual en aquellos casos. O sea, mientras sus
compañeros conversaban y tomaban alguna infusión a sus espaldas, él no
levantaba su calva de unos papeles que simulaba acomodar por enésima vez. Podía
estar horas aparentando ensimismado ajetreo.
Si se llamaba
su atención con un carraspeo o con un:
—Perdón,
buenos días…
La respuesta
inmediata sería:
—Un momento,
ya va a ser atendido.
Por supuesto
sin siquiera dignarse a levantar la vista de sus documentos minuciosos.
Sus ralos
cabellos eran tan grises como el cuello de esa camisa ajada que en algún
momento se pudo presumir blanca. Así como su opaca piel de tono entre blancuzca
y grisácea. Sus ojos eran gris metálico como el traje de corte antiguo. Su
enjuto cuerpo parecía casi etéreo. Si quizá, por algún prodigioso suceso se
transformara en una nubecilla de vapor, nadie lo echaría de menos sentado
detrás de sus montañas de carpetas.
Cuando él
consideró que me había hecho esperar suficiente o intuyó que no me daría por vencido,
así como así, preguntó:
—¿Qué desea?
Fijó su vista
en algún punto impreciso por detrás de mi figura. Como si estuviera tratando de
observar algo o alguien que estuviera justo a mis espaldas.
. —En la Mesa de Entrada me enviaron a esta oficina
para buscar los formularios para comenzar el trámite de recuperación de objetos
perdidos.
—Eso será en la Oficina de Objetos Perdidos, no es mi área.
—Pero el
hombre de la entrada me dijo que usted tenía los formularios.
—¿Qué perdió?
¿Qué desea recuperar? —preguntó secamente.
—Mi alma
—respondí en un suspiro.
El tipo por
primera vez pareció reparar en mí. Como si en ese preciso instante me hubiera
materializado delante de él. Me miró directo a los ojos con una expresión que
fluctuaba entre la lástima y la sorna.
—¿Usted tiene
idea en que lío se está por meter? ¿Sabe cuántos trámites como el suyo hay para
solucionar? Miles y miles de carpetas con gestiones empantanadas en las
diferentes secciones y oficinas. Cientos de certificados, sellados y timbrados.
Más los gastos por tasas e impuestos.
—Si, lo sé
—asentí con resignación—, tengo amigos que llevan años con estos asuntos; pero
yo ya no puedo seguir así…
—A ver veamos
—habló con un tono monocorde— ¿Trajo su documento de identidad?
—Sí.
—¿Fotocopias
de primera y segunda hoja?
—Por supuesto
—¿Por
triplicado?
—Claro.
Me miró,
diría, con un dejo de fastidio.
—Necesita un
certificado de domicilio…
—Lo traje con
las copias por triplicado —aseveré con seguridad.
—¿Partida de
nacimiento?
—¡Aquí mismo!
—Tiene que
pagar la tasa por inicio de trámite en el banco…
Saqué con
aire triunfal un recibo sellado con el pago efectuado a la entidad bancaria.
El viejo
estaba contrariado.
—Estos son
los formularios que tiene que llenar con letra de imprenta. Una vez hecho eso
tiene que venir en horario de 8
a 12 horas a la Oficina de Comienzo de Trámite, donde
deberá abonar el sellado correspondiente. Luego regresar a esta oficina para presentar
la documentación, ¿entendió?
Ya no me
podía arrepentir. Tenía que seguir con aquello hasta el final.
—Una pregunta
—habló el funcionario—, ¿dónde perdió su alma?
—No lo sé.
—Va ser
conveniente que haga memoria —se burló—, si no va a ser mucho más costoso el
trámite. Un alma se pierde de diversas maneras, ¿sabe?
—¿Por
ejemplo?
—Cuando se
traiciona a un amigo, se miente un amor, se abandona a un ser querido. En cada
una de estas acciones se pierde un poco del alma. Por supuesto que hay otras
bajezas más graves, donde se pierde en el instante y por completo.
—Pero yo no
hice nada de eso como para perderla —dije compungido— ¿Y si alguien se la
llevó?
—¡Ah!; entonces sabe que no la
perdió. Eso es un progreso. Pero si alguien se la llevó, deberá hacer su
reclamo en la oficina de Almas Sustraídas
—dijo pensativo—. ¿De qué color era su alma?
—¿Color? ¿Las almas tienen color?
—¡Oh, vamos! Usted sabe: blanca, negra…
un color. ¿Entiende?
Quedé
pensativo. Al fin respondí:
—Me parece que como usted: gris…
Llené cada
casilla de aquel formulario con una letra de imprenta mayúscula, que a su vez
formaba una palabra y todas ellas juntas, en un texto, brindaban una información
detallada sobre mi persona. Pero de mi alma no se requería inquisición
alguna.
Otro hombre
gris como el anterior recibió los papeles y certificaciones. Pagué las tasas y adjunté
los recibos. Dentro de una primorosa carpeta puse
todas las legitimaciones
que él me entregó.
El hombrecito gris estaba de peor
humor.
—¡Parece que seguimos adelante, eh!
Bueno, peor para usted. En vez de resignarse como hacen ellos —dijo señalando
con el dedo una larga cola de personas tristes—, sólo esperan que abra la Oficina de Consuelo Oficial. ¿Trajo los
papeles?
—Acá están.
—¿Trajo el Certificado
de Pureza de Alma?
—No… no sabía.
Con expresión
de alegría, recitó de memoria:
—Según el
inciso B, de la ley 281119/56, y sus modificaciones, incisos: C y CH, “no se
iniciará ningún trámite de restitución de alma sin la previa entrega de una Certificación de Pureza expedido por la
dependencia pertinente a tal efecto”.
—¿Y cuál es
la dependencia? —pregunté resignado
—Eso depende —retrucó gozando su
posición de privilegio—. ¿Usted es católico?
—No.
—¿judío? ¿protestante? ¿musulmán?
—No, no y no…
—¿Librepensador? ¿agnóstico?
—insistió
Suspiré y
dije:
—Nihilista.
Por la mirada
del viejo cruzó algo similar a un rayo de entendimiento. Era como si estuviera
volviendo de un sueño profundo, de algún lugar distante o como si regresara a
la vida misma.
—¿Cómo se supone que quiera
recuperar algo en lo que no cree? ¿Los nihilistas no son los que no creen
siquiera en la existencia de la nada? ¿Cómo puede creer entonces que tuvo un
alma?
—¿Oyó hablar
del huevo y la gallina? No sé si mi nihilismo es consecuencia de la pérdida de
mi alma o viceversa.
—Hijo, ¿sabe?
—su gesto había dejado de ser distante para convertirse casi en dulzura—; está
muy confundido. Ni yo ni nadie en este edificio podemos hacer algo para
ayudarlo. El único que puede recuperar lo que perdió es usted.
Sus ojos
tenían una tonalidad entre sombría y celeste acuosa, hubiera jurado que estuvo
a punto de llorar. Pero luego siguió con el manual del perfecto oficinista:
—Tiene que ir
a la Oficina de
Antecedentes de Almas; le van a decir los pasos que tiene que seguir…
Siguió con su
sello en la mano. Siempre era el mismo. Lo apoyaba sobre la almohadilla con
tinta color índigo, lo elevaba y lo bajaba siempre en un ángulo del rectángulo
de papel con precisión milimétrica.
Atravesé
varios pasillos. Bajé unas cuantas escaleras. Aquel sitio parecía una antigua
biblioteca. Con enormes anaqueles hasta el techo que desbordaban carpetas y
biblioratos. Un olor cada vez más rancio y húmedo invadía todo el lugar. Las
sombras avanzaban tan ominosas como el desasosiego que me asaltaba a cada paso.
Más me adentraba en la profundidad laberíntica y mayor era aquella congoja.
Llegué a la antesala de la Oficina de Antecedentes de Almas. En un banco
de madera reposaba una sombra. O una persona que parecía un espectro.
—¿Hace mucho
que espera? —pregunté
—Una vida —susurró
su respuesta.
—¿A qué hora
empiezan a atender?
—No tiene
demasiada importancia —su voz sonaba cansada—. Nunca pueden encargarse de toda
la gente sin fe que llega y dan turnos para otro momento.
—¿Qué tiene
que ver la fe con estos trámites?
—¡Ah! Usted
es un novato. Recién lo envía Theo a esta oficina, ¿verdad?
—Si —respondí
tratando de ocultar mi ansiedad.
—Bien,
entonces necesita tiempo para aprender —hizo una breve pausa—, además de
paciencia.
Parecía que
no podría obtener una respuesta concreta de aquella persona. Decidí guardar
silencio.
—¿Recuerda
cómo era su vida cuando tenía alma? —preguntó la sombra sin nombre.
No
había reparado en los recuerdos difusos de aquella vida anterior. Estaba tan
acostumbrado a permanecer y transcurrir que creí que aquello era lo normal.
—¿Algo lo
molesta de su vida sin alma? —me miró con aquellos huecos sin hálito que deberían
ser sus ojos.
—¿Mi vida sin
alma? Los días son todos iguales como semejantes son también las rutinas. Da lo
mismo estar aquí o allá. Da lo mismo estar con éste o con el otro. No hay nadie
especial que a uno lo espere ni tampoco a quien esperar. Las flores disiparon
su aroma, el sol perdió brillo y calor, el resplandor lunar no turba, las risas
de los niños no alegran, el agua de lluvia no sana ni salva, la brisa dejó su
arrullo dormido en un recodo del camino.
—Es curioso,
pero puede definir las ausencias aún sin recuerdos definidos
En este punto
quedé en silencio y ensimismado.
—¿Y al
momento del cambio? ¿Qué sintió? —insistió la sombra.
—Todo parece
desvanecer. Pierdo la noción de lo que sentía, sólo quedan rastros tenues de
mis emociones. Luego, algo parecido a la frustración. Hasta que con el correr
de los días, hasta una ilusoria remembranza, uno se resigna y perdura —concluí
con otro suspiro—; ¿cómo sigue este asunto?
—Cuando
obtenga su turno…
—¡Estamos
primeros!
—Aquí no
cuenta —bajó aún más la voz—. Nadie puede predecir en que horario comienzan a
atender. Tampoco se respeta ningún tipo de orden. En cuánto a los turnos, los
entregan según lo dictamine el azar.
—Pero, ¿qué
tipo de oficina es ésta?
—Algo así
como un Purgatorio oficial —concluyó.
No quería
seguir con aquella conversación absurda pero un impulso
morboso me obligó a
preguntar:
—¿Y si
obtengo el turno?
—Comenzará
realmente el trámite en esta oficina. Luego irá a otra delegación, desde donde
le enviaran a otra, y otra, y otra más. Eventualmente, en algún momento de la
diligencia, volverá a este departamento y pasará a algunas otras dependencias
más desde aquí…
—¿No sabe
cuánto tiempo demandará concluir el trámite? ¿Cuánto dinero hará falta?
—Nadie lo
puede vaticinar —siguió con su voz queda—, puede que nadie haya completado
jamás su trámite.
—¿Entonces
por qué siguen viniendo?
—Los carentes de fe tienen algo de
esperanza, desean creer en que van a recuperar lo que perdieron —respondió
enigmática la sombra— ¿Sabe para que sirve la burocracia?
—Es la primera vez que hago un
trámite.
—En un principio fue un sistema de
seguridad y control estatal —musitó su respuesta—, pero con el tiempo los
burócratas entendieron que la forma de asegurar su trabajo era que hubiera un
continuo flujo de personas en tránsito. Crearon un método cerrado, circular e
infinito de tramitaciones, algo parecido a una Cinta de Moebius…
—Pero, debe haber algo que se pueda
hacer para acelerar el trámite —dije con agitación— ¿Se puede comprar alguna
influencia?
—Aquí no corren los sobornos
—masculló entre dientes—, los burócratas son una hermandad que se sella con
sangre. Ellos viven de, por y
para el sistema.
Caí en un profundo mutismo.
Pensaba que
tal vez fuera mejor seguir como antes de entrar a aquel ministerio.
De todas maneras,
siempre estaría persiguiendo una quimera por entre sus umbrías estancias con la
certeza que jamás obtendría lo que buscaba.
En algún momento de la espera tuve
un estado de sopor.
Desperté sobresaltado. La sombra ya
no estaba.
Comenzó a llegar gente al recinto.
Todos en silenciosa procesión se iban sentando en los puestos que estaban
vacíos. La mayoría debió quedarse en pie, pues sólo había dos bancos
disponibles.
Aquellas personas estaban pálidas y
desaliñadas. Los surcos del tiempo les rebasaban los rostros. Tenían el dolor
instalado en sus gestos y sus modos. Era difícil especular qué edad tendrían;
pero parecían seres seculares. Incluso no tenían rasgos distintivos notables,
lo que les daba un aire de cierta familiaridad.
Se entornó una puerta al fondo de la
estancia y apareció una mujer menuda empujando una especie de pupitre. Luego
desapareció por dónde había entrado. Al rato volvió cargando gran cantidad de
carpetas y las dispuso sobre el escritorio.
Ninguna de las personas hizo ademán
de acercarse, pero la mujer gritó:
—¡Atrás! ¡Para atrás! ¡Ya los vamos
a llamar!
Excepto por su guardapolvo gris de
supernumerario, parecía una artista de varietés.
Su cabellera roja enmarcaba un rostro empolvado con sus ojos cargados de rimel
negro. En los labios resaltaba una gruesa capa de rouge. Sus largas uñas
parecían un muestrario de diversos colores.
Al fin habló:
—¡Las personas que vienen a retirar
sus comprobantes!
Nadie
se acercó.
—¡En orden! ¡No empujen o no sigo atendiendo!
Todos miraban sin expectativas.
Todos esperaban sin esperanzas.
—¿Alguna otra persona para retirar
su trámite?
Permanecimos
en silencio. Nadie se movía. No había toses nerviosas ni movimientos bruscos.
—Bien, hasta mañana…
Las personas comenzaron a retirarse
en el mismo orden en el que habían llegado.
—¡Señorita, por favor! —grité
—¿Por favor qué? ¿Qué quiere?
—Un turno para empezar mi gestión.
—Lo siento, pero el empleado que
reparte los turnos faltó —respondió cortante—, tendrá que venir mañana.
—¿Se puede sacar por internet?
—¡Dios carece de señal!
—Pero ¿no los podría repartir usted?
—Cada empleado tiene su función
asignada —retrucó mecánicamente—, es de vital importancia respetar las áreas
estipuladas por la normativa correspondiente.
—¿Entonces mañana ya estará la
persona designada para repartir los turnos?
—Esperamos que sí, porque estamos
recargados de trabajo…
—¿No es seguro que venga? —pregunté
incrédulo— ¿Vamos a tener que volver otro día?
—Señor, estoy atrasada con mis
tareas y ya estamos sobre la hora de cierre. ¡Vuelva mañana!
Me dejó parado en medio de mi
estupefacción. Con un ayudante retiró las carpetas y el pequeño escritorio.
Cerró la puerta de un golpe.
La antesala quedó vacía, silenciosa
y a oscuras. Tal vez lo más aconsejable fuera volver al día siguiente. O podía
pernoctar en aquel banco de madera. O volver adonde había comenzado mi
peregrinación. Decidí que la mejor opción era la última.
Durante el regreso, en algún
momento, sentí que me había perdido irremediablemente buscando mi alma. Los
pasillos parecían multiplicarse en la penumbra. Una encrucijada llevaba a otra.
Las escaleras desembocaban en descansos con infinitas puertas sin carteles
indicadores. No había señales ni luces. Sólo mi instinto me guiaba.
Theo estaba recogiendo sus cosas.
—Ya cerramos —dijo sin mirar—,
vuelva mañana…
—Pero, Theo, necesito que me oriente
—respondí.
—Parece que usted no escucha,
¿verdad? —me miró con desdén— ¡Mañana! ¡Vuelva mañana!
—¿Cómo hace para saber cuándo es mañana
acá adentro?
Theo me miró
con gesto de confusión. Luego contestó sin responder:
—Para las personas sin alma no
existe el tiempo. ¡Vuelva mañana!
Tomó su sombrero, su abrigo y el
maletín y me dejó solo.
Al costado del dintel de la puerta
por donde Theo escapó había un reloj de péndulo. Las agujas estaban detenidas a
las doce en punto. Abrí la puerta encristalada del frente y traté de aparejar
los colgantes. Parecía que algo en el mecanismo estaba trabado, por más que
jalaba de las cadenas no podía hacerlo pendular. Lo único que logré con mi
forcejeo fue arrancar un sonido profundo de sus carillones. Abandoné mi intento.
El pasillo estaba tan sombrío como
los despachos. Tras el silencio reinante podían intuirse los movimientos de las
maderas que no terminaban de acomodarse. Me aferré a la baranda que descansaba
sobre una hilera de balaustres y bajé por los crujientes peldaños de la
escalera. Llegué hasta un salón de recepción con vitrales góticos y una araña
de techo de cristal de roca. La puerta giratoria estaba trabada. Las puertas
laterales estaban cerradas.
—¿Quién anda por ahí? —preguntó una
voz profunda de barítono desde las sombras.
—Hola, sólo quería salir —respondí.
—¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí a
esta hora?
El hombretón salió a la escasa
claridad. Debía medir algo más de dos metros y su corpachón descomunal estaba
enfundado en un uniforme negro.
—El señor Theo recién se retira y
yo…
—¿Usted estaba en la oficina de
Theo? —me miró incrédulo— ¿Todavía lo estaba atendiendo? ¡Él es muy estricto
con los horarios! Y ya cerramos.
—Sí, lo que
sucedió es que en la Oficina de Antecedentes de Almas faltó la persona que reparte los
turnos y yo…
—Usted tendría que haberse retirado
con Theo —interrumpió brusco—, ahora ya no puede dejar el ministerio.
—Pero señor, yo sólo quería…
—Acá no importa lo que usted quiera
—volvió a intervenir—, todos debemos atenernos a las reglas y los horarios.
—¡Pero si no hay horarios ni para
repartir turnos! —exclamé indignado.
—Voy a tener que informar al Superintendente
—respondió con severidad—, seguro va a ordenar un sumario interno.
—Muy bien, es una falta de respeto
para los que tramitamos…
—¡Usted es el que está en falta!
—aulló el vigilante— ¡A usted lo vamos a sumariar!
Un sudor frío me corrió por la
espalda. Decidí cambiar de estrategia.
—Señor, ¿podría irme a mi casa y
vuelvo mañana? Estoy cansado y me duele la cabeza.
El tipo me miró con detenimiento.
Luego revoleó los ojos hacia la cúpula que estaba sobre nuestras cabezas. Con
la mano derecha se tomó el mentón. Parecía que pensar le requería un esfuerzo
al cual no estaba acostumbrado.
—Usted no comprende la gravedad de
la situación —dijo al fin—, ya no estoy autorizado para dejarlo ir. Ha quebrado
una de las reglas más importantes del ministerio. Por lo tanto, debo retenerlo
hasta que llegue mi superior y se tomen las medidas del caso.
Según pude evaluar el cambio de táctica
no había dado resultado.
—¿A qué hora
llega su superior? —pregunté con el ridículo
presentimiento
de que no iba a recibir ninguna respuesta coherente.
—Por lo general a la misma hora de
todos los días —respondió afable—, pero a veces se atrasa o, incluso, raramente
posterga sus citas.
—¡Yo no tengo cita! Usted me está
reteniendo porque no salí del edificio a la hora estipulada, debido a que
trataba en vano que me den un turno para recibir un Certificado de Pureza de Alma para, al fin, intentar iniciar el
trámite en la oficina de Theo.
—Señor, mi tarea es vigilar que
nadie salga fuera de hora del edificio —recitó cansadamente—, hasta que venga
el Superintendente puede sentarse en aquel sillón, ¿sí?
Llegué a la conclusión de que no
podía lidiar con el grandullón. Fui hasta donde me indicó y me despatarré en la
butaca.
En aquel lugar el tiempo tenía una
consistencia gelatinosa e impredecible. Según mis percepciones no había
terminado de acomodarme en el sillón cuando el guardia exclamó:
—¡Puede pasar! El Superintendente lo
espera…
Me guió hasta una puerta de doble
hoja en madera de nogal. Giré el pomo de bronce reluciente e ingresé en una
oscura estancia. Al fondo brillaba una luz proveniente de una lámpara dispuesta
sobre un escritorio de grandes proporciones.
—¡Acérquese! —ordenó el inquisidor.
Me paré justo enfrente de él. No se
me ofreció ningún asiento.
—¿Qué estaba haciendo en el edificio
después de hora?
Traté de
explicar en forma concisa mis vicisitudes. Hubiera jurado que lo había hecho
bastante bien, pero parecía que no lograba transmitir del todo la idea o
aquellas personas tenían otros códigos de comunicación.
Una tos seca provino desde lo
oscuro. Luego asomó a la luz el rostro del censor. Era muy delgado y con una
prominente nariz. La frente despejada con sus cabellos negros peinados hacia
atrás dejaba ver sus grandes orejas. La piel cetrina y macilenta como si una
enfermedad lo estuviera consumiendo poco a poco. Sus ojos denotaban cierta
incoherencia; entre penetrantes y melancólicos, arrogantes e inseguros. Detrás
del brillo afiebrado del iris resaltaba una tenaz determinación. La tos lo
convulsionó una vez más.
—A partir de cierto punto no hay
retorno, usted lo alcanzó —dijo al cabo.
—Señor, no creo haber quebrantado
ninguna ley —respondí con firmeza.
—No se puede ignorar el cumplimiento
de la ley con el argumento del desconocimiento. ¿Entiende?
—Pero ciertas absurdas reglas llevan
al incumplimiento —traté de razonar—, más parecen obstáculos artificiales
alrededor de una realidad ficticia que verdaderas leyes…
—El mayor de los errores es la
impaciencia —respondió taciturno—, esto lleva a la interrupción prematura de
todo proceso ordenado, esto deviene en caos.
—¿Es útil mantener un orden que no
lleva a ningún lado? ¿Sirve ser paciente ante la incongruencia del mundo?
—argumenté con mis preguntas.
—La incongruencia es sólo un factor
cuantitativo —volvió a toser—, el orden siempre lleva a algún lado.
—No veo el punto
—¿Sabe usted que la mayoría del
personal de este ministerio ingresó al mismo a poco de iniciar sus trámites? El
guardia, Theo, la empleada, yo. Todos nosotros.
—¿Entonces?
—inquirí desorientado.
—¿Usted no comprende porque no
recibe respuestas a sus preguntas? —me miró con cierta curiosidad— ¿Cómo puede
usted engañarse hasta el extremo de preguntar sin ninguna expectativa? Parece
que para usted lo importante no es la respuesta sino el mero acto de
cuestionar.
—Lo único que yo deseo es recuperar
mi alma.
—Nadie nunca posee nada —contestó
sombrío—, simplemente se es lo que se es, aunque uno no llegue a comprenderlo
del todo.
—¿Habla de determinismo o de libre
albedrío?
—Poco importa, algunas verdades
esenciales son inmutables —volvió a mirarme con extrañeza— ¿Aún cree que puede
cambiar ciertos sucesos? ¿Todavía no comprende en que situación se encuentra?
La tulipa de la lámpara formaba un
círculo de luz sobre el escritorio. Pude ver un papel secante, un tintero con
plumas de ganso, una agenda forrada en cuero, algunas lapiceras con capuchón de
oro y, algo en lo que no había reparado, un reloj de arena. Lo extraño era que
la caída del torrente de arena de un recipiente al otro se veía como detenida en
algún punto del
espacio y del tiempo.
—¿Usted me puede explicar qué lugar
es éste? —pregunté desasosegado.
—Es el
laberinto donde las almas perdidas ya no encuentran ninguna respuesta.