martes, 31 de octubre de 2023

Oficina de objetos perdidos

 

                                                                                                         

“Dios es empleado en un mostrador

  da para recibir

 ¿Quién me dará crédito, mi Señor?

   sólo se sonreír.” (Sui Generis)

Aquella mañana era un desperdicio de tan bella. Era un día perdido porque pasaría la mayor parte del tiempo recorriendo las oficinas del ministerio haciendo trámites. Tratando de recuperar lo irrecuperable.

Luego de una ducha me vestí con el mayor de los esmeros. No dejé ningún detalle librado al azar, la presencia solía ser lo más importante en las dependencias oficiales.

El burócrata estaba sentado detrás de un escritorio de roble tan obsoleto como él mismo. Tardó en reparar en mi persona lo usual en aquellos casos. O sea, mientras sus compañeros conversaban y tomaban alguna infusión a sus espaldas, él no levantaba su calva de unos papeles que simulaba acomodar por enésima vez. Podía estar horas aparentando ensimismado ajetreo.

Si se llamaba su atención con un carraspeo o con un:

—Perdón, buenos días…

La respuesta inmediata sería:

—Un momento, ya va a ser atendido.

Por supuesto sin siquiera dignarse a levantar la vista de sus documentos minuciosos.

Sus ralos cabellos eran tan grises como el cuello de esa camisa ajada que en algún momento se pudo presumir blanca. Así como su opaca piel de tono entre blancuzca y grisácea. Sus ojos eran gris metálico como el traje de corte antiguo. Su enjuto cuerpo parecía casi etéreo. Si quizá, por algún prodigioso suceso se transformara en una nubecilla de vapor, nadie lo echaría de menos sentado detrás de sus montañas de carpetas.

Cuando él consideró que me había hecho esperar suficiente o intuyó que no me daría por vencido, así como así, preguntó:

—¿Qué desea?

Fijó su vista en algún punto impreciso por detrás de mi figura. Como si estuviera tratando de observar algo o alguien que estuviera justo a mis espaldas.

.           —En la Mesa de Entrada me enviaron a esta oficina para buscar los formularios para comenzar el trámite de recuperación de objetos perdidos.

—Eso será en la Oficina de Objetos Perdidos, no es mi área.

—Pero el hombre de la entrada me dijo que usted tenía los formularios.

—¿Qué perdió? ¿Qué desea recuperar? —preguntó secamente.

—Mi alma —respondí en un suspiro.

El tipo por primera vez pareció reparar en mí. Como si en ese preciso instante me hubiera materializado delante de él. Me miró directo a los ojos con una expresión que fluctuaba entre la lástima y la sorna.

—¿Usted tiene idea en que lío se está por meter? ¿Sabe cuántos trámites como el suyo hay para solucionar? Miles y miles de carpetas con gestiones empantanadas en las diferentes secciones y oficinas. Cientos de certificados, sellados y timbrados. Más los gastos por tasas e impuestos.

—Si, lo sé —asentí con resignación—, tengo amigos que llevan años con estos asuntos; pero yo ya no puedo seguir así…

—A ver veamos —habló con un tono monocorde— ¿Trajo su documento de identidad?

—Sí.

—¿Fotocopias de primera y segunda hoja?

—Por supuesto

—¿Por triplicado?

—Claro.

Me miró, diría, con un dejo de fastidio.

—Necesita un certificado de domicilio…

—Lo traje con las copias por triplicado —aseveré con seguridad.

—¿Partida de nacimiento?

—¡Aquí mismo!

—Tiene que pagar la tasa por inicio de trámite en el banco…

Saqué con aire triunfal un recibo sellado con el pago efectuado a la entidad bancaria.

El viejo estaba contrariado.

—Estos son los formularios que tiene que llenar con letra de imprenta. Una vez hecho eso tiene que venir en horario de 8 a 12 horas a la Oficina de Comienzo de Trámite, donde deberá abonar el sellado correspondiente. Luego regresar a esta oficina para presentar la documentación, ¿entendió?

Ya no me podía arrepentir. Tenía que seguir con aquello hasta el final.

—Una pregunta —habló el funcionario—, ¿dónde perdió su alma?

—No lo sé.

—Va ser conveniente que haga memoria —se burló—, si no va a ser mucho más costoso el trámite. Un alma se pierde de diversas maneras, ¿sabe?

—¿Por ejemplo?

—Cuando se traiciona a un amigo, se miente un amor, se abandona a un ser querido. En cada una de estas acciones se pierde un poco del alma. Por supuesto que hay otras bajezas más graves, donde se pierde en el instante y por completo.

—Pero yo no hice nada de eso como para perderla —dije compungido— ¿Y si alguien se la llevó?

            —¡Ah!; entonces sabe que no la perdió. Eso es un progreso. Pero si alguien se la llevó, deberá hacer su reclamo en la oficina de Almas Sustraídas —dijo pensativo—. ¿De qué color era su alma?

            —¿Color? ¿Las almas tienen color?

            —¡Oh, vamos! Usted sabe: blanca, negra… un color. ¿Entiende?

Quedé pensativo. Al fin respondí:

             —Me parece que como usted: gris…

Llené cada casilla de aquel formulario con una letra de imprenta mayúscula, que a su vez formaba una palabra y todas ellas juntas, en un texto, brindaban una información detallada sobre mi persona. Pero de mi alma no se requería inquisición alguna.  

Otro hombre gris como el anterior recibió los papeles y certificaciones. Pagué las tasas y adjunté los recibos. Dentro de una primorosa carpeta puse

todas las legitimaciones que él me entregó.

            El hombrecito gris estaba de peor humor.

            —¡Parece que seguimos adelante, eh! Bueno, peor para usted. En vez de resignarse como hacen ellos —dijo señalando con el dedo una larga cola de personas tristes—, sólo esperan que abra la Oficina de Consuelo Oficial. ¿Trajo los papeles?

            —Acá están.

             —¿Trajo el Certificado de Pureza de Alma?

            —No… no sabía.

Con expresión de alegría, recitó de memoria:

—Según el inciso B, de la ley 281119/56, y sus modificaciones, incisos: C y CH, “no se iniciará ningún trámite de restitución de alma sin la previa entrega de una Certificación de Pureza expedido por la dependencia pertinente a tal efecto”.

—¿Y cuál es la dependencia? —pregunté resignado

            —Eso depende —retrucó gozando su posición de privilegio—. ¿Usted es católico?

            —No.

            —¿judío? ¿protestante? ¿musulmán?

            —No, no y no…

            —¿Librepensador? ¿agnóstico? —insistió

Suspiré y dije:

            —Nihilista.

Por la mirada del viejo cruzó algo similar a un rayo de entendimiento. Era como si estuviera volviendo de un sueño profundo, de algún lugar distante o como si regresara a la vida misma.

            —¿Cómo se supone que quiera recuperar algo en lo que no cree? ¿Los nihilistas no son los que no creen siquiera en la existencia de la nada? ¿Cómo puede creer entonces que tuvo un alma?

—¿Oyó hablar del huevo y la gallina? No sé si mi nihilismo es consecuencia de la pérdida de mi alma o viceversa.           

—Hijo, ¿sabe? —su gesto había dejado de ser distante para convertirse casi en dulzura—; está muy confundido. Ni yo ni nadie en este edificio podemos hacer algo para ayudarlo. El único que puede recuperar lo que perdió es usted.   

Sus ojos tenían una tonalidad entre sombría y celeste acuosa, hubiera jurado que estuvo a punto de llorar. Pero luego siguió con el manual del perfecto oficinista:

—Tiene que ir a la Oficina de Antecedentes de Almas; le van a decir los pasos que tiene que seguir…

Siguió con su sello en la mano. Siempre era el mismo. Lo apoyaba sobre la almohadilla con tinta color índigo, lo elevaba y lo bajaba siempre en un ángulo del rectángulo de papel con precisión milimétrica.

Atravesé varios pasillos. Bajé unas cuantas escaleras. Aquel sitio parecía una antigua biblioteca. Con enormes anaqueles hasta el techo que desbordaban carpetas y biblioratos. Un olor cada vez más rancio y húmedo invadía todo el lugar. Las sombras avanzaban tan ominosas como el desasosiego que me asaltaba a cada paso. Más me adentraba en la profundidad laberíntica y mayor era aquella congoja. Llegué a la antesala de la Oficina de Antecedentes de Almas. En un banco de madera reposaba una sombra. O una persona que parecía un espectro.

—¿Hace mucho que espera? —pregunté

—Una vida —susurró su respuesta.

—¿A qué hora empiezan a atender?

—No tiene demasiada importancia —su voz sonaba cansada—. Nunca pueden encargarse de toda la gente sin fe que llega y dan turnos para otro momento.

—¿Qué tiene que ver la fe con estos trámites?

—¡Ah! Usted es un novato. Recién lo envía Theo a esta oficina, ¿verdad?

—Si —respondí tratando de ocultar mi ansiedad.

—Bien, entonces necesita tiempo para aprender —hizo una breve pausa—, además de paciencia.

Parecía que no podría obtener una respuesta concreta de aquella persona. Decidí guardar silencio.

—¿Recuerda cómo era su vida cuando tenía alma? —preguntó la sombra sin nombre.

            No había reparado en los recuerdos difusos de aquella vida anterior. Estaba tan acostumbrado a permanecer y transcurrir que creí que aquello era lo normal.

—¿Algo lo molesta de su vida sin alma? —me miró con aquellos huecos sin hálito que deberían ser sus ojos.

—¿Mi vida sin alma? Los días son todos iguales como semejantes son también las rutinas. Da lo mismo estar aquí o allá. Da lo mismo estar con éste o con el otro. No hay nadie especial que a uno lo espere ni tampoco a quien esperar. Las flores disiparon su aroma, el sol perdió brillo y calor, el resplandor lunar no turba, las risas de los niños no alegran, el agua de lluvia no sana ni salva, la brisa dejó su arrullo dormido en un recodo del camino.

—Es curioso, pero puede definir las ausencias aún sin recuerdos definidos

En este punto quedé en silencio y ensimismado.

—¿Y al momento del cambio? ¿Qué sintió? —insistió la sombra.

—Todo parece desvanecer. Pierdo la noción de lo que sentía, sólo quedan rastros tenues de mis emociones. Luego, algo parecido a la frustración. Hasta que con el correr de los días, hasta una ilusoria remembranza, uno se resigna y perdura —concluí con otro suspiro—; ¿cómo sigue este asunto?

—Cuando obtenga su turno…

—¡Estamos primeros!

—Aquí no cuenta —bajó aún más la voz—. Nadie puede predecir en que horario comienzan a atender. Tampoco se respeta ningún tipo de orden. En cuánto a los turnos, los entregan según lo dictamine el azar.

—Pero, ¿qué tipo de oficina es ésta?

—Algo así como un Purgatorio oficial —concluyó.

No quería seguir con aquella conversación absurda pero un impulso

morboso me obligó a preguntar:

—¿Y si obtengo el turno?

—Comenzará realmente el trámite en esta oficina. Luego irá a otra delegación, desde donde le enviaran a otra, y otra, y otra más. Eventualmente, en algún momento de la diligencia, volverá a este departamento y pasará a algunas otras dependencias más desde aquí…

—¿No sabe cuánto tiempo demandará concluir el trámite? ¿Cuánto dinero hará falta?

—Nadie lo puede vaticinar —siguió con su voz queda—, puede que nadie haya completado jamás su trámite.

—¿Entonces por qué siguen viniendo?

            —Los carentes de fe tienen algo de esperanza, desean creer en que van a recuperar lo que perdieron —respondió enigmática la sombra— ¿Sabe para que sirve la burocracia?

            —Es la primera vez que hago un trámite.

            —En un principio fue un sistema de seguridad y control estatal —musitó su respuesta—, pero con el tiempo los burócratas entendieron que la forma de asegurar su trabajo era que hubiera un continuo flujo de personas en tránsito. Crearon un método cerrado, circular e infinito de tramitaciones, algo parecido a una Cinta de Moebius

            —Pero, debe haber algo que se pueda hacer para acelerar el trámite —dije con agitación— ¿Se puede comprar alguna influencia?

            —Aquí no corren los sobornos —masculló entre dientes—, los burócratas son una hermandad que se sella con sangre. Ellos viven de, por y

para el sistema.

            Caí en un profundo mutismo.

Pensaba que tal vez fuera mejor seguir como antes de entrar a aquel ministerio.

De todas maneras, siempre estaría persiguiendo una quimera por entre sus umbrías estancias con la certeza que jamás obtendría lo que buscaba.

            En algún momento de la espera tuve un estado de sopor.

            Desperté sobresaltado. La sombra ya no estaba.

            Comenzó a llegar gente al recinto. Todos en silenciosa procesión se iban sentando en los puestos que estaban vacíos. La mayoría debió quedarse en pie, pues sólo había dos bancos disponibles.

            Aquellas personas estaban pálidas y desaliñadas. Los surcos del tiempo les rebasaban los rostros. Tenían el dolor instalado en sus gestos y sus modos. Era difícil especular qué edad tendrían; pero parecían seres seculares. Incluso no tenían rasgos distintivos notables, lo que les daba un aire de cierta familiaridad.

            Se entornó una puerta al fondo de la estancia y apareció una mujer menuda empujando una especie de pupitre. Luego desapareció por dónde había entrado. Al rato volvió cargando gran cantidad de carpetas y las dispuso sobre el escritorio.

            Ninguna de las personas hizo ademán de acercarse, pero la mujer gritó:

            —¡Atrás! ¡Para atrás! ¡Ya los vamos a llamar!

            Excepto por su guardapolvo gris de supernumerario, parecía una artista de varietés. Su cabellera roja enmarcaba un rostro empolvado con sus ojos cargados de rimel negro. En los labios resaltaba una gruesa capa de rouge. Sus largas uñas parecían un muestrario de diversos colores.

            Al fin habló:

            —¡Las personas que vienen a retirar sus comprobantes!

            Nadie se acercó.

            —¡En orden! ¡No empujen o no sigo atendiendo!

            Todos miraban sin expectativas. Todos esperaban sin esperanzas.

            —¿Alguna otra persona para retirar su trámite?

            Permanecimos en silencio. Nadie se movía. No había toses nerviosas ni movimientos bruscos.

            —Bien, hasta mañana…

            Las personas comenzaron a retirarse en el mismo orden en el que habían llegado.

            —¡Señorita, por favor! —grité

            —¿Por favor qué? ¿Qué quiere?

            —Un turno para empezar mi gestión.

            —Lo siento, pero el empleado que reparte los turnos faltó —respondió cortante—, tendrá que venir mañana.

            —¿Se puede sacar por internet?

            —¡Dios carece de señal!

            —Pero ¿no los podría repartir usted?

            —Cada empleado tiene su función asignada —retrucó mecánicamente—, es de vital importancia respetar las áreas estipuladas por la normativa correspondiente.

            —¿Entonces mañana ya estará la persona designada para repartir los turnos?

            —Esperamos que sí, porque estamos recargados de trabajo…

            —¿No es seguro que venga? —pregunté incrédulo— ¿Vamos a tener que volver otro día?

            —Señor, estoy atrasada con mis tareas y ya estamos sobre la hora de cierre. ¡Vuelva mañana!

            Me dejó parado en medio de mi estupefacción. Con un ayudante retiró las carpetas y el pequeño escritorio. Cerró la puerta de un golpe.

            La antesala quedó vacía, silenciosa y a oscuras. Tal vez lo más aconsejable fuera volver al día siguiente. O podía pernoctar en aquel banco de madera. O volver adonde había comenzado mi peregrinación. Decidí que la mejor opción era la última.

            Durante el regreso, en algún momento, sentí que me había perdido irremediablemente buscando mi alma. Los pasillos parecían multiplicarse en la penumbra. Una encrucijada llevaba a otra. Las escaleras desembocaban en descansos con infinitas puertas sin carteles indicadores. No había señales ni luces. Sólo mi instinto me guiaba.

            Theo estaba recogiendo sus cosas.

            —Ya cerramos —dijo sin mirar—, vuelva mañana…

            —Pero, Theo, necesito que me oriente —respondí.

            —Parece que usted no escucha, ¿verdad? —me miró con desdén— ¡Mañana! ¡Vuelva mañana!

            —¿Cómo hace para saber cuándo es mañana acá adentro?

Theo me miró con gesto de confusión. Luego contestó sin responder:

            —Para las personas sin alma no existe el tiempo. ¡Vuelva mañana!

            Tomó su sombrero, su abrigo y el maletín y me dejó solo.

            Al costado del dintel de la puerta por donde Theo escapó había un reloj de péndulo. Las agujas estaban detenidas a las doce en punto. Abrí la puerta encristalada del frente y traté de aparejar los colgantes. Parecía que algo en el mecanismo estaba trabado, por más que jalaba de las cadenas no podía hacerlo pendular. Lo único que logré con mi forcejeo fue arrancar un sonido profundo de sus carillones. Abandoné mi intento.

            El pasillo estaba tan sombrío como los despachos. Tras el silencio reinante podían intuirse los movimientos de las maderas que no terminaban de acomodarse. Me aferré a la baranda que descansaba sobre una hilera de balaustres y bajé por los crujientes peldaños de la escalera. Llegué hasta un salón de recepción con vitrales góticos y una araña de techo de cristal de roca. La puerta giratoria estaba trabada. Las puertas laterales estaban cerradas.

            —¿Quién anda por ahí? —preguntó una voz profunda de barítono desde las sombras.

            —Hola, sólo quería salir —respondí.

            —¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí a esta hora?

            El hombretón salió a la escasa claridad. Debía medir algo más de dos metros y su corpachón descomunal estaba enfundado en un uniforme negro.

            —El señor Theo recién se retira y yo…

            —¿Usted estaba en la oficina de Theo? —me miró incrédulo— ¿Todavía lo estaba atendiendo? ¡Él es muy estricto con los horarios! Y ya cerramos.

—Sí, lo que sucedió es que en la Oficina de Antecedentes de Almas faltó la persona que reparte los turnos y yo…

            —Usted tendría que haberse retirado con Theo —interrumpió brusco—, ahora ya no puede dejar el ministerio.

            —Pero señor, yo sólo quería…

            —Acá no importa lo que usted quiera —volvió a intervenir—, todos debemos atenernos a las reglas y los horarios.

            —¡Pero si no hay horarios ni para repartir turnos! —exclamé indignado.

            —Voy a tener que informar al Superintendente —respondió con severidad—, seguro va a ordenar un sumario interno.  

            —Muy bien, es una falta de respeto para los que tramitamos…

            —¡Usted es el que está en falta! —aulló el vigilante— ¡A usted lo vamos a sumariar!

            Un sudor frío me corrió por la espalda. Decidí cambiar de estrategia.

            —Señor, ¿podría irme a mi casa y vuelvo mañana? Estoy cansado y me duele la cabeza.

            El tipo me miró con detenimiento. Luego revoleó los ojos hacia la cúpula que estaba sobre nuestras cabezas. Con la mano derecha se tomó el mentón. Parecía que pensar le requería un esfuerzo al cual no estaba acostumbrado.

            —Usted no comprende la gravedad de la situación —dijo al fin—, ya no estoy autorizado para dejarlo ir. Ha quebrado una de las reglas más importantes del ministerio. Por lo tanto, debo retenerlo hasta que llegue mi superior y se tomen las medidas del caso.

            Según pude evaluar el cambio de táctica no había dado resultado.

—¿A qué hora llega su superior? —pregunté con el ridículo

presentimiento de que no iba a recibir ninguna respuesta coherente.

            —Por lo general a la misma hora de todos los días —respondió afable—, pero a veces se atrasa o, incluso, raramente posterga sus citas.

            —¡Yo no tengo cita! Usted me está reteniendo porque no salí del edificio a la hora estipulada, debido a que trataba en vano que me den un turno para recibir un Certificado de Pureza de Alma para, al fin, intentar iniciar el trámite en la oficina de Theo.

            —Señor, mi tarea es vigilar que nadie salga fuera de hora del edificio —recitó cansadamente—, hasta que venga el Superintendente puede sentarse en aquel sillón, ¿sí?

            Llegué a la conclusión de que no podía lidiar con el grandullón. Fui hasta donde me indicó y me despatarré en la butaca.

            En aquel lugar el tiempo tenía una consistencia gelatinosa e impredecible. Según mis percepciones no había terminado de acomodarme en el sillón cuando el guardia exclamó:

            —¡Puede pasar! El Superintendente lo espera…

            Me guió hasta una puerta de doble hoja en madera de nogal. Giré el pomo de bronce reluciente e ingresé en una oscura estancia. Al fondo brillaba una luz proveniente de una lámpara dispuesta sobre un escritorio de grandes proporciones.

            —¡Acérquese! —ordenó el inquisidor.

            Me paré justo enfrente de él. No se me ofreció ningún asiento.

            —¿Qué estaba haciendo en el edificio después de hora?

Traté de explicar en forma concisa mis vicisitudes. Hubiera jurado que lo había hecho bastante bien, pero parecía que no lograba transmitir del todo la idea o aquellas personas tenían otros códigos de comunicación.

            Una tos seca provino desde lo oscuro. Luego asomó a la luz el rostro del censor. Era muy delgado y con una prominente nariz. La frente despejada con sus cabellos negros peinados hacia atrás dejaba ver sus grandes orejas. La piel cetrina y macilenta como si una enfermedad lo estuviera consumiendo poco a poco. Sus ojos denotaban cierta incoherencia; entre penetrantes y melancólicos, arrogantes e inseguros. Detrás del brillo afiebrado del iris resaltaba una tenaz determinación. La tos lo convulsionó una vez más.

            —A partir de cierto punto no hay retorno, usted lo alcanzó —dijo al cabo.

            —Señor, no creo haber quebrantado ninguna ley —respondí con firmeza.

            —No se puede ignorar el cumplimiento de la ley con el argumento del desconocimiento. ¿Entiende?

            —Pero ciertas absurdas reglas llevan al incumplimiento —traté de razonar—, más parecen obstáculos artificiales alrededor de una realidad ficticia que verdaderas leyes…

            —El mayor de los errores es la impaciencia —respondió taciturno—, esto lleva a la interrupción prematura de todo proceso ordenado, esto deviene en caos.

            —¿Es útil mantener un orden que no lleva a ningún lado? ¿Sirve ser paciente ante la incongruencia del mundo? —argumenté con mis preguntas.

            —La incongruencia es sólo un factor cuantitativo —volvió a toser—, el orden siempre lleva a algún lado.

            —No veo el punto

            —¿Sabe usted que la mayoría del personal de este ministerio ingresó al mismo a poco de iniciar sus trámites? El guardia, Theo, la empleada, yo. Todos nosotros.

            —¿Entonces? —inquirí desorientado.

            —¿Usted no comprende porque no recibe respuestas a sus preguntas? —me miró con cierta curiosidad— ¿Cómo puede usted engañarse hasta el extremo de preguntar sin ninguna expectativa? Parece que para usted lo importante no es la respuesta sino el mero acto de cuestionar.

            —Lo único que yo deseo es recuperar mi alma.

            —Nadie nunca posee nada —contestó sombrío—, simplemente se es lo que se es, aunque uno no llegue a comprenderlo del todo.

            —¿Habla de determinismo o de libre albedrío?

            —Poco importa, algunas verdades esenciales son inmutables —volvió a mirarme con extrañeza— ¿Aún cree que puede cambiar ciertos sucesos? ¿Todavía no comprende en que situación se encuentra?

            La tulipa de la lámpara formaba un círculo de luz sobre el escritorio. Pude ver un papel secante, un tintero con plumas de ganso, una agenda forrada en cuero, algunas lapiceras con capuchón de oro y, algo en lo que no había reparado, un reloj de arena. Lo extraño era que la caída del torrente de arena de un recipiente al otro se veía como detenida en algún punto del

espacio y del tiempo.

            —¿Usted me puede explicar qué lugar es éste? —pregunté desasosegado.

—Es el laberinto donde las almas perdidas ya no encuentran ninguna respuesta.


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