Era
una perfecta noche de soledad. Aunque parezca mentira, después de convivir quince
años con una persona y criar una hija revoltosa, uno necesita de vez en cuando
un momento para estar consigo mismo. Escuchar esos temas que por lo general no
se puede con calma. Algo de Frank Zappa, otro poco de Tom Waits y bastante de
Joaquín Sabina. Ojear un libro con los cuentos de Julio Cortázar, por ejemplo
“Casa tomada” o “Las babas del Diablo”. Y mientras tomo una copa de vino Malbec,
preparar el computador con un pen drive con un clásico restaurado. Era bastante
incongruente utilizar la última tecnología para rescatar una vieja cinta en
formato VHS, y ver a Frederic March discutiendo con un Humphrey Bogart con los
signos inequívocos del cáncer que lo consumía. Pero la película era un
verdadero torneo actoral y de una carga dramática pocas veces lograda.
Estaba
en eso cuándo sonó el teléfono. Maldiciendo puse la pausa.
—¿Señor
Benítez? —la voz sonaba asmática, con ese tono grave que tienen
los fumadores terminales.
—Si.
—Bien,
escuche atentamente lo que tengo que decirle—ahora sonaba algo imperativa, pero
sin perder la calma—, su esposa y su hija ¿Fueron al cine? ¿Verdad?
Un
extraño presentimiento me anudó la garganta.
—Si-dije—apenas
audible.
—Bueno,
verá… ellas no llegaron al shopping.
—¡¿Qué?!
¡¿Qué carajos está diciendo?!
—¡Tranquilo!
No pierda la calma—el asmático suavizó el tono de voz, pero sin perder
autoridad—ellas están bien, de momento, todo depende de usted.
—¿Cómo
de mí? ¿De qué está hablando?
—Ellas
están en mi poder.
El
tipo hizo un silencio como para que yo pudiera procesar la información. Con
lentitud, a mí me lo pareció, comprendí el significado. Las había secuestrado.
Pero ¿Cómo? ¿Dónde?
—¿Cómo
sé que no me miente? —tenía que ganar tiempo.
-Veamos,
tengo en mi poder un teléfono celular color rosado con calcomanías de “Barbie”
—¡Hijo
de puta!
—¡No!
¡Vamos mal Benítez! —el tipo parecía disfrutar con aquello—, si
usted no quiere causarles ningún mal, porque lo que les ocurra dependerá de sus
decisiones, deberá hacer caso a todo lo que yo le diga y en los plazos que yo
le indique, y si se dedica a insultarme será una pérdida de tiempo y ellas
estarán en peligro de muerte.
Respiré
hondo tratando de no soltar la sarta de insultos y juramentos. ¡Si lo pudiera
tener un segundo a tiro!
—¿Qué
tengo que hacer?
—Eso
está mucho mejor—sí, el desgraciado se regocijaba con aquello—, lo único que
tiene que hacer es reunir quince mil dólares…
—¡Quince
mil! ¿De dónde lo saco?
—Benítez
¿Qué le parece el banco?
—Pero,
pero el cajero automático no entrega dólares…
-Pero
usted tiene varias cuentas, homebanking, tarjetas de crédito…
¿Cómo
mierda sabia tanto?
—¿La
maltrataron a mi esposa?
—Todavía
no—una breve risa ahogada—además es muy linda… como para maltratarla.
Sentí
que el odio me subía por la garganta. Me contuve.
—¡Quiero
hablar con ella!
—¡No!
—sonó
como un cachetazo la respuesta—no le tengo que explicar por qué, pero dispone de una hora para cumplir con el
encargo, antes de que tengamos que tomar una medida definitiva con su familia.
—¡Pero
es muy poco tiempo!
—Entonces
aprovéchelo—otra vez la maldita risa asmática—, Benítez, no se haga el boludo, vaya
hasta su empresa, abra la caja fuerte y tome prestado los dólares. El lunes,
cuando abra el banco los repone, ¿De acuerdo?
—Pero
no sé el saldo, pueden haber pagado algunos cheques y no haberse acreditado
otros…
—Benítez
no me tome de boludo, ¿Desde cuándo paga cheques con dólares?, su familia lo va
a pasar mal…
—¡Es
la verdad! No sé cuánto hay en la caja fuerte…
—Benítez,
use el dinero en negro, ¡Llame a algún familiar de mierda y suplique un
préstamo! El tiempo está corriendo, ¡Ah!, lleve el celular. Yo lo voy a llamar.
Estaba
sudando copiosamente, pero igual tomé un saco del ropero.
El
aire fresco de la noche me reanimó un poco.
—Solo
tenés que hacer lo que te dicen. Todo va a salir bien—traté de alentarme.
Tal
vez podría darles el equivalente en pesos.
Llegué
al banco y me dirigí a la puerta vidriada del recinto de autoservicio. Pasé la
tarjeta y no se abrió. Lo intenté de nuevo. La luz de la cerradura seguía en
rojo. Esta vez la pasé en sentido inverso. Se escuchó un zumbido y la luz se
puso en verde. Entonces vi la leyenda en el monitor:
“Unidad
fuera de servicio. Disculpe las molestias. Visite el próximo cajero”
Llegué
a la avenida jadeante. En el otro cajero había una pequeña cola en espera.
Parecía que una señora mayor tenía problemas para extraer dinero y alguien la
estaba ayudando. Los chicos que estaban delante no se ponían de acuerdo en si
ir al cine o al teatro. Después de discutir un corto rato retiraron el
efectivo.
Entré
en el recinto y coloqué la tarjeta en la ranura.
“Clave
equivocada. Repita la operación”
Estaba
nervioso y los dedos marcaban cualquier cosa. Sabía que al tercer error la
máquina me tragaría la tarjeta. Con mucho cuidado digité los números. Después
puse el importe a retirar.
“El
importe solicitado excede su límite”
Bajé
la cantidad, y la máquina me dio un puñado de billetes. Tenía que ir a otro
cajero.
Corrí
un par de cuadras, y el primer cajero no pertenecía a la red. En el otro banco
si pude acceder. Retiré el máximo de efectivo y además saqué un adelanto en
cuenta corriente.
Una
vez en la calle me di cuenta que aquello no funcionaba, debería haber reunido
unos ochenta mil. Miré la hora y me quedaba algo así como treinta minutos.
Mi
personalidad era la de una persona estructurada. Odiaba cualquier cosa que
modificara mis planes y mis rutinas. Era previsor y aplicaba a mi vida personal
mi método de trabajo. Siempre sobre seguro. Pero en esta situación excepcional
tenía que improvisar. Era lo único que podía salvar a los míos.
—¡Taxi!
¡Taxi!
El
automóvil se detuvo casi encima de mí. Me subí y le indiqué la dirección al
chofer. El celular comenzó a sonar.
—Hola…
—¿Qué
carajos estás haciendo? ¿Va a seguir perdiendo tiempo?, le dije dólares,
¿Entiende?
—Pero,
yo…
—¡Dígale
al taxista la dirección de la empresa!
Miré
con aprensión alrededor.
—Pero,
¿Cómo?...
—Lo
sé y listo—el tipo tosió—¿Adónde va a ir?
—A
la empresa, saco los dólares de la caja fuerte. Necesito media hora más de
plazo.
—¡No!
¡Ni se le ocurra! —la voz sonaba irritada—mire pendejo, le
voy a explicar por última vez como se juega este juego. Yo lo cree y se juega
de acuerdo a mis reglas. Primero, si va a la policía no ve más a su familia…
—¡No
voy a la policía!
El
taxista me miró por el espejo retrovisor. Puse mi mano de pantalla sobre mi
boca.
—Segundo,
si trata de engañarme tampoco va a ver más a su familia—siguió hablando con su
voz gangosa—, tercero, si no consigue la guita en veinte minutos… ¡Chau!
—Necesito
más tiempo, todavía no llego.
—Bueno…
espere que lo llamo—el tipo volvió a suavizar la voz—, yo soy la única voz
amiga que tiene ¡Grábeselo! Soy el único que le va a ayudar a que todo salga
bien. En un rato le llamo, tengo que consultar con los otros si le damos el
plazo… si no le llamo, todo salió mal.
—¡Pero!...
Había
cortado la comunicación. Faltaban unas cinco cuadras todavía y un semáforo
cortó el tráfico. Traté de no pensar en lo peor, pero el estómago se me
contraía dolorosamente. Me faltaba el aire. Estaba entrando en pánico. Bajé un
poco la ventanilla y el aire helado entró.
—Jefe,
¡Hace frío!
—Disculpe,
estoy descompuesto.
—Si
está por vomitar avise, por el tapizado ¿Vio?
El
sujeto era bastante bestial pero no dejaba de tener razón. Otro maldito
semáforo y el tráfico pesado. Un chico se puso a discutir con el conductor que
no quería que le lavara los vidrios. Pero el muchachito embadurnó el parabrisas
con una sustancia indescriptible y luego de pasar el secador, quitó los últimos
vestigios con un trapo gris oscuro. El chofer, con razón, le dio un par de
insultos por toda propina. Los vidrios estaban más sucios que antes.
Al
costado se estacionó una camioneta cuatro por cuatro y el conductor estaba
discutiendo con alguien por teléfono.
—¡No
carajo! Te dije que no le pagaras una mierda a nadie. Mañana entran un toco de
cheques y…
El
taxi se alejó del alterado hombre y después de una cuadra se detuvo frente al
edificio dónde estaba mi empresa. El celular comenzó a sonar.
—¡¿Si?!
—Se
pudrió todo… no le queda plazo, ni a ellas.
—¡Pero,
por favor!
-Mire
Benítez, como excepción tiene veinte minutos más—la voz asmática me apremiaba—pero
una vez vencido el plazo…
Tenía
que improvisar de nuevo. Aclaré la voz y ataqué a fondo.
—Una
vez vencido el plazo ¿Qué?
—¿Sabe?,
se queda sin familia ¡Gil!
—Y
vos sin guita—ahora el que estaba enojado era yo—¿Vas a hacer todo esto para
quedarte sin nada y con dos cadáveres a cuesta?
Un
silbido me llegó desde el otro lado.
—¡Epa!
¿Tenemos un héroe del otro lado?
—No,
un tipo desesperado. Hasta ahora hablaste vos, pero escuchame. Yo quiero reunir
la plata, entregarla y que me devuelvas a mi esposa y mi hija, sólo te pido
media hora.
—Tiene
diecinueve… dieciocho minutos. El tiempo sigue corriendo—me pareció escuchar
una risa asmática apagada.
—Está
bien ¿Adónde voy con el paquete?
—Después
lo llamo. ¡Muévase!
El
chofer me miraba intrigado.
—Voy
al edificio y vuelvo. Espéreme.
—No
jefe… ¿Tengo cara de gil yo? ¿Sabe cuántos se fueron sin pagarme?
—Está
bien, tome, acá tiene… pero espéreme ¿sí?
-Si,
está bien jefe.
Sabía
que cometía un error. Una sobre diez que no me esperaba y se iba con el pago y
la propina.
En
un rato abrí la puerta, tomé el ascensor, llegué a la oficina y después de
abrir la caja fuerte ordené todo el efectivo en una bolsa plástica.
—Doce
mil—me dije.
Cuando
salí del edificio no vi el taxi. El muy guacho se había ido. Un bocinazo me
sacó de mis pensamientos funestos.
—¡Acá
jefe! Me corrió un policía y tuve que ir a dar una vuelta.
Una
a favor. Subí y esperé. ¿Qué mierda estaba esperando? Sonó el celular. ¡Eso
esperaba!
—¿Y?
—Tengo
el efectivo—ahora venía lo malo—, pero solo tengo doce mil…
—Pero
¿me estás cargando pedazo de pelotudo? ¿Qué te dije que le iba a pasar a la
señora y la nena? ¿No te lo dije? Entonces te lo digo: si no conseguís quince
mil te las devolvemos adentro de una bolsa de consorcio hechas pedacitos
¿Entendés ahora?
—Yo
entiendo. El que no entendés sos vos boludo. Son las dos de la mañana ¿De dónde
mierda querés que consiga más guita? Es toda la que conseguí, no hay más, y no
estoy regateando.
—Mirá,
si fuera por mi cierro trato, pero es una diferencia de tres dólares. Tengo que
consultar y te llamo. Pero yo que vos pensaría cómo hacer para conseguir lo que
falta.
Se
cortó la comunicación. El taxista me miraba de reojo por el espejo retrovisor.
—Tienen
a mi esposa y a mi hija.
El
tipo asintió en silencio.
—Me
imaginé que tenías algún problema grave, por eso es que no me fui. ¿Y la
policía?
—¿Me
estás jodiendo? No… mejor les pago y listo.
—¿Pero
qué seguridad que te las devuelven?
—¿Qué
seguridad me da la policía?
El
celular comenzó a vibrar.
—¿Sí?
—Todo
bien. Ahora, haga lo que le digo y todo termina bien ¿Escucha? —el
tipo estaba más tranquilo, no me tuteaba.
—Si.
—Vaya
hasta avenida Córdoba y Uriburu, hay un bar llamado “Café Martínez”. Siéntese en
una de las mesas que están al lado de las ventanas. Lo vuelvo a llamar ¡Dele!
Le
di la dirección al chofer, quedaba a unas cuadras de mi casa. ¿Todavía me
estarían vigilando?
El
bar estaba cerrado. Me bajé del taxi y comencé a mirar en todas direcciones. El
celular de nuevo.
—¡Bien!
Va muy bien. Despida el taxi.
Le
pagué el importe, y me dijo.
—Suerte
muchacho ¿No quiere que de una vuelta?
—No…
nos pueden estar vigilando. Todo va a salir bien, espero.
-Suerte.
El
auto se perdió en el escaso tráfico.
La
voz gangosa seguía ordenando.
—Cruce
la avenida y bordeando el Hospital de Clínicas vaya hasta Paraguay y de ahí
hasta el estacionamiento atrás de la Facultad. ¡Tenga cuidado con los ladrones!
—la
risa asmática lo hizo toser—está oscuro.
—¡Encima
me jode!
—¡Dele!
Se excedió de tiempo.
Crucé
la avenida, y la calle era efectivamente una boca de lobo. Sobre Paraguay había
más luz. Caminé sin prisa hacia el estacionamiento. Miré las hileras de
vehículos ¿Dónde estaría? Sonó el teléfono.
—Bien.
Quédese parado ahí—hizo un silencio prolongado—a su izquierda hay un Peugeot
505 plateado…
—Si.
—Acérquese
y tire el paquete por la ventanilla trasera ¡Ya!
Hice
lo que me ordenaba. Eché un vistazo de soslayo, pero no alcance a ver nada.
—Sigua
caminando hasta la esquina.
Cuando
había hecho algunos pasos, escuché el motor del automóvil. Arrancó y se perdió
de vista.
—¡Hola!
¿Está ahí?
El
silencio fue toda la respuesta.
—¡Hijo
de puta! ¡Conteste turro!
Me
quedé parado al borde de las lágrimas. ¿Cómo había sido tan estúpido? ¿Cómo
podía confiar en un miserable como aquel?
Llamó
el teléfono una vez más
—¡Si!
¿Sos vos?
—Si
Benítez, vaya a su casa, ellas están bien.
Desde
el instante en que cortó hasta que llegué a mi casa, sufrí la misma agonía que
ya había sufrido varias veces aquella madrugada. Un ardor en el pecho. Un vacío
en el cerebro. Una opresión en el estómago. Y el sudor helado que me caía por
la espalda.
Abrí
la puerta del ascensor y sentí el temor de entrar en el departamento.
Llegar
y no encontrarlas.
—¡Hola
amor!
—¡Hola
papi1
Las
dos estaban tranquilas y despreocupadas. Yo todo lo contrario.
—¿Cómo
están? ¿No les pasó nada?
Ellas
me contaron que lo pasaron espléndido. Que comieron en un Mc Donald, estuvieron
comprando algunos cosméticos, ropa y que vieron “La sirenita”.
Y
yo les conté algo de lo que había pasado en su ausencia. Además, lloré.
—Bueno
papi, no te preocupés, estamos bien, nadie nos hizo nada.
—Si
mi amor, es casi como una broma de mal gusto.
—Además
papi, ¿sabés? ¡Nos ganamos un celular de última generación! —agregó mi hija,
como para distraerme—tiene cámara fotográfica, filma, mensajes de texto, de
voz, mp3, y… y…
—¿Cómo
es eso? —pregunté
sin mucho interés.
—Mirá
papi, le entregué mi celular ¿Viste? El rosadito con calcos—mientras hablaba
comencé a comprender—resulta que el número estaba premiado y con esta boleta
mañana tenemos que ir a retirar el nuevo.
—¿Y
a quién se lo diste?
—A
la promotora…
—¿Y
qué datos te pidió?
—A
mí no, a mami.
—No
me digas nada—dije mientras esbozaba una sonrisa—, te hizo llenar un formulario
con un detalle de las tarjetas de crédito que tenemos.
—Si.
—La
sucursal del banco con que operamos.
—Si.
—El
teléfono, la dirección de casa, mi mail, mis ingresos aproximados, datos de mi
empresa…
—Claro…
Mientras
me sentaba en el sofá riéndome de la bronca, me pareció escuchar una risa
asmática y una voz gangosa que me decía:
—Si
Benítez, vaya a su casa, ellas están bien.
1 comentario:
Atrapante Ricardo, me recuerda a algunos relatos de igual tinte de Bukowski. Gracias por publicarlo.
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