No
recordaba con exactitud en qué lugar la había escuchado. Ni la circunstancia ni
los circunstantes, pero la frase con toda su desoladora contundencia resonó en
su cerebro aquella fatídica tarde. Lo más probable es que hubiera sido en una
de esas trasnochadas reuniones dónde se dirimen naderías de variadas especies.
Dónde el cansancio o la ingesta de alcohol, o la combinación de ambos, llevaban
a que los recuerdos fueran fragmentarios y elusivos. Sí… seguramente fue
aquella charla dónde se confrontaban las ventajas y las menguas de la noble
institución matrimonial.
Los
casados con una mezcla de felicidad y resignación pontificaban sobre lo
ventajoso: estabilidad emocional, vida familiar y baja probabilidad de
enfermedades transmisibles. Los divorciados a su vez se regodeaban en su
recuperada libertad y promiscuidad, en no tener que rendir cuentas a nadie. Por
supuesto también estaba él. El perfecto nihilista, que estaba más allá del bien
y del mal. Al que no le interesaba tan siquiera la amistad ni el amor eterno.
Los solteros, por nuestra parte, evaluábamos toda la información; pero, por
cierto, haríamos nuestra propia experiencia con el método de error y
aprendizaje.
Por
último, apareció el sujeto en cuestión, este hombre sin rostro en mis
recuerdos. Y la frase que acababa de recordar:
—Sin
embargo, lo más terrible para un ser humano es la soledad… la soledad absoluta.
Mientras
recordaba el dicho, me preguntaba cómo había comenzado aquella pesadilla.
Era
una tarde como tantas otras en la oficina, En un par de horas dejaría mí lugar
de trabajo e iría a la universidad. El cansancio me invadía lentamente, la
noche anterior
no
había dormido preparando un examen final.
No
recordaba con exactitud en qué lugar la había escuchado. Ni la circunstancia ni
los circunstantes, pero la frase con toda su desoladora contundencia resonó en
su cerebro aquella fatídica tarde. Lo más probable es que hubiera sido en una
de esas trasnochadas reuniones dónde se dirimen naderías de variadas especies.
Dónde el cansancio o la ingesta de alcohol, o la combinación de ambos, llevaban
a que los recuerdos fueran fragmentarios y elusivos. Sí… seguramente fue
aquella charla dónde se confrontaban las ventajas y las menguas de la noble
institución matrimonial.
Los
casados con una mezcla de felicidad y resignación pontificaban sobre lo
ventajoso: estabilidad emocional, vida familiar y baja probabilidad de
enfermedades transmisibles. Los divorciados a su vez se regodeaban en su
recuperada libertad y promiscuidad, en no tener que rendir cuentas a nadie. Por
supuesto también estaba él. El perfecto nihilista, que estaba más allá del bien
y del mal. Al que no le interesaba tan siquiera la amistad ni el amor eterno.
Los solteros, por nuestra parte, evaluábamos toda la información; pero, por
cierto, haríamos nuestra propia experiencia con el método de error y
aprendizaje.
Por
último, apareció el sujeto en cuestión, este hombre sin rostro en mis
recuerdos. Y la frase que acababa de recordar:
—Sin
embargo, lo más terrible para un ser humano es la soledad… la soledad absoluta.
Mientras
recordaba el dicho, me preguntaba cómo había comenzado aquella pesadilla.
Era una tarde como tantas otras en la oficina, En un par de horas dejaría mí lugar de trabajo e iría a la universidad. El cansancio me invadía lentamente, la noche anterior no había dormido preparando un examen final.
— Daniel, voy un rato al baño, cualquier cosa me avisas.
Dany
sabía que ese rato significaba dormitar un rato sentado en el inodoro. Aunque
parezca mentira unos pocos minutos de descanso obraban maravillas en mi
organismo. Al instante de acomodarme caí en un sueño profundo y sin huellas.
Como un limbo más allá del tiempo y el espacio.
Me
desperté sobresaltado, con la sensación de haber dormido en demasía. Mi cuerpo
estaba adolorido y entumecido. Me acerqué al grifo y me refresqué el rostro con
agua fría. Me acondicioné los cabellos y el nudo de la corbata y salí rumbo a
las oficinas.
Ciertamente
había dormido demasiado. Todo el lugar estaba acomodado, como si el personal de
limpieza ya hubiera pasado. Los cestos sin papeles, los escritorios sin
carpetas ni enseres y las computadoras apagadas.
Parecía
ser que Daniel se había olvidado de mí y que nadie me había echado de menos.
Estaba encerrado y lo más probable es que fuera muy tarde para ir a la
universidad. De todas maneras, no podía quedarme ahí toda la noche. ¡La cara
del jefe a la mañana siguiente! De solo pensarlo comencé la búsqueda
desesperada de una solución.
Recordé
que cuándo me mandaban al archivo, por un breve trayecto de tres pisos, solía
escaparme a la terraza para estirar las piernas y tomar algo de aire fresco. No
sería muy difícil desde ahí acceder a las escaleras de servicio. Y por cierto
no lo fue.
Luego
de descender en penumbras unos cuatro pisos, me dije que ya tenía bastante de
oscuridad. Encontré una puerta mal cerrada y pasé a la escalera principal,
iluminada y con amplios ventanales que daban al exterior. Infortunadamente los
vidrios eran oscuros y no podía calcular que hora sería.
En
el quinto piso me asomé a la recepción de una compañía de seguros. El reloj de
cuarzo parpadeaba a las cinco. ¿De la tarde? ¡Era muy temprano para que
hubieran cerrado las oficinas! ¿De la madrugada? ¡Tanto había dormido!
Ya estaba llegando al hall de recepción. Lo único que esperaba que haciendo la vigilancia estuviera Luis, un hombretón sumamente comprensivo que olvidaría este desgraciado acontecimiento.
—¡Luis!...
¡Luis! —nadie contestó a mi llamado.
Me
acerqué a las grandes hojas de nogal y empujé. Estaba de suerte, cedieron.
Hay
ciertos parámetros que uno tiene incorporados como inmutables. Por ejemplo, al
salir de un edificio, recibir una avalancha de ruidos. El voceo del canillita
de la esquina; las risas de algunos niños jugando. El ladrido de algún perro,
los bocinazos destemplados, el ulular de una sirena.
Nada.
Absolutamente nada.
Miré
en derredor y no solo pude percibir la ausencia de sonido. No veía a nadie.
Turbado alcé la vista al cielo, tenía un color amarillento indefinido, tanto
podía ser el amanecer como el crepúsculo.
La
ancha avenida en diagonal tenía hacía su izquierda una plaza que lucía desolada.
A su derecha una enorme y puntiaguda mole de mármol blanco.
Caminé
en dirección de un automóvil que estaba próximo a mí. Tenía las llaves puestas
y trate de darle arranque. El motor estaba muerto. Corrí hasta otro. También
tenía las llaves. Tampoco arrancó. Destapé el tanque de nafta y el penetrante
olor me indicó que tenía combustible de sobra.
Todos
los negocios estaban cerrados pero con un orden sobrecogedor. Como ejemplo, un
restaurante tenía todas las mesas y sillas apiladas, los maceteros de la
entrada alineados y la vereda como recién baldeada.
En
el escaparate de una joyería todas las alhajas en exhibición. Y los relojes…
los relojes… pero ¡¿qué pasaba acá?! ¡Marcaban las cinco en punto! Durante
algunos minutos observé las manecillas. El parpadeo de los números digitales.
No avanzaron un ápice.
A
esta altura, y mientras seguía la búsqueda de algún ser viviente, comencé a
evaluar ciertas hipótesis. Si había sido una evacuación masiva, todo estaba
demasiado ordenado. Lo mismo regía para los desastres naturales. Y algún arma
de destrucción masiva. Quedaba, por último, la posibilidad de alguna aberración
espacio-temporal. Había leído algo en unos de esos libros que se compran en el
metro, con títulos tales como “Aprenda física cuántica en 20 clases”.
Ya
estaba corriendo de cuadra en cuadra. De manzana en manzana. Estaba tratando de
encontrar cualquier vestigio de vida. Aunque fuera un perro o un pájaro. Sabía
que si entraba en pánico todo sería mucho peor. Tenía que dominarme, pero un
terror sordo me subía por el esófago.
Extenuado
me detuve a tomar aire. Todo el cuerpo había entrado en convulsión, Temblaba y
el sudor frío me caía a raudales. Una tenaza helada desde el centro de mi
corazón arrojaba oleadas al resto del organismo. La sangre parecía haberme
abandonado. Sin embargo, parecía que la crisis estaba pasando. Con un supremo
esfuerzo controlaba mi respiración y las náuseas. Ya había dejado de tiritar.
Estaba mucho más tranquilo. Cuando recordé la frase del hombre sin rostro:
—Sin
embargo, lo más terrible para un ser humano es la soledad… la soledad absoluta.
Desanimado
me senté en la acera. Y mientras apoyaba mi espalda en la fría pared azulejada,
oí los golpes en la puerta, y la voz tranquilizadora de Daniel que decía:
—¡Eh…
viejo!... ¿Todavía estas ahí?
11 comentarios:
Hola! esta es la primera vez que leo tu blog y me gustó mucho. Muchas gracias.
Excelente!
Hola Ricardo, hermosas palabras. Gracias por tu escritura, peleemos por que llegue a lo alto! Un saludo
Hermosas palabras!
Muy gratas palabras Ricardo.
Gran cuento Ricardo. Para reflexionar y con buen final!! Saludos y exitos
Llegue hasta acá por un vídeo de Instagram y la verdad quedé maravillada con tus historias
Muy buena historia 👏🏻👏🏻
Es muy bueno y me encantan tus historias
Súper atrapante .. me encantó!
Primera vez que leo tu blog, llegue por TikTok. Me metí completamente en la historia. Tenés una gran habilidad, espero poder leyendote.
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