Sinfonía inconclusa para piano y mar

Nuestra isla tiene cierta tradición y un pasado de esplendor como Astilleros Reales de la Marina. Aún en la actualidad uno de los motores de nuestra economía es la maquinaria pesada naval. Los astilleros son nuestra principal actividad y orgullo. También nuestras planicies; ricas en vegetales, granos y, por supuesto, en ovejas. Sin ellas no tendríamos nombre. 

Nuestra principal ciudad es Scheernes-on-sea. La isla está ubicada a 30 millas náuticas de la boca del Támesis, al sureste de Inglaterra. Nos separa del continente el estrecho The Swale, dónde existe el segundo de los puentes ferroviarios basculantes (que combinan las sólidas columnas de concreto con tramos de vías rebatibles) en el mundo: el Kingsferry. 

Uno de los más destacados hijos de estas tierras fue: Joseph M. William Turner; pintor quien nos inmortalizó en un óleo sobre lienzo del año 1807, cuyas generosas medidas son aproximadamente de metro y medio por un metro y lo bautizó con el original título de: "Scheernes y la Isla de Sheppey". El otro es Robert Shurland, cuyos restos tienen un piadoso descanso en nuestra Iglesia y Ministerio de finales de la séptima centuria. Robert, tal vez sin desearlo, es uno de los personajes del relato de R. H. Barham's "Ingoldsby Legends". 

Cuenta la dorada leyenda que hacía el siglo XIV, Sir Robert Shurland mató a un monje de una manera jamás aclarada. Es así que el caballero decide pedir el perdón del Rey. Corría el año 1327 cuando Sir Robert, montando su caballo llamado “Grey Dolphin”, va al encuentro del Rey Eduardo II, cuyo navío estaba anclado en Sheppey Island, y obtiene el perdón real. Al regreso el señor Shurland tiene un encuentro con una bruja adivina. Esta le profetiza que el caballo que monta será la causa de su muerte. Sin importarle los servicios que con valentía le había brindado tan noble equino, ordena cortar la cabeza del pobre “Delfín Gris”. 

Un año más tarde Sir Robert Shurland caminaba a orillas del mar, por el sitio donde habían sacrificado al animal, cuando un casco de caballo con su hueso le perfora un pie. La sangre se le envenenó y nada se pudo hacer para evitar que se cumpliera lo vaticinado.

Siguiendo con Scheernes, es una ciudad frente a otras dos urbes en el continente: Gillingham y Sittingbourne. En una época fue una importante base naval creada en la decimoséptima centuria para rivalizar con Rótterdam y Amberes, como un estratégico puerto de aguas profundas. Pese a que la mayor parte del año el clima es variable y brumoso, nuestras playas son muy apreciadas como lugar de veraneo. A las actividades de la Armada Real le debemos agregar, además la pesca y las historias de su gente de mar ruda y tosca.  

Nuestros ritos tienen poco que ver con los que se practican en, por ejemplo, Picadilly Circus o Nothings Hills. La hora más importante del día para nosotros no es el té de las cinco de la tarde. El lugar de encuentro y amistad es en el pub. Tomamos nuestras pintas de buena cerveza espesa y oscura, charlamos a los gritos con un acento cerrado bastante similar al cooknie, arrojamos los dardos sin jamás hacer un blanco decente y contamos historias improbables de mares bravíos, peces mitológicos y navíos fantasmales acechando tras la bruma. 

 Las leyendas más celebradas tenían que ver con naves de guerra. Por ejemplo, en una ocasión un motín puso en peligro a los civiles de la isla. Se los conoció como los amotinados en “The Nore.” En ese fuerte se desató un reclamo por las condiciones de trabajo de los marinos de la Royal Navy, entre sus demandas estaban los bajos salarios, las pésimas condiciones sanitarias y, lo más importante, que debido a las carenas de cobre el mantenimiento de los buques en puerto era menor, por lo tanto, pasaban más tiempo embarcados lejos del solaz y el descanso de tierra. 

Uno de los muchos barcos fantasmas era el "SS Richard Montgomery" que encalló en nuestras costas con su carga letal (1400 toneladas de explosivos con sus respectivos fulminantes) Había zarpado en agosto de 1944 del puerto de Hog Island, Filadelfia y viajó por el río Delaware hasta el estuario del Támesis, donde esperaba la orden para viajar con un convoy al puerto de Cherbourg, ya en manos de los aliados. El barco norteamericano, cuyo nombre se debía al recordatorio de un general de origen irlandés muerto durante guerra revolucionaria americana, se quedó dormido en nuestras costas. Ojalá jamás despierte ni él ni su carga. Historias más truculentas aún se remontan al tiempo de los Vikingos, allá por el año 664 Antes de Cristo, cuándo llevaban a cabo pillajes, secuestros, violaciones y asesinatos. El dominio de los romanos fue por corto tiempo, pero no menos brutal, ni menos rico en leyendas. 

Pero sucesos extraños también ocurrían por nuestros días. Una historia, la más reciente, aún no tiene una resolución razonable. Pero mejor comienzo por el principio. 

Aquella era una mañana inusualmente soleada y límpida. La mayoría de las casas de la isla están hechas de piedra con techos de pizarra. La nuestra era de madera. Pues bien, no sólo los navíos necesitaban cada tanto un mantenimiento y su calafateado. Las casas que están expuestas al viento marino, al salitre y la humedad y son de madera necesitan una especial atención. 

Estaba sobre mi escalera trabajando con una espátula. Removiendo la sal marina junto con las costras de pintura descascarada. Luego de este proceso, se aplica un agente para ablandar lo que queda de pintura y se lija en profundidad. Después se pasa una pintura especial contra los insectos que carcomen el maderamen. Por último, la pintura. Que Mrs. Milicent había decidido que fuera verde oscuro. 

Bien inglés, nada irlandés.

Entonces estaba con mi espátula en pleno trabajo, cuándo paso el Rover de la policía rumbo Garrigan`s Beach. El pueblo aún conserva su aire rural, con calles de tierra. En las ocasiones en que llueve seguido (casi siempre) el único medio de acceder a los parajes alejados es con estos vehículos todo terreno. 

Bien, me estoy distrayendo otra vez de mi relato. Desde mi posición privilegiada pude ver en la playa un movimiento inusual de gente, sobre todo en nuestro tranquilo pueblito. Bajé de la escalera y dejé la herramienta. Avance en dirección al gentío, caminé a buen paso las dos cuadras que me separaban. 

Entonces lo vi por primera vez. Era un muchacho altísimo, desgarbado, rubio y de ojos claros. Su imponencia física no ocultaba cierta delgadez. Estaba vestido y calzado, pero completamente empapado como si recién lo hubieran sacado del mar. Tal vez debido a esto, o vaya a saberse por qué otro motivo, al verlo uno tenía un sentimiento dual. Por un lado, la admiración por su físico privilegiado, por el otro daba una sensación de vulnerabilidad y fragilidad. 

Los pueblos costeros tienen la peculiaridad de que sus habitantes se conocen desde siempre. El cartero, que aún hace el reparto en bicicleta nos conoce por nuestros nombres o apodos. Si llega algún forastero nos enteramos casi de inmediato. Nadie conocía al muchacho. Nadie sabía de él, por lo menos no antes de aquella mañana. 

Se lo llevaron a la comisaría, para luego derivarlo al hospital. 

A la noche en el pub, comenzarían las especulaciones. 

 —¡Ey! ¡Pete! ¡Por aquí! ¡Por aquí!

—¡Marc! ¡Trae dos pintas por aquí! 

—¿Te has enterado lo del naufrago? 

—¿Dónde fue el naufragio? 

Donald, el mayor de todos, decidió tomar la palabra. Lo miramos expectantes: 

—Muchachos, calma, calma muchachos —comenzó su informe—. Les voy a contar lo que pude averiguar, que no es mucho. El muchacho todavía no se sabe quién es, no ha habido ningún reporte de naufragio y tampoco nadie recuerda haberlo visto antes en el poblado. Lo que es peor no habla. 

—¿Está mudo? —repreguntó Marc. 

—La adorable Mrs. Peabody, que trabaja en el hospital, me dijo que parece sufrir de amnesia —siguió explicando Donald—. Parece que mañana van a venir algunas personas que dominan otros idiomas para estimularlo. La gobernanta, Ms. Molly le habló en francés, pero el tipo no responde nada de nada. 

—Esto es lo extraño —acotó Pete sin agregar ningún tópico a la discusión. 

—Los médicos le han provisto de papel y lápiz, para ver si escribía algo. Lo único que hizo fue un dibujo de un piano. 

—Debe de estar loco, seguro que intento suicidarse y fracasó —dedujo Marc. 

—Mañana le van a traer un piano al hospital —respondió Donald—. A ver que sucede. 

Así quedamos intrigados hasta la noche siguiente. 

Yo seguía bregando con mis pinceles, lijas y pinturas. El día se me hacía por demás largo. 

Esa misma noche en el pub Donald nos relató las novedades: 

—Mrs. Peabody me contó algo increíble —hizo una pausa para crear expectativa—, le llevaron el piano y tocó cuatro horas seguidas, música clásica. ¡Sin parar! en especial de un tipo llamado Tarkovsky, Travskosky o algo así. 

—Tchavskosky —dije secamente—, un músico ruso. 

—¡Ah! —dijeron varios. 

—De todas maneras —siguió Donald—, los intérpretes no lograron arrancarle palabras, ni en alemán, ni en polaco, ni en ruso. En fin, no habla. 

Los isleños tenemos una característica casi genética. Somos huraños y hoscos. Poco comunicativos con los extraños, para integrarse a nuestra comunidad hace falta tiempo, y mucho esfuerzo, si se es un forastero. Pero aquel sujeto misterioso, surgido de las aguas, hizo que cada uno de nosotros lo adoptara casi como a un hijo en problemas. 

Mrs. Mildred., la repostera le había alcanzado un strudel. Según su pensamiento, si el joven era alemán ese postre, tal vez, le ayudara a recuperar la memoria emotiva. 

 Mrs. Peabody lo había acompañado a una recorrida por la calle principal hasta la iglesia. Aquí ocurrió algo tan conmovedor como extraño. El muchacho entró y caminó hasta el altar. Luego se acercó al órgano y extrajo del instrumento las más dulces y sentidas notas, que hicieron llorar a Mrs. Peabody a mares. 

Algo había cambiado en nuestro pueblo tranquilo, ya no era tan calmo. Un equipo de la BBC había llegado hacía unos días. Ahora estaban llegando algunos periodistas más. La NBC, realizaba notas para la televisión americana. El ritmo pausado estaba cambiando y a los lugareños no nos causaba ninguna gracia. 

A la noche, mientras hacíamos la habitual ronda de cerveza, comentamos algunas novedades del día. Por supuesto Donald dominó la conversación: 

—No hubo ningún progreso, no sabemos nada de nada del muchacho —suspiró—. Un polaco jura que trabajó con él en París, el sujeto es un mimo y dijo que el muchacho era polaco como él y tocaba un órgano. Ahora que un tipo con el nombre que él dio a las autoridades apareció en Varsovia. ¡Estamos como al principio! O peor. Ahora los periodistas están cada vez más pesados. 

—¡Si! uno me quiso sonsacar no se que cosas de Mrs. Peabody —dijo Pete

—¡Están por todos lados! Espero que esto termine rápido. 

—A mi contaron una historia terrible —comenté—. Ms. Molly pudo conversar con una intérprete llamada Ingrid, o algo así. La mujer dijo que el muchacho le habló en alemán y que también habla inglés. Le contó algo de un monstruoso experimento en el estaba involucrado su propio padre. Parece que le negaron, desde niño, toda posibilidad de comunicarse si no era a través de la música y que lo viene a buscar para llevárselo a Alemania. 

 —Yo escuché otras cosas —dijo Marc—, pero creo que ahora lo único que vamos a lograr es crear un mito, más que saber la verdad. 

No creo que Marc lo supiera en ese momento, pero su frase sería premonitoria. 

Yo casi tenía ganada mi partida contra las rústicas maderas del caserón. Unas pocas manos más de pintura y mi trabajo llegaría a su fin. Entonces, subido a mi escalera, como cuando llegó, creí ver su partida 

Un vehículo de New Scotland Yard pasó a gran velocidad, escoltado por varias combis con periodistas. Llegó desde la dirección del hospital y se perdió rumbo al puerto. 

Esa mañana la calma volvió al poblado. 

Lo que había cambiado eran los rumores. Algunos decían saber que el muchacho había sido trasladado a Londres. Otros que su padre, un famoso músico alemán, se había salido con la suya. Pero yo prefiero una que me contó el hijo de Mrs. Peabody.

Según relataba, esa mañana el muchacho se levantó temprano y se sentó al piano. Comenzó a tocar "La Polonesa" de Chopin, aunque jamás la había incluido en su repertorio, lo hizo con bravura y maestría. Luego se hizo el silencio. Cuando Mrs. Peabody y los médicos llegaron, encontraron la habitación vacía, la ventana abierta y el camisón tirado en el suelo. 

Hay quién dice haberlo visto corriendo desnudo por Garrigan`s Beach rumbo al mar. Esta noche, en el pub, de seguro escucharé otras muchas historias. 

Y si me preguntan, tal vez yo podría contar sobre unas huellas en la arena húmeda que encontré muy temprano, rumbo al mar.