jueves, 7 de septiembre de 2023

Si la muerte me rozara

 

Año 1977, Buenos Aires, Argentina…

Por esa época, contaba con flamantes veintiún años. A diferencia de la mayoría de los jóvenes de entonces, yo no perseguía utopías políticas ni sociales. Mis preocupaciones pasaban por conseguir una chica para el fin de semana, tener actualizado mi vestuario y saberme los pasos de moda. Tal vez esa inconciencia, o algo de suerte, me hayan ayudado a salir indemne de ciertas situaciones. En ese momento no me daba cuenta, lo cerca que estaba el peligro. Luego con los años, y analizando, me di cuenta de esos indicios en los cuáles no había reparado. Pensaba:

—¿Cómo no me di cuenta antes?

Pasando por el frente de un garaje y taller de colectivos en Floresta. Al poco tiempo en ese mismo lugar se veían cambios notables. Sin vehículos a la vista. Las ventanas tapiadas con ladrillos y cemento.  Los alambres de púa coronando los muros. Con impudicia, a plena luz del día.

—¿Cómo se me pasó?

Mi primer contacto con el horror, quedó imborrable en mi subconsciente. Luego pasé por otros momentos difíciles, pero ninguno igualó aquella sensación de desamparo y desesperación. Por dar un par de ejemplos: una noche en Merlo estuve ayudando en la quema de libros comprometedores de unos amigos. Entre otros títulos: “Historia de la Revolución de Octubre”. Pese a que jamás había leído ese material, estaba en el medio de la fogata, con la policía al caer en cualquier momento.

En otro momento, sobre el fin de la dictadura, colaboré con una revista subte. Con varios artículos bastante feroces y los firmé sin seudónimo. Otro gesto de inconciencia, pagado con mi buena suerte.

Aquella tarde estaba parado en la esquina de avenida Belgrano y Paseo Colón. Justo en la entrada del Teatro Colonial. Me cansé de esperar una cita que jamás se concretaría. Ella trabajaba en el edificio de IBM y ese día tuvo que quedarse a hacer unas horas extras. Yo lo ignoraba.

—¡Buenas!, ¿Estás trabajando?

El tipo se paró enfrente de mí. Vestía un traje gris algo arrugado, camisa y corbata.

—¿Trabajando?

—Si, pibe… ¿Sos de coordina?

—Yo hace rato salí de trabajar—dije confundido.

Dos tipos más aparecieron. Uno se paró a mi costado derecho, el otro se apoyó sobre el capó de un auto estacionado. Tenía un yeso en el brazo izquierdo, el saco abierto y la culata de un arma que asomaba. Parecía una Browning 9 mm.

—Pibe, si estás trabajando para alguien, mejor andate. Esta zona la cubrimos nosotros… esto te puede costar un sumario…

—No trabajo para nadie—comencé a comprender algo. Instinto de conservación que le dicen.

El tipo me pidió mi cédula, mientras me mostraba un cartón anaranjado plastificado, que decía Servicio de Inteligencia de la Armada.

—¿No trabajas para coordina, vos?

Un rayo de entendimiento me cruzó la mente.

—Yo no trabajo para Coordinación Federal, ni para la policía—entonces agregué—, pero mi viejo si, era de la Federal…

—¿Tu viejo? ¿Cómo se llama?

—Sargento primero Ricardo Faustino Benítez, Departamento Central de Policía, Guardia de Infantería, segundo jefe, Plana Mayor—recité tratando de no equivocar ningún dato.

Se me quedó mirando. Yo tenía la sensación, que dijera lo que dijera o hiciera lo que hiciera; todo sería inútil. Me querían llevar. No me creían. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Pensé en el trabajo, en mi vieja preocupada por mi ausencia. Me imaginé en un Ford Falcón sin marcas distintivas hacía algún lugar donde me tragaría la oscura noche del recuerdo.

Estaba por suplicar que me escuchen, cuando oigo que el tipo dice:

—¿A tu viejo le dicen Oso?

—Si…

—Muchachos, vengan, está todo bien. El pibe es hijo del Oso Benítez ¿Se acuerdan?…

Los otros dos se acercaron sonrientes.

—¿Sabés qué? Tenés pinta de poli, vos.

—Trabajo de mozo en La Perla de Flores, por eso el pelo corto—dije, mientras exhalaba un silencioso suspiro.

—Pibe, está zona es restringida. No es bueno que estés aquí. ¿Y tú viejo?

—Murió en el 69…

—¡Ah!... ¡qué lástima!… era un buen elemento. Duro y enérgico…

Así seguimos charlando como viejos camaradas. Me devolvió la cédula. Luego de saludarlos, me alejé caminando lo más despacio posible. Algo me decía que no era bueno apurar el paso.

En ese momento, un ómnibus inglés Leyland de la línea 2, pasaba por  la esquina. Lo tomé sin que se detuviera. Saqué mi boleto y me desplomé en un asiento.

El corazón tardo un rato en serenarse. El sudor frío me caló hasta el alma.

Y eso que aún ignoraba ciertas cosas.

Cosas que se murmuraban por lo bajo. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cuando tenía 10 años hacia ido solo al dentista. A la vuelta, estaba esperando el colectivo en puente La Noria cuando se acercó un tipo que se identificó como policía mientras me mostraba una placa en una billetera de Ciro. Me pregunta de dónde vengo a a dónde voy y le cuento. Termino de contarle y me dice canina conmigo. Para hacerla corta me pide plata o sino me iba a llevar a la comisaría. Entiendo lo mal que la paso el hijo del oso Benitez...