La
mañana era particularmente fría y ventosa. La noche anterior, o debería decir
la madrugada; habíamos estado bebiendo, comiendo y jugando a las cartas.
Incluso Santiago, el uruguayo, con su guitarra en ristre nos deleitó con
algunas coplas de su tierra. Poderoso efecto del alcohol para cimentar
camaraderías y descubrir talentos insospechados.
En
realidad, mi presencia en aquel grupo se justificaba, más allá de la amistad
que nos unía, a mi aptitud para asar a las brasas cualquier bicho que se cazara
o pescara. La noche previa había demostrado mis habilidades con unas tiras de
asado y algunas achuras, que mis camaradas deglutieron con entusiasmo.
Lo
que no me apasionaba en demasía, era tener que madrugar apenas terminado de acostar
y con una resaca atroz. Y menos tener que embarcar con otros cuatro tipos en un
bote de fibra de vidrio, y que, a todas luces se notaba que era pequeño para
sus voluminosos ocupantes.
La
laguna despedía un vapor que formaba sobre su superficie como nubes de algodón.
Los pajonales se inclinaban ante el ímpetu del viento, que a su vez barría las
nubecillas y formaba un oleaje calmo pero constante.
La
primera sensación al ingresar al bote fue de aprensión. Y lo primero que hice
fue buscar con la vista el salvavidas.
—¿Te
lo pones? —me dijo Orlando que me estaba observando—, si vas a estar más
tranquilo.
Yo
era un tipo de tierra. El agua no me fascinaba particularmente y menos la
pesca, que me parecía decididamente aburrida.
Ellos
estaban en una actividad febril. Probaban diferentes tipos de plomadas y
anzuelos. Algunos utilizaban señuelos, los otros preferían lombrices. Se
aconsejaban en el uso de las tanzas según la pesca. Podían encontrar, según
ellos, pejerreyes, carpas, bagres o tarariras. La cuestión es que luego de tres
horas y cuándo los rayos del sol ya calentaban nuestros entumecidos cuerpos,
Carlos el más experimentado, lanzó un comentario que en ese momento no alcancé
a valorar en toda su dimensión:
—Esto
es muy raro… parece que no hubiera ningún pez por las cercanías, como si algo
los hubiera espantado.
—Si,
somos cuatro y ninguno pescó siquiera una mojarrita—acotó Martín con desazón—
como vos decís es muy raro.
Como
si el Dios de los pescadores hubiera escuchado aquellas quejas Orlando gritó:
—¡Eh,
picó algo!
Los
otros tres dejaron sus cañas y se abalanzaron en su dirección, con tanta
premura que el balanceo casi termina con los cinco en el agua.
Haya
sido lo que haya sido, al poco rato de luchar la línea se cortó.
—¿De
cuánto era la tanza? —preguntó Carlos.
—De
veinticinco.
—Va
tener que ser una de cuarenta, por lo menos, es un bicho muy grande.
—Y
el anzuelo tiene que ser del seis… con punta acerada—aconsejó Santiago.
—¡Si
vuelve a picar!
Todos
trabajaron con esmero. Pero el pez no daba señales de vida.
Estaba
mirando distraído en dirección al campamento, cuándo observé como la tanza se
tensaba violentamente. Comenzó a moverse sobre el borde del bote de izquierda a
derecha y viceversa. Oscar luchaba por no perder la caña. Y los otros tres
trataban de ayudar. La bestia tironeaba con un rigor que yo en mi corta
experiencia no había visto jamás. Pero según los comentarios de mis compañeros,
ellos tampoco.
Luego
de una hora de lucha, la cosa no había mejorado.
—¡Ya
se está cansando!
—¡Si,
ya es nuestro!
Las
frases de aliento eran más optimistas que la realidad.
—¡Dale
línea! —gritó
Carlos.
—¡Ya
se llevó treinta metros! —respondió Martín.
—¡Si
hay… dale más!
Nos
aproximábamos a la hora y media y yo consideraba que aquello tenía muy poco de
pesca deportiva. Cinco grandullones tratando de cansar a un pobre y solitario
pez. ¿Pero era un pez? ¿No nos estaría gastando una broma un buzo, por ejemplo?
—¡Ya
está… ya lo tenemos…tira con cuidado!
Recogimos
con suma delicadeza la línea. Si, la bestia estaba entregada. Al menos eso
creímos. Repentinamente se tensó la línea. Se aflojó y como una saeta pasa bajo
la quilla. En ningún momento de aquella batalla alcanzamos a ver contra qué
luchábamos. Nunca vimos aparecer en la superficie tan siquiera el lomo. Pude
ver en el rostro curtido de mis camaradas el desconcierto mezclándose con una
dosis de inquietud.
Nuevamente
la tanza volvió a pasar bajo la quilla. Y aprovechando la cercanía todos a una
comenzamos a tirar hacía el borde del bote.
—¡Orlando,
trae el bichero!
Se
asomó con el garfio temblando en sus manos. Para ser exactos todos temblábamos.
Ahora no se sabía si por el frío, la excitación o lisa y llanamente el miedo.
Carlos
tomó un bolso del fondo del bote y extrajo de él algo de metal brillante.
—Por
las dudas, es calibre 32—nos mostró un revolver Smith & Wesson
El
animal comenzó a arrastrar de nuevo. El bote iba detrás de él. ¡Nos remolcaba!
La
voz de Orlando sonó un tanto aprensiva:
—Muchachos…
nos está llevando al medio de la laguna.
Decidí
que era el momento de actuar. Tomé mi facón y me acerqué a la línea.
—¡Ni
se te ocurra! —me paró en seco Carlos—¡No estuvimos dos horas
peleando con este coso y ahora lo vamos a dejar ir!
No
hizo falta mi ayuda. El animal se liberó solo. La tanza hizo un seco ruido y
quedó flotando suelta.
Durante
un largo rato nos sentimos desanimados, sin ganas de emprender el regreso, pero
tampoco con deseos de volver a intentarlo. Lo que es más duro es que aún hoy
nos preguntamos que sería aquello. Algunos más expertos especulaban que por la
cercanía del Río Salado, y como esta mezcla sus aguas con las del mar, tal vez
en una inundación se hubieran arrastrado un tiburón o una raya.
Horas
más tarde, luego que abandonamos el lugar, en un almacén de campo dónde se
podían conseguir todo tipo de vituallas y provisiones, un lugareño intrigado
por nuestro aspecto demacrado nos preguntó que nos había sucedido. Y como todo
pescador lo que más adora es contar sus hazañas, le referimos nuestra odisea
con la debida cuota de suspenso.
El
hombre nos volvió a inquirir:
—¿Y
dónde ocurrió eso?
—En
la Laguna del Burro—se apresuró Santiago.
—¡Ah…
claro! No son los primeros a los que le pasa—aseveró con tono grave—, pero no
se preocupen…
Algunos
de los paisanos se alejaron de nuestro grupo. Uno se santiguó ostensiblemente.
Otro dijo:
—¡Buenas
noches!, se me hace tarde…
¿Qué
estaba pasando?
El
hombretón se acercó y nos habló despaciosamente:
—Miren,
lo que ocurre es que la gente de aquí es muy supersticiosa, creen en cualquier
cosa…
—¿Podría
saber que cosas? —pregunté algo irritado.
—Bien,
hace un tiempo dicen que en esa laguna hay un pez diablo…
—¿Un
qué?...
Todos
miraban expectantes y algo atemorizados, ya era una verdadera ronda.
—Hace
algunos años un hombre de la zona fue a la laguna con sus dos hijos mozos—la
voz del almacenero sonaba convenientemente lúgubre—, la mujer no se preocupó
cuándo ese día no volvieron, porque solían acampar allí algunos días. Pero
luego de los dos días, vino a pedir ayuda al pueblo. Todos nos movilizamos. Jamás
los encontramos a ellos ni al bote y eso que vinieron buzos de prefectura…
—¿Y
de ahí? —pregunté
un poco más colérico— ¿Cómo crearon un mito de ese hecho?
—¡No
se me apure mocito!... ya le voy a contar algo más. Resulta que una semana
antes de llegar ustedes, dos pescadores llegaron aquí. Compraron prácticamente
todo lo que necesitaban: cañas, riles, anzuelos y carnadas. Traían un bote
inflable, de esos que llaman gomón—el tipo apuro un trago de ginebra—, antes de
ayer encontraron los jirones de goma en la orilla de los pajonales, de los
tipos no pudimos encontrar nada…
—¡Aja!...
¿y eso los tiene atemorizados? —volví a inquirir—¿No pensaron que
pueda haber un tiburón?
—Los
tiburones dejan huellas, mutilaciones, pedazos de cuerpo. No destruyen gomones…
Ante
de reunir nuestras cosas y partir, nos juramentamos volver a aquel lugar y
esclarecer el suceso. De hecho, que yo sepa el único que trató de cumplir la
promesa fue Carlos. Nunca más supimos de él. Y cada uno de nosotros después de
enterarnos de la desaparición de Carlos, jamás volvió a ir a una excursión de
pesca.
Menos
a la Laguna del Burro.
2 comentarios:
Muy bueno. Saludos de un español en Buenos Aires.
Buena historia👍🏽
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