El
solo nombre ejerce sobre cualquier argentino un mágico embrujo. El Zorzal
Criollo, Carlos Gardel, había muerto trágicamente en aquellas tierras. Más allá
de las grabaciones y películas, el tiempo en vez de borrar su recuerdo, lo
agigantó hasta niveles inconcebibles. El mito (o los mitos) dejaron una huella
imborrable, aún en aquellos que no lo habíamos conocido.
Cuando
la revista de turismo en la que escribía algunas columnas quincenales me
ofreció un viaje a ese lugar, ni lo dudé. Era un trabajo sencillo. Recabar
algunos datos in situ, para una nota de color que además sirviera para
promover el turismo. El viaje me llevaría unas siete horas de vuelo, vía Lima,
y algunos sobresaltos sobre la Cordillera de Los Andes. Los pozos de aire no
escaseaban.
Una
vez en el aeropuerto internacional “el Dorado” en Bogotá, la capital de
Colombia, tenía dos opciones para llegar hasta Medellín. Un vuelo local de 30
minutos o un viaje por tierra de 7 horas en automóvil particular o nueve en
bus. Debería elegir la más conveniente para mi artículo (por tierra conocería
el doble, aunque me fatigaría más) pero la sensibilidad que me despierta esa
región seria compensatoria. Hable con la oficina de turismo del aeropuerto para
recibir indicaciones precisas.
Luego
de un buen desayuno en el Hotel Tequendama, partí con Juan, en una Toyota Prado
rumbo a la capital antioqueña: Medellín.
Armé
mi bitácora en la notebook, también tenía además una cámara de video, una
digital de fotografías y el celular. Debería captar en el iris de mis recuerdos
todos los detalles.
La
primera sorpresa fue comprobar como esta ciudad aunaba el perfil de una gran
metrópolis con el encanto de un lugar exótico de turismo. Lo clásico y lo
moderno colisionaban sin ningún tipo de consecuencia funesta. Desde que en el
año 1874 se inauguró el Ferrocarril de Antioquia, está zona expandió sus redes
de transporte de manera descomunal, motivo de orgullo de sus habitantes. De
todas maneras, luego de algunas averiguaciones, contraté a un silletero para
ser útil a mis propósitos. Quería escapar del conocido circuito turístico y
vivir experiencias diferentes.
El
silletero, hasta bien entrada la década del setenta, cultivaba productos
frescos con los que surtía a los citadinos. Una o dos veces por semana bajaban
hasta el ya desaparecido mercado de Plaza de Cisneros, o especialmente a los
productores de la vereda de Santa Elena a la Plaza de las Flores. Sus capachos
rebozaban con los productos de sus cultivos. En la actualidad, los silleteros
se dedican a la artesanía floral y son buenos guías en la complicada topografía
andina central. Conocedores de trochas, senderos, atajos y caminos son hábiles
transportes de mercaderías y pasajeros.
En
apenas una semana debía recabar suficiente información de esa ciudad enclavada
en el núcleo del Valle de Aburrá. No pude escapar al encanto de la Ciudad Paisa
y sus réplicas del pueblo (Ciudad Paisa) con la plaza, alcaldía, iglesia y
demás edificios históricos. Pero luego me aparté de aquellos derroteros, y
decidí ocuparme de la gente. Mi jefe de redacción no estaría de acuerdo con
aquel enfoque. Era una nota de turismo, no de antropología. Pero con un poco de
suerte y algo de alquimia, tal vez podría unir ambos conceptos.
Llegamos
a algunos poblados perdidos en Peñolcito, conocido como Vereda La Clara. Los
silleteros tenían un tipo de camaradería especial. Eran un tanto parcos con el
extranjero, pero una vez que uno lograba su confianza, podía lograr que le
contaran historias interesantes, como para adornar mi relato.
La
mayoría de las historias tenían que ver con la minería. Era un lugar rico en
esmeraldas, oro, ferro níquel y otros minerales valiosos. Por lo tanto, para
que los maleantes no se apropiaran de lo que nos les pertenecía, comenzaron a
circular mitos y leyendas, como la del Tesoro del Órgano. Dónde las entrañas de
la montaña se defienden de los intrusos, sepultando sus cuerpos y luego
vomitándolos sobre sus laderas. Con el sonido de un misterioso órgano que suena
por las noches, en su salón secreto, con cristales, brocatos y artesanías de
tiempos inmemoriales.
Es
así que conocí a la doctora. Los silleteros debido a las condiciones de su
trabajo son un canto a la tenacidad. Diariamente se enfrentan a la montaña y
sus desafíos. Y está les cobra algún que otro contratiempo. Llagas mal curadas,
torceduras, raspones y heridas sangrantes. Es una vida dura y áspera constante.
Y la doctora está allí para sanarlos. Darles consejos de higiene y seguridad.
Ayudarlos en lo posible. Y aún en algunos imposibles. Vocación de servicio que
le dicen.
Un
viejo ciego está tirado en un banco de madera del dispensario. Sus ojos sin
vida están cubiertos de una lagaña espesa y verdosa. Las pústulas parecen
varices llenas de agua sangre-.
La
doctora con infinita paciencia toma unas gasas y con su mano enguantada limpia
los ojos cegatos con espermicida y agua tibia. Lo hace una vez. Dos… las veces
que hagan falta. Luego le aplica algunos apósitos y lo despide con un:
—Hasta
la próxima…
Entonces
le pregunto:
—¿Hasta
la próxima? ¿No está curado?
—No…
y no lo estará jamás —y me mira con sus enormes ojos verdes.
—Pero…
—Mira,
en esta tierra ocurren cosas que la ciencia no puede explicar
satisfactoriamente… no lo dudes…
—¿Eso
ojos no tienen cura en pleno siglo veintiuno? ¡Tú le has puesto cicatrizante!
En unos días estará bien…
—No…
no lo estará, como no lo estuvo en los últimos quince años ¿Has oído hablar de
la Cueva del Gato Negro?
—Algo
vagamente, me dijo algo Juanes…
—¿Quién?
—Juanes,
el silletero.
—Bueno,
te cuento. Por aquí cerca, al borde del viejo camino de herradura que unía los
municipios de Girardota y Rionegro está esa cueva. En realidad, es una sima de
profundidad indeterminada, en cuyas paredes se abren cavidades grandes como
salones. Según la tradición indígena, se habla de una sepultura múltiple. Según
ellos una gallina dorada, de tiempo en tiempo, aparece por sus bordes seguida
de unos polluelos amarillos, y luego de dar fuertes cloqueos, desaparece. El
lugar tiene fama de encantado. Nadie quiere acercarse, y los intrépidos que lo
intentaron, colgados de finas maromas, huyeron después de oír rumores apagados
y maullidos demenciales.
—Eso
es parte del mito para espantar intrusos.
—Puede
que sí. Puede que no —ella sonrío enigmáticamente—,verás, a principio del siglo
pasado un minero y un campesino de Puente Real, acordaron bajar cueste lo que
les cueste. Cuenta la leyenda que habiendo bajado unos veinte metros
encontraron un rellano cubierto de yerbajos. Con sus arneses y aparejos, más la
gente que los izaba, y sus armas, se encontraron con algo que no esperaban. El
silencio se oía latir, cuándo empezaron a recibir arañazos y picotazos.
Cacareos y maullidos. Perdieron el equilibrio y fueron a dar al fondo tapizado
de tupidas malezas. Muchas versiones difieren que fue lo que realmente ocurrió.
Si el rayo de los ojos del felino causo el estrago, o los picotazos de la gallina,
Pero cuándo los infortunados volvieron a la superficie estaban ciegos. Con
llagas que jamás cicatrizaban. Jamás cicatrizaron…
—Como
tú dijiste: cuenta la leyenda…
—José
también bajó y se encontró con el Gato Negro —insistió la doctora—, y sus ojos
no sanan…
Una
sonrisa leve se dibujaba en sus labios. Una duda prendió en mi alma. ¿Realmente
una mujer de ciencia creía en esa leyenda? ¿O se estaba burlando del forastero
crédulo? La única certeza era la duda.
Pero
no pudimos seguir nuestra conversación. Una enfermera entro a los gritos.
—¡Guerrilleros,
doctora! —estaba ahogada—¡traen un herido!
La
doctora salió al pasillo y se dirigió al que parecía ser el jefe.
—¡Yo
voy a atender a su herido! ¡Pero usted va respetar a mis compañeras y al resto
de los pacientes! ¿Estamos claros?
Era
un espectáculo increíble. La menuda figura de la doctora delante de un grupo de
rudos combatientes mal entrazados, imponiéndose. Los tipos parecían cohibidos
sin saber que hacer con sus armas.
—No quiero ningún arma cerca del quirófano—siguió
con su ultimátum—.Ahora lleven al herido allá.
Quedé
a un costado.
La
doctora ingresó dando ordenes a sus ayudantes. Pronto el herido tenía una bolsa
de suero, se le habían retirado las ropas y conectado los aparatos de lectura
de los latidos del corazón, presión sanguínea y demás lecturas.
—Doctora, no tiene pulso —susurró la
enfermera,
—Desconecta la máquina,
La
enfermera se quedó quieta, como fulminada.
—¡Vamos mujer! —ordenó la doctora—¡Y trae el desfibrilador!
Se
acercó a la puerta y murmuró:
—Está muerto, pero voy a hacer las maniobras
de resucitación.
La
miré incrédulo,
.
—Si
no lo hago, pueden enfadarse y tomar represalias ¿entiendes?
La
doctora le hizo RCP, le aplicó corriente eléctrica y una inyección de epinefrina.
—Hora
de muerte 4 PM…
Los
compañeros del muerto se veían apesadumbrados. Pero se retiraron llevándose el
cuerpo. Sin molestar a ninguno de nosotros.
Por
mi parte, no sabía que admiraba más de aquella mujer. La templanza para manejar
la situación con los sediciosos o su inteligencia para armar la pícara
estratagema sobre la marcha.
En
un par de días estaría de vuelta en Buenos Aires, con mis historias tan
alejadas de una guía de turismo.
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