A
la memoria de Oscarcito
El
barrio aún conserva cierta placidez que recuerda aquellas tardes tranquilas de
pueblo. Pese a que sorprende cada vez más seguido la imponente entrada de uno
de esos edificios con hall de vidrios blindados, vigilancia privada y cámaras
hasta en los maceteros; sigue manteniendo ciertos rituales de otros tiempos. El
saludo entre vecinos y algunas reuniones espontáneas para disfrutar de la
amistad. También perduran casas con jardines al frente, porches, galerías vidriadas,
amplios ventanales de doble hoja y una serie interminable de habitaciones que
dan sobre un patio con macetas con glicinas y no me olvides, sillones y una
enredadera que resiste (como la casa) el paso inexorable del tiempo.
Esa
tarde dejé el auto en el garaje como de costumbre. El uruguayo Washington lo
llevó desde la entrada hasta mi cochera y me trajo las llaves. Después me cebó
un par de mates amargos, con ese termo que parecía tener soldado a su axila.
Conversamos de fútbol, mujeres y política en ese orden y nivel de importancia.
Después de saludarlo rumbee las cuatro cuadras hasta mi casa. No disponía de
grandes lujos, pero tampoco motivos de queja. Mi vida era buena y estable.
Caminar
esas cuadras saludando conocidos, comprar alguna sorpresa para la cena, un
postre o el fiambre para una picadita. Llegando a casa recibía el aroma de una
salsa o la carne horneada con papas. Un barrio tranquilo excepto cuando los
Rolling Stones hacían su acostumbrada “última gira mundial” en el estadio de
River.
Doblé
la esquina, en la penumbra lo vi, un bulto tirado al lado del árbol. Gemía y
trataba de arrastrarse.
—¡Amigo!
¿Qué pasa?
—¡Hermano!
¡Me muero! —estaba pálido de muerte.
—¡Tranquilo!
—le quité la corbata y abrí el cuello de la camisa.
—Me
muero, hermano, el pecho…
Miré
buscando ayuda. Una sombra pasó a mi lado y huyó.
—¡Eh,
amigo! —el tipo cruzó de vereda.
Sentí
su mano apretando mi brazo. Yo no era de mucha utilidad. Además, me había
dejado el teléfono celular en el auto.
—¡Don
Oscar! ¿Qué pasa?
—¡Laura!
Este hombre está mal, llame a emergencias.
—¡Claro!
ya mismo voy.
—¡Ah!
Duele el cuello…
—Amigo
la ayuda está en camino, estoy acá —
¿De
qué le serviría el que yo estuviera a su lado?
—¡Ya
está Don Oscar! Traje agua.
—Gracias
Laura —tomé el envase, se lo acerqué a la boca—, despacio hermano…
El
centelleo de la baliza azul.
—¡Ya
están aquí!
Los
policías bajaron del móvil. Comenzaron a hacer anotaciones. Me erguí y fui
hasta los agentes.
—Buenas
noches, el señor está mal…
—Buenas
noches, ¿sí?
—¿Entonces?
—dije
—No
podemos tomar intervención hasta que llegue la ambulancia.
—Ese
hombre se muere…
—Sí
señor, la ambulancia está en camino.
—Ustedes
¿No pueden hacer RCP?
—No
podemos señor, tenemos órdenes.
Llegó
otro patrullero.
—¡El
hombre está mal! Necesita ayuda…
Se
acercó un policía obeso, de mayor edad.
—Buenas
noches señor. Se le informó que no se puede intervenir hasta el arribo de
personal idóneo…
Estuve
por decir algo más, pero volví al lado del hombre.
—¿Cómo
estás viejo?
—Peor.
¿Está oscureciendo?…
Otro
centelleo de luz verde anuncio la llegada de la ambulancia.
—¡Hola
amigo! ¿Qué nos está pasando?
—Duele,
la garganta…
—¿Cómo
se llama amigo? —el doctor era una persona de mediana edad.
—Francisco
¡Agh!
—¡Francisco!
¡Despierto! ¡No se duerma! —lo auscultó.
—El
pulso es muy bajo ¡No tengo un puto desfibrilador! —comenzó a dar golpes en su
pecho.
—¡Francisco!
¡Carajo! —daba oxígeno boca a boca. El camillero estaba expectante.
—¡Jorge!¡Epinefrina,
ya!
Jorge
además trajo un tubo de oxígeno.
Siguieron
los masajes cardíacos. Un golpe. Dos. Tres.
Oxígeno.
Un golpe. Dos. Tres.
—Ya
está —en un susurro.
—¿Ya
está? —preguntó Jorge.
—Ya
está, se me fue —el doctor estaba extenuado, los ojos rojizos. Había perdido
otra batalla.
—Vamos
Jorge.
Se
acercaron al grupo de policías. Comenzaron a llenar unas planillas.
—Señor,
por favor no se vaya —el agente tenía cara de chico.
—¿Qué
dice?
—No
se puede ir señor…
Le
recité un discurso sobre su inoperancia y las leyes absurdas que llevan gente a
la tumba. El sargento gordo se acercó de nuevo.
—¿Señor?
—Oscar.
—Oscar,
las leyes hay que obedecerlas y hacerlas obedecer. Estamos sobrecargados de
trabajo, con escasos medios, pocas ambulancias, mal equipadas. Esa es la
realidad ¿Sabe cuánta gente muere a diario?
—Sí,
pero…
—Déjeme
terminar Oscar. Va tener que esperar a que venga el fiscal de turno a tomarle
declaración. Eso puede tardar quince minutos o varias horas. Le sugiero que no
se vaya.
—Espero
¡No tengo otra solución!
Movió
la cabeza en signo que podría haber significado una afirmación o sólo
satisfacción.
Me
senté cerca del pobre Francisco. Alguien, piadosamente, lo había cubierto con
una lona oscura. Los curiosos nos rodeaban.
—¡Querido!
¿Qué pasó? —era mi esposa. Le explique la situación.
—Bueno,
te espero —dijo compungida— ¿Querés que te traiga un caldo caliente?
—No
tengo hambre.
—¿Necesitas
algo?
—No,
amor. Andá para casa.
Sobre
el capó de un auto habían puesto una vieja máquina de escribir Rémington
portátil. Seguían con sus planillas oscuras.
Estaba
arrepentido. Había refrescado necesitaba un pulóver. Ya era tarde.
—Disculpe
señor —el tipo era pelirrojo y pecoso.
—¿Sí?
Muchacho
—¿Podría
hacer alguna declaración?
No
vi ningún vehículo de la televisión o la radio.
—No
señor, soy estudiante de periodismo, vivo a pocas cuadras…
—Y
esta muerte te sirve para tu tesis intitulada: cómo un boludo se mete en
problemas por ayudar al prójimo.
Se
me quedó mirando, estaba algo confundido. No lo ayudé a salir de su desconcierto.
El
fiscal llegó. Me hizo darle una versión completa de los hechos. Aclaró que me
llamarían un par de veces más, que tendría que comparecer ante los tribunales.
Me despidieron.
Francisco
fue tragado por el portón trasero de un oscuro vehículo mortuorio.
El
estudiante de periodismo se alejó con un grupo de entrometidos.
Los
patrulleros y la ambulancia desaparecieron en la noche, igual que los curiosos.
Quedé
solo en la penumbra.
Tenía
una necesidad impostergable: una ducha tibia.
Sacar
el olor a muerte de mis poros.
4 comentarios:
Por suerte Francisco tuvo a Óscar para no estar solo en ese momento.
Todos tenemos un Oscar en momentos oscuros.
Hermoso Arte
Muy bueno
Muy bueno!
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