En
las místicas planicies de Las Pampas de aquel país Austral, apareció Él. Nadie
supo de dónde vino. Pareció surgido de la noche y el misterio. La oscuridad fue
su elemento e inspiración. Como él nadie manejaría el arte de la poesía gótica.
El Hacedor de Versos se movía de noche y recorría todas las tertulias de
la comarca. Su habla convincente, y su erudición, hacían de él centro de
atención y consulta. Pronto una pléyade de seguidores dio a conocer, en otros
territorios su sabiduría y bondad. De resultas, que el nombre de Hugo, El
Hacedor de Versos, trascendió las fronteras de aquel lejano país. Sabios y
escribas de otros terruños quisieron conocerlo. Es así, que viajaron;
atravesaron altas montañas, bordearon ríos y lagos y recorrieron caminos
interminables, para escuchar La Palabra.
Los caminantes,
extenuados, llegaron masivamente al perdido poblado dónde moraba. Se reunieron
con los Iniciados. Esa noche, junto con los presentes que habían
portado, crearon obras pictóricas, esculturas, poemas, leyendas e historias,
para entregárselas al Hacedor, a la mañana siguiente.
Al
despuntar el alba, en la plaza, dónde aún crepitaban las llamas de las fogatas;
Hugo apareció soberbio en su negro corcel. Subió a una tarima, emplazada
al efecto, y se dirigió con voz susurrante y mirada esquiva, a la muchedumbre:
—
“Ustedes, afortunados, sois los Elegidos, los que oiréis la Palabra.
Tanto los Iniciados como los Errantes, escuchareis el Verbo.
Que de su esencia está hecha la poesía. El Verbo. Con él, y la belleza,
crearemos una nueva poesía. Un arte desconocido hasta estos días. Seremos un
movimiento de artistas que cambiará el arte, tal como se lo conoce actualmente.
Deberemos derribar los prejuicios y las censuras de este tiempo, y trascender a
nuestra casta y herencia. Lo único que deberéis hacer, es escuchar mi voz.
Seguidme. Entregaros por entero a la causa. Dadme vuestros presentes, regaladme
vuestros dones y creaciones, ofrecedme vuestras riquezas, que yo las
sextuplicaré, y más aún. Vuestros nombres conocerán la gloria en tierras
lejanas, y vuestras fortunas se acrecerán. Habéis escuchado La Palabra,
y está se hará…”
El
gentío aclamó sus últimas frases, y sus discípulos se acercaron con las
ofrendas. Algunos ayudantes separaban las obras de arte, de las joyas y el
dinero. Otros recibían los poemas y escritos. Los Errantes, a su tiempo,
se acercaron con respeto, y ofrecieron sus pertenencias.
— “Id en paz, mañana os
brindaré, otra vez La Palabra. Id y descansad. Volved al romper la
alborada del día de mañana, os espero.”
Ese
día se fue entre festejos, y nuevas reuniones entre los artistas. Muchos de
ellos hicieron amistades, y crearon obras en conjunto. A todos, la ansiedad les
impidió dormir; pero no les importó. El Hacedor de Versos les haría
conocer, otra vez, La Palabra.
El
sol despuntó sobre un poblado somnoliento y expectante. El tiempo comenzó a
transcurrir lentamente. El astro rey, no detenía su ascenso en el horizonte. La
expectación y el nerviosismo, dejo paso a la preocupación.
—¿Qué le habrá pasado al Maestro?
—¿Dónde estará el Hacedor?
—¿Por
qué no aparece Hugo?
Cerca del mediodía, un
grupo de Iniciados comenzó hacer averiguaciones por los alrededores.
Volvieron con malas nuevas al caer la
tarde.
Al
parecer, Hugo, con un grupo reducido de sus adeptos, había partido. Se
habían ido con cuánto objeto de valor y arte encontraron. Además de llevarse
unas cuántas ilusiones, amores contrariados y rencores.
Por
aquellas tierras, hacedor de versos, tenía un par de acepciones
totalmente disímiles. La primera, se refería al poeta, al creador de versos,
aquel que con talento de orfebre enhebra palabras, y entrega una obra de arte.
La
segunda acepción, no era para nada edificante. El vulgo empleaba la frase
“hacer el verso”, a aquel tunante que embauca con su labia. Un delincuente de
la palabra, que, a través de adulaciones o simulaciones, obtiene en beneficio
propio, bienes o favores.
Hugo, El Hacedor de
Versos, respondía a la segunda y más argenta de las
versiones. Era un truhan de baja estofa y poca monta.
La
indignación de sus seguidores, estafados en su buena fe; hizo que muchos
escribieran a los magistrados de esas tierras, y otras más lejanas. Pero solo
obtuvieron una respuesta. Los leguleyos del pícaro ofensor demandaron a los
ofendidos, y pidieron amplia retractación. Los inocentes fueron los culpables.
Y estos, desalentados, se desperdigaron en diferentes direcciones. La mayoría
se dieron por vencidos y ultrajados.
En
silencio, uno de sus discípulos, tal vez uno de los más próximos; tomo la
pluma. Sabía que esta hiere más que la espada
Estaba dispuesto a la
venganza.
4 comentarios:
Muy buen cuento! Me encantó!
Guauuuu, buenísimo! Atrapante y divertido, tengo 20 años y me gustó leerlo. Saludos desde Mendoza
Muy bueno hasta se me hizo corto ❤️
Me encanto❤️❤️
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