Instrucciones para el sepelio de una mula
—¡Buenos días
Jeremías! ¿Tomás una taza de café? —dijo Gabriel, con cara del que ha pasado la
noche de guardia.
—No gracias, vengo
del bar, me voy arriba a acomodar las cosas.
—Bien, todavía falta
para que lleguen los demás —respondió con un bostezo— ¡Ah! hay dos nuevos
arriba.
—Okey., luego nos
vemos —respondió Jeremías.
Se puso la bata
blanca y el barbijo. Entró en la sala fría recubierta con azulejos blancos. El
piso era de mosaicos grises y todo el lugar daba sensación de asepsia. Ahí en
el medio de la habitación estaban los dos nuevos. La primera, una muchacha de
unos veinticinco años. El tono bilioso de la piel y el color morado de los
dedos mostraban un poco prometedor caso de muerte natural. Tal vez una afección
cardiaca. Comenzó a trabajar en el cadáver. En unos instantes la había lavado y
hecho una cosmética especial. Luego trajo un ataúd y la acomodó. El cuerpo era
un poco largo, pero no había necesidad de quebrarle ningún hueso para que entrara en el cajón estándar pagado por la obra
social. Le acomodó la mortaja y llevó el féretro hasta un rincón; la tapa la
dejó apenas apoyada.
El otro tipo era
enorme. Unos 120 o 125 kilos, a lo menos unos
Tomó el maletín y extrajo una caja
plateada con instrumental quirúrgico. Además, unos de los libros con que
estudiaba patología.
Su mujer le tenía
por un don nadie. Un burócrata de la muerte. Un tipo que lo único que había
hecho en los últimos veinte años era embalar cadáveres. ¡Pero él le iba a
demostrar cuando se recibiera de médico forense!
Jeremías se tomaba
ciertas libertades en su trabajo. Por ejemplo, cuando higienizaba los
cadáveres él realizaba
prácticas. Cortes, suturas y extracciones de tejido. Aquel hombrote daba para
el estudio.
El tajo era un trabajo
profesional, hecho con un cuchillo de supervivencia como el que usan los
comandos. El filo había quedado hacia arriba y el corte fue ascendente. Esto se
veía en la forma de la herida. El corte superior era limpio y profundo, en la
parte inferior del tajo había desgarros producidos por la forma aserrada que
tienen esos cuchillos en la parte superior.
Tomó el bisturí, unas
pinzas quirúrgicas y las dispuso en la mesa auxiliar. Con sus manos enguantadas
puso el cadáver de costado en el lavatorio. Luego realizó una incisión casi
sobre el esófago. Miró la hora, aún tenía tiempo antes que llegara alguien. Las
tripas estaban anegadas de sangre. El hombre era del tipo que suele ser
colorado y rubicundo, pero tenía una extrema palidez. No sólo había perdido sangre por el tajo, sino que las
hemorragias internas habían terminado con cualquier intento que hubiera hecho
por salvar su vida.
Hundió las manos
cerca de la glándula biliar y luego palpo lo que le quedaba de hígado. La
cuchillada le había interesado el órgano y parte de los intestinos. Seguía
Jeremías revisando, cuando sintió algo duro en la bolsa estomacal. Trató de atraparlo;
pero sus dedos resbalaron en la gelatinosa cavidad.
Jeremías palpó en
las cercanías del duodeno, ahí estaba. Con cuidado hizo una incisión en la muscularis
mucosae. En sus dedos apareció un paquete como envuelto en celofán. Lo puso
bajo la canilla y lo limpió, dentro se veía un polvo blanco, como maicena. No
era ningún comestible. Él supuso saber de que se trataba.
“¿Cocaína? Pero esos cristales no parecen de
cocaína” —pensó escéptico.
Volvió a hundir
las manos en el estómago. Empezó a extraer más cápsulas. Eran casi dos docenas,
calculó que sería algo así como medio kilo. ¿Qué iba a hacer ahora?
—¡Jeremías! —la voz de Gabriel
en el descanso de la escalera— ¿Está lista la muchacha?
Tomó la sábana que
antes cubría a la chica, hizo un bollo y lo introdujo en el tajo del cadáver
del tipo. Luego tomo otra sábana y lo cubrió.
—¡Si! ¡Ya está! —respondió
jadeante.
—¡Epa! ¡Que
trabajo hiciste con la muchacha! —dijo admirado Gabriel.
Tomaron la tapa y
la aseguraron con sus herrajes al cajón. Luego lo llevaron a la cinta transportadora
para trasladarlo al subsuelo, de allí al furgón que lo depositaría en el
velatorio.
—¡Ah! ¿Cuánto te
falta para el holandés?
—¿El holandés?
—Ese tipo —dijo señalando
el cuerpo enorme en la camilla.
—Más o menos, este
—dudó Jeremías—, una hora
—¿Seguro?
—¡Seguro! Ya mismo pongo manos a la obra.
Jeremías tenía las ideas amontonadas.
—¡Los paquetes! —se dijo con desesperación— ¿Los habrá
visto Gabriel?
Ahora ya no tenía importancia. Se sentó y miró sonriente la
caja refrigeradora que estaba frente suyo, ya tenía una solución para ocultar
el botín y despachar al holandés.
Lo primero era hacer su trabajo. Y por mucho que pesara el
muerto, él haría aquello sin ayuda.
Jeremías aún no lo sabía, pero las decisiones y las acciones
que estaba tomando cambiarían en menos de veinticuatro horas todos sus ritos y
rutinas.
Él era uno de los pocos que conocían una técnica
relativamente nueva en el país. La tanatopráxia.
Él se encargaba de acondicionar los cadáveres para viajes de traslado. Sin
necesidad de refrigerarlos. Simplemente les quitaba las secreciones y humores internos
y trataba el cuerpo y las vísceras con espermicidas y germicidas. Por último,
realizaba un arreglo cosmético y lo acomodaba en el ataúd; ya listo para
despacho.
Aunque no tenía ganas de almorzar cruzó al bar. Se sentó en
la mesa usual.
—¿Doctor, le traigo el cortado
mitad y mitad? —preguntó Ricardo diligente.
—No, traeme una ginebra…
El mozo lo quedo mirando intrigado. Ese era el primer
cambio imperceptible en la
conducta
de Jeremías. Hacía años que no tomaba alcohol.
—¡Ricardo! ¡Otra ginebra!
—Si, doctor.
Hacia mucho tiempo que había desistido de la idea de
explicarle a Ricardo que él no era doctor, todavía. Cuando volviera el mozo
tenía otro favor que pedirle. Una vez habían hablado de una banda de chicos
drogadictos. Uno trabajaba en el bar de lavacopas, tratando de llevar una nueva
vida. Ahora estaba limpio; pero seguía en ese barrio pesado, y con sus amistades peligrosas.
—Doctor, la ginebra —Ricardo miró asombrado mientras la
tomaba de un trago.
—Ricardo, necesito un par de favores.
—Sí doctor, para lo que guste.
—Primero necesito que me guardés esto un par de días —sacó
la caja de metal con el instrumental quirúrgico, retiró un bisturí que se
guardó en el saco y luego se la entregó en custodia.
—Lo voy a llevar al cofre donde guardo mi ropa de calle
—dijo Ricardo—, en el vestuario.
No tardó demasiado en volver. Jeremías le pagó las ginebras
y le dejó el vuelto.
—Ricardo, otra ginebra —ordenó cuando se iba— ¡Ah! Quiero hablar
con el chico… ¿cómo se llama?
—No se lo dije, doctor —Ricardo lo miró con severidad— ¿para
qué quiere hablar con ése?
—Tengo, tengo que…—“¿què
se me puede ocurrir?”, pensó— hacer unos arreglos —“¡Eso!”—, y necesito unos albañiles baratos… entonces yo pensé…
—Doctor, a éstos no les gusta el trabajo pesado —quiso
aconsejar Ricardo—, usted no
tendría que…
Jeremías se sorprendió de su propio tono de voz al
interrumpirlo:
—¡Ricardo! Quiero hablar yo con el chico, no te pedí tus
consejos ¿entendido?
—¡Si doctor! —retrucó servil— Ya voy.
—¿Cómo se llama?
—Chelo, le decimos el Chelo.
El muchacho se acercó a la mesa mirando desconfiado en
todas direcciones.
—Hola ¿vos sos el Chelo? —dijo Jeremías sonriente— Vení
sentate aquí.
El chico se sentó y miró alrededor. No estaba nada cómodo.
—Mirá Chelo, no te voy a andar con vueltas —hizo una pausa
intencionada—, si yo tuviera medio kilo de heroína de máxima pureza
¿encontrarías comprador?
—¡Yo señor, no se nada! ¡Estoy limpio! —se desesperó el muchachito— Hace mucho que
no tomo.
—¡No seas estúpido! ¡Tranquilizate! —otra vez empleó un
tono de voz autoritario que jamás había utilizado—. Yo tengo, aproximadamente,
medio kilo de dama blanca, que parece
de la buena, si me conseguís comprador una parte del pago es tuya ¿sí?
Jeremías había reconocido el tipo de droga por los
cristales parecidos al azúcar, y con el Chelo utilizaba el nombre de su jerga. El
chico parecía más tranquilo o la codicia podía más que todas sus aprensiones.
—¿Cuánto se puede obtener?
—Cincuenta mil
—¡Cincuenta mil pesos!
—dólares —susurró el Chelo—. Esa mercadería en la calle, ya
fraccionada, vale entre seiscientos cincuenta y setecientos cincuenta mil euros
Cincuenta mil dólares. Una fortuna para Jeremías. Una
fortuna para cualquiera.
El chico estaba procesando la información. Lo miró a los
ojos y le dijo:
—Tengo que hacer unos llamados, no es fácil encontrar
comprador.
—Te voy a esperar acá —dijo Jeremías decidido.
Ricardo los miraba con gesto de desagrado.
—Doctor, a éstos no les gusta el trabajo… son vagos.
Jeremías se cruzó los labios con un dedo. El otro se calló.
Chelo estaba de vuelta.
—Mañana al mediodía nos lleva al lugar donde está…
—¡No! Tiene que ser un lugar neutral —Jeremías habló con
seguridad—, que llamen acá y acordamos el lugar de la entrega.
Ricardo se aproximó y se quedó mirándolos. Jeremías para
disimular, saco una tarjeta y se la dio al Chelo:
—Esta es la dirección, mañana al mediodía ¿está bien?
El muchacho tomó la tarjeta y dijo:
—Si, está bien doctor.
—¡Me parece que se amontonan las copas! ¡Chelo! —gritó
Ricardo.
—La culpa es mía —dijo Jeremías mientras le daba unos
billetes—, para la ginebra, y dejá el vuelto. El gesto del mozo se dulcificó.
Jeremías cruzó a la funeraria. El cadáver del holandés ya
había sido despachado al Aeropuerto
Internacional de Ezeiza y de allí a Ámsterdam.
Terminó algunos asuntos pendientes y al
cumplirse el horario salió rumbo a su hogar. De paso entró en el supermercado
coreano de la cuadra. Compró una botella de vino selección y un pedazo de queso
gruyere.
Su esposa estaba mirando la telenovela. Cuando entró dio
vuelta la cabeza y dijo sin mayor interés:
—Hola
¿cómo estás?
—Bien —daba lo mismo—, voy a la cocina, no te molesto.
—¿Qué? —preguntó con gesto agrio— ¿Ahora se te dio por el
vino?
Los cambios en Jeremías seguían:
—¡Si! ¿Y qué?
Tal vez haya sido por el tono de la voz o por su gesto.
Ella estaba belicosa como de costumbre, pero calló y siguió mirando su programa
preferido.
Una vez en la cocina, Jeremías busco una copa y algo con
que destapar la botella. La copa no le dio demasiado trabajo. Para destapador
utilizó el bisturí que se había guardado. Con el mismo cortó el queso en
pedazos y agregó algunas rodajas de pan viejo. Bebió el vino despacio, mientras
picaba el queso. Hacía años que Jeremías no estaba satisfecho consigo mismo. En
aquel momento sentía algo muy cercano a la alegría, se sentía dueño de la
situación y de su propia vida.
A la mañana siguiente se despertó aún en la cocina. Se
había quedado dormido en la silla. Miró la hora, iba con atraso. No se podría
duchar. Se refrescó un poco el rostro en el lavabo, se echó un poco de perfume,
se acomodó el traje y salió.
No le sobraba el tiempo; pero su parada en el bar era
sagrada.
—Doctor, buenos días —lo recibió el mozo— ¿vio el
noticiero?
—No, no tuve…
—Espere, escuche doctor.
Una placa roja con letras blancas:
CASO DE NECROFILIA
CAMINO A EZEIZA.
Y la voz vibrante del locutor anunciando:
“Como adelantamos fue
encontrado un cadáver dentro de un furgón funerario camino al Aeropuerto
Internacional de Ezeiza… el furgón estaba abandonado con su macabra carga mortuoria.
Al cuerpo le extrajeron íntegro el estómago… las autoridades se encuentran
desconcertadas… hay más informaciones…”
Jeremías estaba pálido y preocupado. Tanto que no terminó
el cortado y cruzó a la funeraria.
Armando estaba conversando con dos hombres de traje y
aspecto severo.
—¡Jeremías! Los señores son de la policía, quieren hablar
con vos.
—¡Si, por supuesto! —Jeremías fingió una jovialidad que no
sentía— Antes ¿puedo hablar un segundo con vos?
—Si, ya vuelvo señores.
—Armando, estamos en problemas —estaba tratando de hablar
con calma—, el cadáver del holandés ¡Al tipo lo mataron! ¿Dónde está el
certificado de defunción? ¡Ahora esta cagada del furgón!
—Tranquilo —sonrió Armando—, este asunto está arreglado. No
le conviene a nadie hacer demasiadas preguntas, ni siquiera la policía
—¡Mejor que lo arreglés! —aulló Jeremías—, no quiero
terminar en cana por un asunto tuyo ¿okey?
Armando lo tomó del brazo y le dijo:
—Jeremías, quédate tranquilo. Acá hay gente muy importante
involucrada en este asunto ¡No va a pasar nada!
—Pero esos tipos…
—Vos sólo deciles que le hiciste al cuerpo —Armando bajó la
voz—. Estos no nos van a dar trabajo. Después vamos a tener que dar
explicaciones a otros tipos más complicados
Jeremías estuvo un buen rato con los policías. En realidad,
todo era muy rutinario, todavía los tipos no estaban lo suficientemente
suspicaces. Tal vez en la próxima visita fueran más agresivos. Quizá no les interesara
averiguar más de lo necesario.
—Bien, amigo, puede que lo necesitemos de nuevo, usted sabe
como son las formalidades
—¡Acá voy a estar! Para lo que necesiten.
Los acompañó hasta la puerta y luego que se fueron volvió con
Armando.
—Armando, me siento un poco mal, te quería pedir…
—¿Permiso para irte? ¡Claro hombre! Andá nomás —Armando
mostró su sonrisa lobuna—, y lo que te dije, quizás tengas que explicarles a
unos conocidos míos qué le hiciste al cadáver ¿sí?
De todas maneras, estaba intranquilo. ¿Quiénes serían esos
tipos?
Pasó por el bar para ver que pasaba con el Chelo.
—Ricardo ¿lo llamás al Chelo?
—Hoy no vino a trabajar ¡le dije doctor, son vagos!
Ricardo se dio vuelta para atender el teléfono que sonaba
en la barra.
—Doctor, es para usted-
Jeremías tomó el auricular algo confundido.
—Si…
—Hola, papá, somos los albañiles —la voz sonaba
curiosamente molesta—, estamos en tu casa ¿venís con la mercadería?
—Si, entiendo —Jeremías puteó en silencio, puteó su suerte,
puteó al tipo del otro lado de la línea y puteó la puta idea que había tenido
de darle la puta tarjeta a ese puto pendejo.
—Papá, no nos vas a cagar ¡Porqué te hacemos un desastre!
—¡Y te quedas sin nada! —otra vez Jeremías con su fiereza
reprimida—. Le tocás un pelo y tiro todo al inodoro ¡boludo!
—¡Pará gil! ¿Sabés con quién estás hablando?
—Con un pendejo drogadicto —dijo con frialdad—, quiero
hablar con mi esposa.
—Ya te paso ¡señora! —gritó contrariado
—¡Pero, Jeremías, ¡me hubieras avisado! —era ella sin
dudas, viviendo en una nube de incomprensión—, está todo hecho un desastre como
para recibir visitas y…
—¡Callate! ¡Escuchame! —la hizo callar—. Vos tranquila, no
tengo tiempo para explicar nada, ya voy para allá, pero quedate en el
dormitorio.
—¿Todo bien, jefe? —preguntó el cabecilla.
—Todo bien —murmuró Jeremías—, no te mandés ninguna cagada,
voy con eso.
No le sobraba el tiempo, llamó a un taxi.
Al llegar a su casa uno de los tipos le abrió la puerta. En
total eran tres, que como los había imaginado, llevaban remeras sueltas,
gruesos collares, gorras de béisbol y tatuajes desde el cuello a los tobillos.
El Chelo brillaba por su ausencia.
—Nosotros cumplimos, la dejamos tranquila a la vieja —habló
el más alto— ¿Y vos?
—Jeremías, que suerte que llegaste —la mujer irrumpió entre
ellos—, los muchachos ¿les explicaste el trabajo que tienen que hacer?
La tomó del brazo, con una furia inusual, y le dijo:
—¡Te dije que no salieras del dormitorio! Ahora yo me voy
con los muchachos y podés ver tu programa de televisión ¿entendiste?
Sumisa, sin preguntar, confundida, se fue al dormitorio.
—¿Y papá? ¿La merca?
—¡Mirá, pedazo de mierda, yo no soy tu papá! —respondió
fuera de si—. No la traje.
—¡Pero, gil! Te vamos a hacer boleta a vos y a la vieja…
—¡Escuchá bien! —el gesto fiero de Jeremías detuvo al tipo
que parecía el líder—Ahora nos vamos de acá y los llevo a dónde está la droga,
la tocan a ella y no ven un gramo.
—Está bien, vamos.
Los cuatro salieron y cruzaron la calle hasta un Ford Falcón desvencijado. El jefe se
sentó al volante y Jeremías atrás con un mono de cada lado.
Un tubo negro y grueso de metal entró por la ventanilla del
conductor y se depositó sobre la sien del tipo. Otros dos silenciadores
entraron por las ventanillas traseras.
—Bien muchachos, gracias —dijo un tipo canoso de lentes
ahumados—, ahora nos hacemos cargo nosotros ¡vos bajá!
Jeremías pasó por encima del tipo de la izquierda, una vez
fuera del auto una mano vigorosa lo tomó del cuello y lo llevó hasta un Honda plateado. Mientras se alejaba
escuchó las explosiones apagadas de las armas. Una especie de ¡Plop!, seguidas
de otros ¡Plops! Un último y definitivo ¡Plop!
Los cuerpos se retorcieron por los impactos, un líquido
purpúreo manchó los paneles laterales, el torpedo y salpicó los vidrios.
Jeremías estaba de nuevo igual que antes, sentado atrás con
un tipo de cada lado, pero en un automóvil más lujoso. Uno de ellos se sentó adelante, el canoso de
gafas oscuras, se dio la vuelta y le habló:
—Nosotros somos los dueños del paquete, ya hablamos con
Armando ¿entendés porqué estamos acá?
—Entiendo.
—Queremos el paquete —habló con voz grave e impersonal—,
nadie tiene que salir lastimado. Somos profesionales, no como esos chicos.
—Claro —dijo Jeremías resignado.
—Incluso, podrán morir de viejos y pensar en esto como una
anécdota —el tipo se sacó los lentes— ¿La tenés?
—La tengo.
—¿Dónde?
—Vamos a la funeraria.
—¡Me estás jodiendo! —dijo el tipo con falsa calma.
—No jodo con algo tan delicado —respondió Jeremías con la
misma calma—, a la funeraria.
Llegaron ya pasada la hora de cierre.
—Voy a pegar un vistazo —dijo uno de ellos—, capaz que está
la policía o los periodistas jodiendo.
. Jeremías era del personal de confianza, tenía antigüedad
en la firma. Por lo tanto, disponía de un juego de llaves. Abrieron, pero no
prendieron las luces, sólo utilizaban una linterna.
—¿Por dónde?
—A la sala mortuoria.
Jeremías no era el mismo de antes. Ya jamás lo volvería a
ser. No estaba cohibido ni asustado. Estaba esperando su oportunidad, Hasta
había acariciado el mango del bisturí, dentro de su saco, en un par de
ocasiones.
Aquella parecía una buena oportunidad. Los tipos duros, los
asesinos que venían a buscar la mercadería sin importarles nada, parecían
tenerles miedo a unos fríos cadáveres. Le
había parecido, o creyó verlos titubear antes de entrar en la sala oscura dónde
reposaban un par de amasijos de materia inerte cubiertas por sábanas. Pateó un
cubo de papeles de metal que cayó con estrépito, el haz de luz de la linterna
le abandonó unos instantes. Entonces asestó el golpe, un tajo limpio al cuello
de uno de los tipos. Se oyó el porrazo pesado del cuerpo contra el suelo. Luego
como un sonido burbujeante y agónico, del que se ahoga en su propia sangre.
Arrojó un golpe y la linterna voló por los aires. Entonces un par de fogonazos
anaranjados hirieron la oscuridad. Jeremías había tratado de huir; pero no lo
consiguió. Dos hierros candentes se hundieron en sus músculos, un dolor insoportable
le iba desgarrando las células una a una, hasta que se desmayó.
Cuando Jeremías volvió en sí, lo primero de lo que tuvo
conciencia fue de la oscuridad y el frío atroz. Su hombro derecho le dolía
horrores. Trató de incorporarse, pero su cabeza golpeo con algo muy duro.
Entonces se movió a un lado. Esta vez tampoco pudo zafar del lugar en el que
estaba. Del otro lado también había una pared. Parecía estar dentro de una
bañera. Rebuscó en el bolsillo y sacó un encendedor.
¡Estaba dentro de uno de los cajones del refrigerador!
El asesino le había dado por muerto y lo había guardado
ahí.
Jeremías sabía que si mantenía la calma podría salir.
Todavía tenía el bisturí. Iluminándose con el encendedor empezó a trabajar en
la traba del cajón, hizo un poco de fuerza y libró la pestaña. Luego empujó y
el cajón se deslizó sobre los rieles. Dos centímetros. A lo sumo tres. Volvió a
probar, nada. No se movía. ¡La maldita camilla!
A unos pocos pasos, en otro cajón mortuorio, el cadáver de
un muchacho con el cuerpo lleno de heroína pura esperaba turno para ser
cremado.
2 comentarios:
Bellísimo
Bravo, viejo!!!! Saludos desde España, de un Uruguayooooo
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