Esa
tarde había recorrido el Museo de Bellas Artes. A la salida decidí caminar
bordeando el estanque donde varios niños, y sus padres como si también fueran
niños, jugaban con sus veleros a escala. Una decena de velas corrían carreras de
extremo a extremo del piletón.
Llegando
al final de la Plaza Ruben Darío me di de bruces con una intervención del
artista Carlos Regazzoni. Algunas estatuas hechas con desechos industriales
como: ruedas de bicicleta, radiadores, ventiladores y cuanto trozo de metal (oxidado
o no), pudiera encontrar por ahí.
Las
artes, en general, deben tener una concepción dónde lo subjetivo es primordial:
me gusta o no me gusta. Pues bien, las obras de este artista no movían ninguna
de mis emociones. Tal vez mi concepción de las artes plásticas fuera demasiado
barroca, pero donde Regazzoni suponía a un Quijote sobre su Rocinante, lo único
que yo veía era un cúmulo de restos postindustriales, una obra con pretensiones
artísticas trascendentes más próximas al más patéticos de los ridículos. Así
mismo, que cierto artista de vanguardia, dispusiera sobre un pedestal un
inodoro y la crítica lo ensalzara por su valentía rupturista, no lo emparentaba
de ninguna manera con la Tête de femme (Fernande) de Pablo Picasso,
donde se marcó el nacimiento de la escultura cubista de bulto redondo. En esta
escultura, del año 1909, no sólo se basó en piezas de repertorios etnográficos,
como las máscaras tribales nimba, sino que ideó un nuevo sistema para definir
los volúmenes del rostro y del cabello, transformando algunas de las formas
cóncavas en convexas, sin perder un concepto plástico unitario.
¿Cómo
había llegado a Picasso?
Jamás
pude comprender acabadamente el proceso mental de divagar. Como en cuestión de
segundos se puede cambiar de épocas, lugares y, en este caso, esculturas.
Es
así como me vi en mi lejana infancia correteando por el Parque Rivadavia en el
barrio de Caballito. Mi papá tenía en sus manos su chiche nuevo: una Kodak
Fiesta, que para tomas con poca luz tenía un Cuboflahs, (flashcube)
fue una innovación introducida por Kodak en 1961. Consistía en un pequeño cubo
giratorio dotado de cuatro bombillas de flash individuales (una por cada cara
lateral del cubo). Así, cada cubo permitía tomar cuatro fotos seguidas antes de
cambiarlo por otro.
El
asunto es que mi viejo me había subido al pedestal revestido de mármol sobre el
que estaba la figura ecuestre del Libertador General Simón Bolívar, con la
peregrina idea que un chiquillo de cinco años se quedara quieto unos pocos
minutos para inmortalizarlo en una toma en blanco y negro. Al mocoso, o sea yo,
sólo le interesaba saber como podía trepar los cinco metros de alto de la
estatua de bronce.
Mi
viejo en algún momento logró su propósito, no recuerdo de que manera. Tal vez sobornándome
con la promesa de un helado. Lo que evoco con claridad era mi rostro ardiendo
de frente al sol de enero, para tener una mejor imagen. Luego de la foto, me
quedé fascinado mirando las patas delanteras de Palomo, el caballo del
prócer. Casi podría afirmar que como el propio Bolívar viendo el Chimborazo,
que lo inspiró para su Mi delirio sobre el Chimborazo, donde, en lugar
de sentirse empequeñecido, llegó a compararse con el Creador:
«Yo
soy el padre de los siglos,
soy
el arcano de la fama y del secreto,
mi
madre fue la Eternidad;
los
límites de mi imperio los señala el Infinito;
no
hay sepulcro para mí, porque soy más poderoso que la Muerte;
miro
lo pasado, miro lo futuro, y por mis manos pasa lo presente.”
Mientras
seguía mi caminata rumbo al Monumento a los españoles (o Monumento a la Carta
Magna y las Cuatro Regiones Argentinas), una nueva sinapsis en mi cerebro me
llevó al libro Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato. Al fusilamiento
de Dorrego, a la retirada de Lavalle hacia el Norte, sus alucinaciones sobre rearmarse
y contraatacar a sus fantasmales perseguidores, su trágica caída y a un encono
que perduró más allá de la muerte. A continuación, recordé la estatua del
General Juan Galo de Lavalle sobre una columna en el medio de la calle
Talcahuano, y la Plaza homónima.
La
ubicación de la plaza no tenía nada de inocente ni casual.
Por
aquellos tiempos el barrio de Tribunales aún era el barrio del Parque. En donde
en 1904 se pondría la piedra fundamental del Palacio de Justicia donde funcionaba
la Fábrica de Armas y Parque de Artillería que le daban nombre al lugar. En la
manzana comprendida por las calles Tucumán, Cerrito, Libertad y Viamonte (donde
ahora está el Teatro Colón), se encontraba la cabecera del Ferrocarril de Bueno
Aires al Oeste –también conocida como Estación del Parque– desde donde partió
en 1857 la primera locomotora: La Porteña.
Muy
cerca de la estación estaba el palacio Miró que perteneció a Mariano Miró
Dorrego, casado con su prima Felisa Dorrego Indart. El Palacio tuvo un rol fundamental
durante la Revolución del Parque de 1890, y fue demolido en 1937.
El
trazado del ferrocarril –Once, Almagro, Caballito – concluía en La Floresta,
que era parte del pueblo de San José de Flores. Allí, en terrenos donados por
Inés Indart –suegra y tía política de Mariano Miró, puesto que su madre Dominga
Dorrego Salas era hermana de su suegro Luis– se había construido la estación.
Su esposa, Felisa Dorrego, fue madrina de la nueva iglesia, inaugurada en
febrero de 1883. El padrino fue el gobernador Dardo Rocha.
En
términos actuales, podría decirse que a Mariano Miró le gustaba vivir cerca del
trabajo: a escasos pasos, podía ir caminando. El edificio, construido al estilo
de una villa italiana, tenía dos plantas y un importante mirador. Fue
proyectado por los arquitectos Nicola y Giuseppe Canale (padre e hijo) y
terminó de construirse hacia 1868. La entrada principal estaba sobre Viamonte
(entonces calle Del Temple). Mariano murió en 1872, y su viuda Felisa –20 años
más joven– tuvo que pasar pronto por otro gran disgusto. En 1878, la Plaza del
Parque pasó a llamarse General Lavalle. En 1887 colocaron el
monumento a Juan Galo en el pedestal en el que está actualmente, justo a una
cuadra de su casa. Felisa, sobrina de Manuel Dorrego, a quien Lavalle había fusilado
en 1828, no pudo soportar la afrenta y mandó cerrar todas las persianas de la
casa que miraban hacia esa estatua.
Para
los festejos de 1910, el Palacio Miró fue restaurado y allí se llevó a cabo el
baile principal por los festejos del Primer Centenario de la Revolución de
Mayo, al que concurrieron el presidente José Figueroa Alcorta y la infanta Isabel,
que vino en representación del rey Alfonso XIII. Pero doña Felisa no pudo
disfrutarlo: murió en 1896.
Mientras
iba repasando esa historia de odios y revanchas entre unitarios y federales,
una vez más mis pensamientos me llevaron a estos días en la mismísima Plaza Lavalle
y frente al desaparecido Palacio Miró. La escultura Homenaje al Ballet Nacional,
que inmortaliza un paso de baile en las figuras de José Neglia y Norma Fontenla,
trágicamente desaparecidos en un accidente de avión en el Río de la Plata. El
conjunto se completa con una fuente con aguas danzantes.
Esas
aguas danzantes me recordaron La fuente de las nereidas, Obra de una
artista a la que dedicaron un obituario en la revista Caras y caretas,
que rezaba:
"Siempre
nos sorprende la tragedia del talento olvidado. Ahora más, al herir a una
mujer, a la primera mujer argentina, cuya vocación supo afrontar las
dificultades del mármol, los laboriosos primores del modelado de la
arcilla." Ese homenaje estaba dedicado a Lola Mora,
la primera mujer dedicada a la escultura en Latinoamérica, que había rechazado
la ciudadanía británica y rusa y terminó sus días con una pensión de escasos
200 pesos del gobierno argentino. Caída en desgracia por la falsa moral y
pacatería de la época que condenaba sus artísticos desnudos femeninos.
Sus
obras artísticas terminaron arrumbadas en sitios como la Costanera Sur. Ella
impedida en su Tucumán natal, atendida por sus tres sobrinas.
Ya
me estaba acercando el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires. Aunque no todas las obras artísticas de avant-garde
me disgustaran, por lo general prefería las clásicas. En la actualidad hay un revival
de las obras del artista plástico ítalo argentino Lucio Fontana, que, a partir
del año 1958, marcó su principal característica: hacer tajos en sus cuadros.
Nada más alejado del preciosismo del Renacimiento, de aquel martillazo que
Michelangelo Buonarroti diera a sus Moisés, mientras el espetaba: ¡Parla!
Y
el MALBA tenía un compendio de esas obras: un móvil de esferas que parecía un colgante
para bebés, o una obra llamada “construcción” que apilaba una especie de
pequeños tubos asimétricos, que más que simular ladrillos apilados parecían
canelones sin salsa o “el guitarrista”: dos placas encastradas en sendas placas
de vidrio, con un agujero en el centro, y varias varillas que podrían
representar tanto las cuerdas de la guitarra como un pentagrama.
Pero
en un rincón, alejada de las luces del vanguardismo, estaba la escultura
realizada en mármol negro mexicano por el artista Francisco Zúñiga en el año
1955, con una mezcla de clasicismo con arte de pueblos originarios, y cierta reminiscencia
a las esculturas obesas del artista colombiano Fernando Botero Angulo.
Si
me dan a elegir, me quedo con ella.
O
con aquella otra estatua que se queda estoicamente inanimada, hasta que un niñito
arroja un billete en su sombrero. Ante su asombro, gira su cabeza, sonríe y giña
un ojo; antes de volver a su mundo de inmovilidad.
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