Tobías
no quería ser alarmista, pero pensaba que ya estaban llegando muy lejos. Debía
de conseguir una entrevista urgente con el profesor Weiss. Es más, le asombraba
como el profesor seguía adelante con aquella locura, de alguna manera, parecida
a los experimentos genéticos de los nazis.
—¡Pero
querido Tobías! ¡Son solo animales!
Le
parecía estar escuchando los justificativos del profesor:
—Muchos
humanos podrán salvar sus vidas gracias a estos experimentos, gracias a los
cobayos, las ratas y los otros animales.
El
verdadero problema era la esencia de aquellos experimentos. A medida que
avanzaban, los animales se volvían más y más humanos. Él no podía entender en
que beneficiaba a las investigaciones tener animales cada vez más parecido a
los seres humanos.
Al
comienzo, cuándo el profesor lo contactó, se sintió fascinado por la
posibilidad de desarrollarse en un nuevo campo. Después de todo, lo que se le
pedía es que le colocara el uno por ciento de células humanas en el cerebro de
unos ratones. Pero el profesor Weiss comenzó a pedirle que aumentara la
proporción. El trepanaba los cráneos de los bichos, y cumplía con lo que se le
pedía. ¡Pero Weiss ahora quería que el setenta y dos por ciento del cerebro
animal tuviera células humanas!
Hasta
ahora no había observado ninguna conducta humana en los cobayos. Es más, su
jefe le había asegurado que si esto sucedía (y evidentemente él pensaba que era
factible) el sacrificaría al animal con sus propias manos. También le había prometido
las más estrictas medidas de seguridad, nadie quería que alguno de aquellos
híbridos quedara en libertad y se reprodujera. No se podía, tan siquiera
imaginar, como afectaría el ecosistema y las demás razas (incluida la humana).
Estaba
tan obsesionado con el tema que un día tomo unas de las ratas de laboratorio, y
le abrió la cabeza. Luego analizó la materia gris con detenimiento. De por si
las ratas tienen sus cerebros bastante similares al humano. Pero, fuera por sus
suposiciones o por otro motivo, encontró más similitudes que las habituales.
Otro
de los temas que lo preocupaban eran las conductas. Las observaba casi con
morbo, esperaba encontrar actitudes diferentes a los de un animal. Las ratas
tienen una inteligencia y malicia muy notoria. Sus instintos las llevan a
adaptarse al medio, por más inhóspito que fuera, y sobrevivir a las más
diversas acechanzas. Por ejemplo, si una de ellas moría por un cebo venenoso,
las demás ya no comían de él. Si caía en una trampa, su fino olfato detectaba
la más mínima cantidad de sangre y eludía la ratonera.
De
todas maneras, no había observado nada raro. Los únicos acontecimientos fuera
de lugar, se podían achacar a su mala memoria o al accionar de algún pillo. Lo
primero que encontró un día fue las cosas cambiadas de lugar en su escritorio.
Como si alguien hubiera husmeado y luego no recordara dónde iban los elementos
que había revuelto. Y una cosa llevo a la otra. Pensó en echar llave a su
escritorio al retirarse. Nunca lo hacía. ¿Pero dónde estaba el condenado
llavero? ¡Iba a ser todo un engorro tener que hacer los duplicados!
Por
mucho que buscó, esta vez, no lo encontró. No era la primera vez que perdía
algo, pero casi siempre lo recuperaba. ¡Pero ya que estaba podía aprovechar
para hablar con el profesor Weiss! De paso que le pedía el llavero para hacer
los duplicados
No
estaba en su mejor día el profesor. Primero lo trató con brusquedad cuándo le
explico lo del llavero. Y con respecto al otro tema… no… ¡Mejor otro día!
Tobías
perdió buena parte de la mañana en rehacer su llavero. Pasó por la oficina del
profesor Weiss y le dejó los originales a la secretaria. Antes de retirarse
quiso echar un vistazo a su propia oficina. Mientras probaba la nueva llave en
la cerradura, con la oficina en penumbras, creyó escuchar un cuchicheó. Era
como una discusión apagada. Prendió la luz y miró al fondo del local.
Nada.
Se
acercó hasta las jaulas de los conejillos de Indias. Estaban unos encima de
otros, durmiendo. Los cobayos estaban comiendo. Tuvo la extraña sensación de ser
observado. Miró en dirección a la puerta. No había nadie. Entonces la vio. La
rata blanca estaba en dos patas, aferrada a los barrotes de la jaula… lo
observaba. ¿Lo observaba? Se agachó para mirarla mejor. La rata soltó los
barrotes y si dirigió a la rueda dónde comenzó a correr sin prestarle atención.
¿La rata lo había mirado? Durante una centésima de segundo le pareció inclusive
descubrir un gesto de maldad en el animal. ¡Carajo! ¡estaba cansado!... mejor
se iba a dormir. Mañana sería otro día.
A
la mañana siguiente, cuándo entro en el laboratorio, lo primero que le llamó la
atención era que se había olvidado las luces prendidas. Era evidente que
necesitaba un descanso. ¡Tenía que hablar de una buena vez con el profesor
Weiss! El trabajo le estaba afectando el sistema nervioso. Se sentó frente a la
computadora y al rato se sorprendió a si mismo contemplando las jaulas con los
cobayos y las ratas. No había hecho absolutamente nada. Estuvo más de una hora
mirando la rutina de los animales, en particular la rata blanca que no se
cansaba de hacer girar el molinete. ¡Mejor se concentraba en las tomografías
que tenía que estudiar!
Algo
le molestaba en todo aquel asunto. Cuánto más trataba de sacárselo de la mente,
más y más pensaba en ello. Las curvas de actividad cerebral de las ratas habían
variado. Era difícil saber de qué manera, y que incidencia podía tener en su
conducta… pero algo era seguro: estaban modificando sus cerebros.
Estuvo
largo rato cotejando estudios anteriores, rastreando gráficos y siguiendo
estudios de cada uno de los bichos. Las que habían cambiado más radicalmente
eran las ratas. Decidió que tenía que ver si había producido algún cambio
morfológico. Fue hasta la jaula y tomó una rata en sus manos. Era extraño… pero
el animal parecía intuir algo malo. No se entregó mansamente como otras veces,
tampoco jugueteo con sus dedos. Trató de clavarle sus pequeños dientes en la
mano. Tenía guantes de cirujano.
Tobías
tomó un algodón con cloroformo y adormeció al animalito. Luego con escalpelo
pequeño le retiro el cuero que tapaba la mollera. Con una cierra eléctrica
procedió a cortar el cráneo diminuto. Entonces extrajo el cerebro limpiamente.
A simple vista pudo comprobar un cambio de forma en la materia gris. Ya tenía
el típico carácter arriñonado del cerebro humano. Las marcas eran más nítidas.
Acerco la cámara de video y lo grabó. Luego tomo una placa translúcida, y
haciendo un corte longitudinal, primero comprobó el estado de la materia
blanca; y luego tomó un poco de tejido y lo observó en el microscopio. Todo
coincidía con su diagnóstico. El cerebro de la rata comenzaba a tomar forma
humana. Dentro de dos frascos con formol guardo los restos. Tomó el cuerpo del
animal y lo arrojó en un cesto para residuos patogénicos. Con sumo cuidado y
dedicación limpió la sangre y el resto de los tejidos.
Tobías
se sentó en el escritorio y bostezó. Con el procesador de texto comenzó a
escribir un detallado informe para el profesor Weiss. Le iba adjuntar los
archivos con las tomografías, los gráficos, los videos y también los frascos
con el cerebro de la rata. Los párpados le pesaban… durante algunos segundos
cerró los ojos. Sacudió la cabeza y se pegó un par de cachetadas.
—¡Vamos,
terminamos esto y nos vamos a dormir!
Siguió
escribiendo y se equivocó un par de veces. Cabeceó de nuevo, y entonces la vio.
La rata que corría en la rueda estaba de nuevo contra los barrotes. Su cuerpo
erguido en dos patas y con las delanteras en forma de cruz, apoyadas sus garras
en la puerta de la jaula. Lo miraba.
Bajó
la vista y siguió escribiendo. Oyó el monótono ruido de la rueda al girar sobre
su eje. La rata estaba corriendo de nuevo. Él sintió que todo el cansancio se
le venía encima. Y se durmió. Profundamente. Abismalmente.
Un
sueño poblado de ratas y otros bichos inmundos. Recordó un viejo cuento en
dónde a un pobre infeliz le ponían un roedor sobre el vientre. Luego tapaban al
animal con una especie de hornillo de hierro forjado y en la parte superior le
ponían brasas llameantes. El roedor para huir lo hacía a través del estómago
del condenado.
Despertó
gritando. Estaba agitado, y durante un instante se palpó el pecho y los brazos.
Se tocó el rostro sudado.
Miró
la pantalla del monitor. Faltaba poco para terminar el informe. Sobre el
escritorio, entre medio de un desorden de lápices, clips, gomas y otros
adminículos pudo ver el llavero. ¿Pero no lo tenía encima? Revisó los
bolsillos. Del derecho extrajo el tintineante manojo de llaves nuevas. Estiró
la mano y tomó el llavero. ¡Era el que había extraviado! Sintió las piernas
dormidas. Se sentaba en esas sillas con ruedas que tenían un solo apoyo
neumático.
¡La
maldita jaula estaba abierta!
Todo
sucedió al mismo tiempo. Con una rápida ojeada se dio cuenta que todas las
jaulas estaban abiertas. ¿Y los animales? Trató de levantarse, pero las piernas
adormecidas no le respondieron, cayó de bruces. ¡Tenía las piernas atadas a la
pata de la silla! Quiso gritar., pero su garganta no emitió el mínimo sonido.
Ahora luchaba por levantarse. De repente y de la nada salieron. Todos los animales
del laboratorio se le treparon al cuerpo. Arrojó un par de vigorosos golpes y
sintió el chillido de las bestias alcanzadas por su furia. Pero decenas de
animales estaban subiendo por las piernas de sus pantalones, otros por su
espalda. Sintió el dolor intenso de las mordeduras. De sus garras atacándolos.
Se revolvió en el suelo mientras gruñía y bufaba. Siguió arrojando golpes.
Luchando desoladoramente solo contra sus enemigos.
Desde
la mesa que tenía los instrumentos quirúrgicos vio caer algo plateado y
oblongo. El ruido de metal contra los mosaicos.
La
rata blanca apareció por su derecha. Rápidamente se subió a su brazo y de ahí
al hombro. Podía sentir su frío hocico en el pabellón del oído. Su respiración
en el cuello. Le desgarró la mejilla con su zarpa. Y le mordió la oreja. Él
trató de defenderse, pero era ella muy ágil, lo eludió. En ese instante,
mientras el trataba de luchar contra ella y los demás, se le subió al hombro derecho
y acercando el morro a su oído, la rata habló:
—¡Verás!
El
intenso dolor que le produjo el escalpelo en la base del cráneo, al
introducirse bajo el cuero cabelludo, no lo dejó pensar en lo que había oído.
Al borde del desmayo, y entre los chillidos de aquellos animalejos, escuchó el
inconfundible zumbido de la sierra eléctrica.
2 comentarios:
👏👏
Bravo
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