Es extraño pero los días
malos nunca llegan sin previo aviso. En la rutina diaria se intuye un sutil
cambio, que en principio no causa mayor alarma, pero que luego lleva a pensar
en una advertencia inadvertida. Como sucede al entrar en una habitación, y sin
motivo aparente, se percibe una presencia amenazante. Una mirada inquisitiva y
malévola desde algún rincón desierto de la estancia. Sea lo que fuere no me
sorprendió demasiado el cuadro que encontré al llegar a mi negocio aquella
mañana. Un muchachito que trabajaba conmigo los fines de semana estaba juntando
unos vidrios dentro de un cajón de madera. Era la vidriera del frente del
local.
—¿Qué pasó Claudio?
—Hubo una pelea. Jorge y
el Ripa.
El Ripa. Desde hacía casi
seis meses mis peores pesadillas tenían un nombre: el Ripa.
—Carlos está en el
hospital —balbuceó Claudio.
—¿Carlos? ¿Estuvo en la
pelea?
—Ricardo adentro está la
policía, el Chino quiere hablar con vos —siguió explicando el chico que volvió
a su trabajo.
El Chino era un sargento
de la policía provincial, de la comisaría de la zona. Buen cliente de la casa. Además,
un amigo personal.
—¡Hola Ricardo! —me
saludó. Comencé a mirar el desastre a mi alrededor—. No te puedo decir buenos
días. Todo este lío estaba cuándo llegamos.
—Chino… Carlos está en el
hospital me contó Claudio…
—El Ripa lo molió a palos
—¿Y Jorge?
—¿El cagón de tu socio?
—el Chino lo odiaba tanto como yo—, no hizo nada. Se borró y lo dejó a Carlos
en la estacada
—¿Me podés explicar qué
pasó? —pregunté mientras evaluaba los daños.
—Te cuento lo que yo se.
Algunas cosas que averigüe —la voz del Chino era suave—, anoche Jorge con unos
amigos y algunas minas armaron una “fiestita” privada.
—¿Estaba Ivana? —lo
interrumpí cortante.
—Sí, esa y otras putas
más —me miró fijo—; parece que tu socio estaba con las chicas y Carlos, Javier
y Remo. En algún momento de la velada, cayó el Ripa con algunos de su banda.
Quiso entrar de prepotente y el Carlos saltó. Vos sabés que Jorge siempre le
tuvo cagazo al Ripa.
—Si, lo sé.
—Ni Javier ni Remo fueron
demasiado obstáculo para El Ripa y sus hombres, mucho menos lo fue Carlos. Le
rompieron un par de costillas. Además de los destrozos se llevaron algo de efectivo
y el equipo de música. ¡Ah!… las minas se fueron con ellos.
—Ellas lo entregaron al
muy boludo. Seguro que estaban de acuerdo con el Ripa.
A simple vista podía
justipreciar los perjuicios. Unas cuatro mesas rotas, una decena de sillas
destruidas, el paño de una mesa de pool cortado y varias botellas de licor
menos. El dinero y el equipo de música. El ventanal del frente.
Tenía un día difícil por
delante.
—¿Y Jorge? ¿Todavía no
apareció?
—Se borró. Se lo tragó la
tierra.
—¡Cuándo lo encuentre me
lo trago yo!… por borracho y mal amigo.
En ese instante entró
Sammy, mi otro socio.
—¿Dónde carajo está
Jorge? —dijo a manera de saludo.
—Buenos días. Nuestro
amigo no está. O estará buscando asilo en alguna embajada —me dirigió una
mirada entre colérica y resignada —, la última discusión casi lo matas vos,
ahora si logro agarrarlo termino el trabajo —yo estaba bastante descontrolado.
—Ricardo, tenemos que
hacer algo. Ese Ripa le tomó el tiempo. ¡Mirá el cuaderno con los fiados!
Abrí la libreta. Le serví
un trago al Chino.
—Estoy de servicio
—protestó sin convicción.
—¡No jodas!… tomemos
algo.
La prolija letra de
Jorge, algo temblorosa, había escrito: RIPA. Y abajo una sucesión de fechas y
cifras. El monto total excedía los cincuenta mil pesos. Toda una cifra.
—¿Cómo vamos a cobrar
esto?
—Ricardo, ¿no te habías
dado cuenta?
—De lo único que me di
cuenta es del miedo que le inspiraba este tipo. Chino ¿ustedes no pueden hacer
nada?
—No, Ricardo —la voz del
Chino denotaba cierta pesadumbre—, este tipo entra y sale de la comisaría como
se le da la gana. Te voy a decir la verdad: todos saben que el tipo es un delincuente,
es pesado y violento. Un ratero de poca monta, pero que vive molestando a
todos. El comisario lo deja actuar. No sé si porque es informante o que. Lo
único que de vez en cuándo lo levantan, le sacan la plata que lleva encima y lo
largan. El tipo además anda en asuntos de droga y con putas.
—¡Ivana! —dijo Sammy.
—Yo pensé lo mismo —dije
gravemente—, ahora nos tenemos que hacer cargo de la rotura de la vidriera, un
nuevo equipo de música y reparar el mobiliario, por culpa del pelotudo de Jorge
y la perra esa.
—¡Yo me voy a la casa de
la mamá de Jorge! ¡Debe estar allá la rata!
—¡Dale!… yo me encargo de
todo por acá.
Hacia cerca de un año
Sammy me había propuesto un negocio. Me presentó a Jorge. Los tres congeniamos
casi de inmediato y de allí surgió «Hamelin». Un pub con unas cuantas
mesas de pool y otras pocas de ping-pong. Todo anduvo bastante bien hasta que
la muerte del papá de Sammy, hizo que este se alejara para atender los negocios
de su familia.
Jorge se volvió
ingobernable. Se había criado con una madre sobre protectora y una hermana
mayor, era casi otra madre. El hecho es que el muchacho tenía 23 años y no
conocía gran cosa de la vida. Inclusive era virgen. Al poner el negocio con
nosotros cambió de una vida estructurada, que transcurría entre sus estudios de
arquitectura y el trabajo como dibujante de una empresa constructora, a la
noche con todas sus tentaciones. El muchachito tímido había cambiado
radicalmente. El sexo se había transformado en su hobby predilecto; y pese a
que era muy buen mozo, por lo general optaba por salir con prostitutas. Su otro
pasatiempo era la bebida. Una noche de embriaguez casi había saltado de la
terraza. Yo se lo había impedido. Ahora estaba bastante arrepentido.
—Claudio andá a la
vidriería de la otra cuadra y que manden a alguien a tomar las medidas.
Necesito la vidriera colocada antes de que anochezca.
—Pero, Ricardo, no creo…
Le corté su comentario en
el acto:
—¡Claudio no importa lo
que vos creas! —casi le grité al muchacho—, esta noche es la fiesta de los
chicos de la secundaria, la nocturna dónde voy yo.
—¡Claro! ¡Me había olvidado!
—Bueno ¡corré entonces!
¡Pasá por lo del Cholo, que se venga por acá!
El resto de la mañana se
me fue en apurar a la gente de la vidriería. En un momento de relativa calma fui
hasta una casa de electrónicos y compré un equipo nuevo de música. Por lo menos
no se habían llevado los bafles. Eran demasiado grandes.
El Cholo era un poli
funcional: albañil, plomero, electricista y en este instante probando sus artes
como carpintero. Con un poco de cola, algunos clavos, unos trozos de madera e
ingenio me había reparado casi todo el mobiliario. Un muchacho humilde y muy
trabajador, que vivía en un barrio jodido: La Paloma, en General Pacheco.
—¿Qué pasó Richard… un
huracán?
—Peor. El Ripa.
—¡Ah!… bueno. Yo te dije
que ese guacho te iba a causar problemas, pero tu amigo Jorge le da calce.
—Vos sabés Cholo que yo
no puedo laburar de noche. Voy a la nocturna y el encargado del boliche es
Jorge, no me queda otra opción.
—Y el tipo no cae los
fines de semana que estás vos. Pero igual me parece que mucho más no podrías
hacer —me miró el Cholo intencionadamente.
—Cholo si hay que pelear…
—¡Pará!, no te digo que
no tengas huevos. Pero el tipo es mucho para vos o cualquiera de tus amigos, es
un delincuente peligroso. Siempre va armado.
—Carlos está en el
hospital con unas costillas rotas. En un rato lo voy a ver —dije algo
angustiado.
—¡Ves lo que te digo!,
vos necesitas alguien que se encargue del asunto.
Durante unos instantes no
entendí el mensaje. Luego comencé a asimilar la información.
—¿De qué manera Cholo?
—Librarte del problema,
definitivamente.
—¿Se puede? ¿Cómo?
El Cholo me miró desde el
impreciso límite entre la lástima y la incredulidad.
—¿Sos boludo vos?
—entonces usó todo su argot villero—, hay que hacerlo fiambre… matarlo.
Esta vez demore más
tiempo en decodificar el mensaje. Era una sensación de irrealidad. Algo así
como si me hubiera apartado de la escena. Un desdoblamiento de mi persona estuviera
sentado en otra mesa observando la conversación que sostenía con el Cholo.
—“Hay que matarlo”.
La frase resonaba en mis
oídos y repercutía en mi mente. Pero por más impúdica que resulte la idea me
sorprendí preguntando:
—¿Vos podés hacer algo
así?
—Yo con un par de
muchachos, si hay buena plata.
Entonces estábamos en el
medio del problema. Como quien habla de bueyes perdidos, estaba en esa mesa
poniéndole precio a la vida de un tipo. O lo que es peor: arreglando los
detalles de su muerte.
—¿Cuánto hay que poner?
—Calculo… tengo que
charlarlo, pero unos 100 mil. Treinta y pico por pera.
—¿Cien lucas? ¡Es mucho!
—¿Te parece? ¡Te sacamos
el problema de encima definitivamente!
El muchacho humilde y
trabajador tenía una personalidad oscura y despiadada bien escondida. Por
dinero era capaz de hacer cualquier cosa.
—Bien, Cholo. Yo te
aviso.
—La poli no te va ayudar
en esta —siguió el Cholo un poco más—. Ricardo, esta charla jamás ocurrió ¿sí?
—Claro.
Esa noche luego de la
prueba de sonido todo estuvo listo para la fiesta. Si resultaba un éxito como
había previsto, salvaría los gastos y nos quedaría algo de ganancia.
El lleno fue total. La
fiesta un verdadero triunfo. Los chicos se divertían, bailaban y se enamoraban.
Habían acudido, cosa extraña, mayor cantidad de chicas que varones. Eso aseguró
el suceso del evento y la cercana aparición de problemas.
Yo custodiaba la puerta.
Ni Sammy ni Jorge habían aparecido. Tal vez Sammy lo hubiera matado y ahora
estaría durmiendo en la cárcel. Me reí para mis adentros con la ocurrencia.
Unos golpes en la puerta
llamaron mi atención. Entorné un poco y apareció la cara del Ripa por el hueco.
—¡Hola!, permiso.
—No Ripa, esta es una
fiesta privada.
—Pero Jorge me deja
entrar siempre.
—Jorge no está. Tampoco
Carlos —dije con aire de fiereza—, estoy yo, ¡y no pasás!
—¿No paso?, está bien.
Se fue sin más discusión.
Todo quedó tranquilo una media hora más. Hasta que volvió a suceder.
Unos suaves golpes en la
puerta. Otra vez entreabrí la puerta, pero esta vez un par de manos vigorosas
me empujaron. Varios cuerpos me atropellaron en la penumbra. El olor a bebida
alcohólica y droga me golpeo las fosas nasales. Eran a lo menos unos diez que
se entremezclaron con la concurrencia.
Salí al hall de entrada y
me encaminé rumbo a las escaleras. Me detuve un instante deslumbrado por la
luz.
—¿Adónde vas vos?
—escuché la voz a mis espaldas.
—A la comisaría Ripa, si
no entendés por las buenas…
—¡Vos no vas a ir a
ninguna parte!
Se me acercó mientras el
resto se ponía en semicírculo detrás de él.
—Esto no es necesario
—protesté en vano.
Ya estaba encima de mí.
Me agaché y lo tomé de la cintura. En ese instante me imaginé al final de las
escaleras con una horda de sujetos apaleándome, medio muerto, cubierto de
sangre. Hasta pude sentir sus gritos burlones y sus risas.
Un extraño silencio se
hizo. El cuerpo que yo aferraba se aflojó. Sus manos me soltaron.
Alce la vista. Los
compañeros que estaban en el baile salían de a uno. En silencio. Eran por lo
menos una veintena.
—¿Qué hacen ustedes acá?
El más joven e insolente
les respondió (también era el más corpulento).
—Salimos a tomar aire —se
cruzó de brazos.
—Ripa terminemos esto
aquí, ¡váyanse! —dije jadeante.
—Que, ¿te agrandás porque
están estos?
Decidí jugar las últimas
fichas. Era una jugada de póquer, un bluff, en realidad no tenía nada en la
mano.
—Está bien, está bien,
¿querés pelear? ¡Vamos a pelear! —grité desaforado— pero vos y yo… nadie más, ¡vos
y yo! Vamos afuera que demasiados destrozos tuve que pagar hoy.
El Ripa me miró unos
instantes. Luego hecho un vistazo a sus secuaces y habló:
—No vale la pena. Otro
día nos vamos a encontrar vos y yo, ¡gordito!, ya nos vamos a sacar las ganas
—se fue. Él y los suyos atrás.
Esa misma noche lo llamé
al Cholo y concerté una cita. El Ripa no amenazaba en vano.
El barrio donde vivía el
Cholo tenía calles de tierra, perros hambrientos por doquier, chicos
semidesnudos y polvorientos jugando entre los angostos pasadizos de las
viviendas y escasa luz. La música bailable atronaba desde las casas. Barritas
de muchachotes estiraban la noche con unas cervezas en el quiosco.
—¡Pasá Ricardo!, te
estábamos esperando, pasá —invitó el Cholo.
Entré algo susceptible a
la casita de ladrillo y chapas. El piso era de un alisado rústico y en una mesa
con mantel de plástico había un par de cervezas a medio terminar.
- ¡Rosa traé un vaso! Y
dos birras más, llegó un amigo —el Cholo me dedicó una sonrisa lobuna—, jefe,
estos son mis amigos. El Chori y el Gato, los dos son de confianza, amigos de
fierro.
Salude con un apretón de
manos. Los miré a todos con detenimiento. El Cholo impresionaba de solo verlo.
Espaldas anchas, brazos vigorosos con venas que se le marcaban como surcos en
un plantío. Su pera era cuadrada y su rostro curtido. Los otros dos eran un
poco diferentes. No tan musculosos, pero se notaba su vigor en sus cuerpos
rechonchos.
—Bien jefe, ¿lo vamos a
hacer? ¿Está de acuerdo con la guita?
—Por el efectivo no hay
problema. ¡Sí!, lo vamos hacer.
—Yo ya estuve hablando
con los muchachos —el Cholo hablaba en un susurro—, cuánto antes lo hagamos
mejor; mañana a la noche es un buen momento.
—¿Por qué es un buen
momento? —una vez más me sentía en medio de una situación irreal, como estar
viendo esa escena en la que no podía estar participando.
—Mañana por la noche. El
tipo tiene sus hábitos, los fines de semana además de robar y molestar gente,
hace ronda de putas.
—No entiendo.
—El tipo es un rufián.
Antes vendía droga, pero ahora se arregla manejando unas chicas. A la madrugada
va a buscar la recaudación. Y se lleva una de las minas con él. Ese es un buen
momento —me guiñó un ojo.
—No lo creo, hay un
testigo más —por extraño que parezca ya pensaba como un malhechor.
—¡No!, cuándo sale de la
casa de la mina seguro va a estar en pedo y hasta drogado. La mujer se queda
adentro y nosotros lo agarramos.
—¿Y después? ¿Qué pasa
con el cuerpo?
—Vos no te preocupés —el
Cholo seguía llevando la voz cantante—, nosotros sabemos qué hacer con el
cadáver. ¿Y la platita?
—Acá tengo la chequera
—dije.
—¡Me estas jodiendo!
—alzó la voz el Cholo—, para un asunto como este efectivo. Sólo efectivo ¡Papá!
—Está bien, está bien, no
te calentés. Acá tenés.
Saqué unos fajos de
billetes que tenía en el bolsillo de la campera.
—¿Y cómo me entero que
hicieron el trabajo?
—Porque vos venís con
nosotros, así de fácil.
Una vez más la sensación
de extrañamiento se apoderó de mí. Unos deseos terribles de irme de ese lugar.
De no haber jamás hablado de aquello. Ahora era imposible echarme atrás. La
inevitable secuencia de los hechos que me involucraban cada vez más y más.
—¡No! Así no se hace,
¡dame el dinero!
El Cholo me miró
desafiante y feroz.
—¡La guita ya la
entregaste! Se haga o no se haga el trabajo, se queda acá.
—Pero, ¿por qué tengo que
ir con ustedes? Si yo les estoy pagando para que hagan ustedes el laburo.
—Y lo vamos a hacer, pero
vos venís con nosotros para asegurarnos tu silencio —el Cholo me miraba con el
mismo interés que pondría una araña en un insecto atrapado en su red—, si te
apreta la policía, no nos vas a traicionar, porque si nosotros perdemos, vos
también.
—¡Como una hermandad!
—dijo el Gato.
Lanzaron unas risotadas
obscenas, mientras el Cholo me palmeaba el hombro.
—No va a pasar nada jefe.
Quédese tranquilo. Ese no lo va a molestar más.
Al día siguiente logré comunicarme
con Sammy. Jorge no estaba por ningún lado. Según pudo averiguar se había ido a
casa de unos familiares en la provincia de San Luís. Le pedí que esa noche
viniera al negocio a hacerse cargo, porque yo tenía algo que arreglar. Era
mejor dejar a Samuel afuera de aquello, que no supiera lo que estaba por hacer.
El tiempo pasaba con
exasperante lentitud. Una vez que llegó la hora señalada todo se aceleró de
forma súbita.
—Vamos Ricardo —el Cholo
había surgido de la nada a mis espaldas. Hacía un rato que lo esperaba en esa
esquina poco iluminada. Lo seguí unas pocas cuadras. En una esquina esperaba un
automóvil algo viejo y una camioneta con capota.
—Subí al auto, atrás.
Me senté al lado del
Gato. Manejaba el Chori. El Cholo se fue para la camioneta.
Arrancamos y deambulamos
unos cuántos minutos por calles oscuras y poco transitadas. Durante una parte
del trayecto entramos en arterias de tierra bastante maltratadas. El auto pegaba
bandazos en los pozos. Empecé a tener deseos de vomitar. Un ardor en la boca
del estómago. No sabía si era por el movimiento o por la tensión nerviosa. Nos
detuvimos y se apagaron las luces. El Cholo se acercó con sigilo.
—Acá es, en cualquier
momento llega.
—¿Querés un faso? —me
convidó el Chori.
—No, no fumo
—¡Estos te van a gustar!
—me guiñó el ojo el Gato.
Los tipos empezaron a
fumar. El humo con olor a hierba quemada invadió el vehículo. Cada vez tenía
más ganas de echar a correr, lejos de aquel lugar. Lejos de aquellos tipos.
Lejos, muy lejos.
Por la esquina dobló un
viejo Torino azul. Era el auto del Ripa. Al detenerse se escucharon claramente
las risas de sus ocupantes. Primero bajó la muchacha. Trastabilló como si
estuviera borracha y se volvió a reír. Se acerco el Ripa y rodeándola con el
brazo la llevó hasta la entrada de la casa. Se besaron y entraron.
Traté de no pensar en el
tiempo que duró aquella tortura. El cigarrillo seguía de boca en boca, en
círculos. Luego una cajita de vino blanco barato y caliente. Más porros.
¿Una hora? ¿Dos? Trataba
de no pensar. De no sentir. De evadirme.
El Cholo se acercó al
auto del Ripa y forzó el capot. Estuvo algunos minutos trabajando sobre el
motor. Luego volvió a cerrar la tapa. Y se acercó a su auto de nuevo.
—Bueno. Llegó el momento.
Dejen todo lo que están haciendo y prepárense.
—¿Y si se queda toda la
noche? — pregunté esperanzado.
—No, tiene que trabajar.
Controlar otras minas y en una de esas robarle a algún gil. Este sólo duerme de
día.
En ese preciso instante
salió de la casa. Subió al auto y luego de algunos instantes se escucharon
claramente algunas puteadas. Se bajo echando pestes y levanto la tapa del
motor. Seguía lanzando insultos de todos los calibres.
—Ahora —dijo el Cholo.
Los tres avanzaron rápido
y en silencio. Cuándo el Ripa quiso reaccionar, ya los tenía encima. Se escuchó
un grito ahogado.
—La puta que…
Luego un sonido de sordo
forcejeo y golpes. Más gritos ahogados, esta vez inteligibles. Fuertes jadeos y
el golpe de algo pesado contra el suelo.
Las figuras
desaparecieron de mi campo visual. Después, si, volví a ver recortadas las
sombras en la luz mortecina de los faroles. Los tres hombres traían a pulso el
cuerpo del Ripa y lo arrojaron en la caja de la camioneta. Cerraron la capota y
vinieron al trote hasta el auto.
—Vamos a seguir al Cholo.
El cortejo arrancó y
comenzó a desplazarse hacia zonas cada vez más deshabitadas. Podía ver por la
ventanilla un paisaje descampado al costado de la ruta. Luego de un largo
tramo, doblaron y entraron por un camino secundario. Se detuvieron. Junto con
ellos, a mí me dio la impresión, que se había detenido el tiempo y la vida.
Hasta el viento dejó de soplar. Ni el canto de los grillos o algún sapo
trasnochado.
Los hombres arrastraron
el cuerpo hacía unos matorrales. El Cholo se acercó.
—Cuánto menos sepas
mejor… del cadáver nos encargamos nosotros. Nunca va a aparecer. Te lo puedo
asegurar. Pero necesito que me acompañés.
—¿Para qué?
—Ya vas a ver ¡vení!
Me bajé del auto
tembloroso y débil, como si estuviera por engriparme. Juraría que hasta tenía
fiebre. Caminé con dificultad hasta los matorrales. El Ripa estaba caído de
cubito dorsal, sus manos atadas a la espalda y con una ancha cinta que le
tapaba la boca. Respiraba trabajosamente. Sangraba por las cejas y por las
fosas nasales. El Chori lo iluminaba con una linterna.
—Tomá Ricardo —me dijo el
Cholo—, terminá el trabajo.
El Cholo me estaba dando
un revolver. Negro pavonado y de cachas de madera.
—¡No! ¡Yo pagué!.
—Tenés que rematarlo.
Sino lo hacés, te juro, que le vas a hacer compañía. Hablo en serio Ricardo.
Los tres me miraron
fijamente. Amenazadoramente. El Ripa seguía con sus ronquidos ahogados. El tipo
tosía, se ahogaba en su baba y su sangre.
—¡Vamos!
Tomé el arma temblando.
Con la otra mano sostuve la que llevaba el arma, como había visto hacer en las
películas. En la mira apareció una parte de la cabeza del tipo. Apunté y cerré
los ojos. Disparé. El estallido me dejó sordo unos instantes mientras el
penetrante olor de la pólvora me entró por las fosas nasales. El retroceso del
arma me llevó ambas manos hacia atrás. Abrí los ojos. Allí estaba: entre la
mata de pelos sudorosos un agujero oscuro y brilloso. Vi, o creí ver, pedazos
blancos de hueso y otros trozos rosados de la masa encefálica corriendo por el
pegote de sangre.
Alguien me quitó el arma
de las manos.
—Bueno, ahora te llevo a
tu casa —me estaba hablando el Cholo—, ellos saben que tienen que hacer.
Ricardo, ahora somos una hermandad de sangre. Estamos unidos para siempre.
Esa noche fue la primera
de muchas otras de insomnio y sobresaltos. Dormité de a ratos.
En mis sueños, en mis
pesadillas, siempre aparecía el Ripa. Un cuerpo que caía en un lago entre
burbujas hasta el fondo. Los peces arrancando pedazos de carne. Uno de ellos le
arranca la cinta de la boca. Ahí está la cara del Ripa. Entonces abre los ojos
y dice:
—¡Vos me mataste!
Desperté envuelto en
sudor. Ya no quise dormir.
Al día siguiente todo
transcurrió con normalidad. La compañía de seguros se haría cargo del gasto de
la vidriera. Los proveedores trajeron sus mercaderías. Tenía que prepararme
para el fin de semana. Además, avise en el colegio que no podría ir por un
tiempo, aduje una enfermedad lumbar.
Ese día aparecieron el
Cholo y el Chori. Se sentaron y me saludaron con los pulgares arriba.
—¿Qué hacen acá? —les
dije por todo saludo.
—Vinimos a ver como
estabas y a tomar unas birritas.
—¡Claudio trae un par de
cervezas bien frías! —grité desde la mesa—, yo estoy bien. Van por cuenta de la
casa.
Me levanté y fui a la
barra. Ellos se quedaron un rato más, después de jugar un pool.
—¡Chau Ricardo!, no vemos
mañana —se despidieron.
Las visitas del Cholo y
el Chori, o el Gato siguieron toda la semana. Hasta ese sábado. Pero primero tuve
otra visita. El Chino con el inspector Bermúdez.
—Hola Ricardo —saludó
alegre el Chino— ¿Cómo va todo?
—Bien, muy bien.
—Vi la vidriera y los
muebles, quedó todo bien.
—Si, eso ya es historia
¿Qué quieren tomar?
—No… ya nos vamos —dijo
un seco Bermúdez—, ¿no tuvo más problemas con el Ripa?
El estómago se me encogió
involuntariamente. Sentí la boca pastosa, algo sedienta.
—No, ya pasó.
—¿Y no lo viste más
después del desastre? —preguntó el Chino.
—Si, a la noche del mismo
día —cuánto menos mintiera mejor—, casi pasó de nuevo.
—¿Y?
—Nada, creo que vieron
que mis amigos eran demasiado para ellos y se fueron.
—¿Y no supiste más nada
del Ripa?
—No
—Está desaparecido
—Bermúdez me miró fijo—, su auto quedó frente a la casa de su novia,
abandonado. A él no lo volvieron a ver y los vecinos dicen que no vieron nada.
¿Por acá no apareció más desde ese día?
—Desde el lunes a la
noche.
Se hizo un silencio
incómodo, mientras el Chino y Bermúdez intercambiaban miradas.
—Bueno, nos vamos a ir.
Pero si lo llegás a ver, avisanos —me dijo el Chino irónicamente—, de todas
maneras en cualquier momento nos estamos viendo.
¿Me había parecido o los
dos usaron el mismo tono burlón? Era como que me avisaban que desconfiaban de
mí e iban a volver.
Esa noche volvió el
Cholo, pero solo.
—Hola Ricardo ¿me anotás
una birra?
Tomé la cerveza y dos
vasos.
—¿Así que estuvo la cana?
—Si —lo miré un tanto
molesto— ¿No te parece que es muy peligroso que me visites tantas veces?
—No, soy un cliente más
—dijo con sorna—, uno de los mejores. Vengo todos los días.
—Sí, pero no pagás nunca.
El Cholo me miró con ese
aire fiero que le conocía.
—¿Le vas a cobrar a tu
hermano de sangre?, además, vengo a protegerte. No sea cosa que te vayas de
boca. Acordate que en esta estamos todos juntos.
—Me acuerdo.
—Bien. Richard, traé otra
cerveza y también anota un pool. Vienen el Chori y el Gato.
Fui hasta la barra y me
senté en el taburete. Le di una cerveza a Claudio con dos vasos más. Los otros
llegaron y me saludaron agitando las manos. El Cholo me miró socarronamente,
mientras le ponía tiza a la punta del taco de billar. Se le dibujó en el rostro
una sonrisa de satisfacción.
Tomé el cuaderno de los
fiados. La última página era la de los tipos que no pagaban jamás. Los
incobrables. Con el corrector cubrí prolijamente el nombre RIPA. Sobre las
cifras a cobrar puse cancelado. Tracé una línea de separación. Soplé el
corrector para que se secara más rápido, y luego, con letras de imprenta en
mayúscula anoté: CHOLO. Volqué todas las sumas y sus respectivas fechas. Volví
a mirar al Cholo que se reía con sus amigos. Levanté el pulgar mientras les
dedicaba una amplia sonrisa. Después escribí bien visible a modo de
recordatorio:
DEUDA A COBRAR.
11 comentarios:
Muy buenooo, felicitaciones
Muy bueno 👏🏼
👏🏻👏🏻👏🏻
Exelente! me encanto.
Me encanto!
El cholo será el próximo Ri
El cholo será un nuevo RIPA y Ricardo el próximo Jorge
Buenísimo 👏
Seguí así. Me encantó
Me encantaron!! Seguiré leyendo
muy buenos!
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