domingo, 24 de septiembre de 2023

Historias de estatuas

 

Esa tarde había recorrido el Museo de Bellas Artes. A la salida decidí caminar bordeando el estanque donde varios niños, y sus padres como si también fueran niños, jugaban con sus veleros a escala. Una decena de velas corrían carreras de extremo a extremo del piletón.

Llegando al final de la Plaza Ruben Darío me di de bruces con una intervención del artista Carlos Regazzoni. Algunas estatuas hechas con desechos industriales como: ruedas de bicicleta, radiadores, ventiladores y cuanto trozo de metal (oxidado o no), pudiera encontrar por ahí.

Las artes, en general, deben tener una concepción dónde lo subjetivo es primordial: me gusta o no me gusta. Pues bien, las obras de este artista no movían ninguna de mis emociones. Tal vez mi concepción de las artes plásticas fuera demasiado barroca, pero donde Regazzoni suponía a un Quijote sobre su Rocinante, lo único que yo veía era un cúmulo de restos postindustriales, una obra con pretensiones artísticas trascendentes más próximas al más patéticos de los ridículos. Así mismo, que cierto artista de vanguardia, dispusiera sobre un pedestal un inodoro y la crítica lo ensalzara por su valentía rupturista, no lo emparentaba de ninguna manera con la Tête de femme (Fernande) de Pablo Picasso, donde se marcó el nacimiento de la escultura cubista de bulto redondo. En esta escultura, del año 1909, no sólo se basó en piezas de repertorios etnográficos, como las máscaras tribales nimba, sino que ideó un nuevo sistema para definir los volúmenes del rostro y del cabello, transformando algunas de las formas cóncavas en convexas, sin perder un concepto plástico unitario.

¿Cómo había llegado a Picasso?

Jamás pude comprender acabadamente el proceso mental de divagar. Como en cuestión de segundos se puede cambiar de épocas, lugares y, en este caso, esculturas.

Es así como me vi en mi lejana infancia correteando por el Parque Rivadavia en el barrio de Caballito. Mi papá tenía en sus manos su chiche nuevo: una Kodak Fiesta, que para tomas con poca luz tenía un Cuboflahs, (flashcube) fue una innovación introducida por Kodak en 1961. Consistía en un pequeño cubo giratorio dotado de cuatro bombillas de flash individuales (una por cada cara lateral del cubo). Así, cada cubo permitía tomar cuatro fotos seguidas antes de cambiarlo por otro.

El asunto es que mi viejo me había subido al pedestal revestido de mármol sobre el que estaba la figura ecuestre del Libertador General Simón Bolívar, con la peregrina idea que un chiquillo de cinco años se quedara quieto unos pocos minutos para inmortalizarlo en una toma en blanco y negro. Al mocoso, o sea yo, sólo le interesaba saber como podía trepar los cinco metros de alto de la estatua de bronce.

Mi viejo en algún momento logró su propósito, no recuerdo de que manera. Tal vez sobornándome con la promesa de un helado. Lo que evoco con claridad era mi rostro ardiendo de frente al sol de enero, para tener una mejor imagen. Luego de la foto, me quedé fascinado mirando las patas delanteras de Palomo, el caballo del prócer. Casi podría afirmar que como el propio Bolívar viendo el Chimborazo, que lo inspiró para su Mi delirio sobre el Chimborazo, donde, en lugar de sentirse empequeñecido, llegó a compararse con el Creador:

«Yo soy el padre de los siglos,

soy el arcano de la fama y del secreto,

mi madre fue la Eternidad;

los límites de mi imperio los señala el Infinito;

no hay sepulcro para mí, porque soy más poderoso que la Muerte;

miro lo pasado, miro lo futuro, y por mis manos pasa lo presente.”

Mientras seguía mi caminata rumbo al Monumento a los españoles (o Monumento a la Carta Magna y las Cuatro Regiones Argentinas), una nueva sinapsis en mi cerebro me llevó al libro Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato. Al fusilamiento de Dorrego, a la retirada de Lavalle hacia el Norte, sus alucinaciones sobre rearmarse y contraatacar a sus fantasmales perseguidores, su trágica caída y a un encono que perduró más allá de la muerte. A continuación, recordé la estatua del General Juan Galo de Lavalle sobre una columna en el medio de la calle Talcahuano, y la Plaza homónima.

La ubicación de la plaza no tenía nada de inocente ni casual.

Por aquellos tiempos el barrio de Tribunales aún era el barrio del Parque. En donde en 1904 se pondría la piedra fundamental del Palacio de Justicia donde funcionaba la Fábrica de Armas y Parque de Artillería que le daban nombre al lugar. En la manzana comprendida por las calles Tucumán, Cerrito, Libertad y Viamonte (donde ahora está el Teatro Colón), se encontraba la cabecera del Ferrocarril de Bueno Aires al Oeste –también conocida como Estación del Parque– desde donde partió en 1857 la primera locomotora: La Porteña.

Muy cerca de la estación estaba el palacio Miró que perteneció a Mariano Miró Dorrego, casado con su prima Felisa Dorrego Indart. El Palacio tuvo un rol fundamental durante la Revolución del Parque de 1890, y fue demolido en 1937.

El trazado del ferrocarril –Once, Almagro, Caballito – concluía en La Floresta, que era parte del pueblo de San José de Flores. Allí, en terrenos donados por Inés Indart –suegra y tía política de Mariano Miró, puesto que su madre Dominga Dorrego Salas era hermana de su suegro Luis– se había construido la estación. Su esposa, Felisa Dorrego, fue madrina de la nueva iglesia, inaugurada en febrero de 1883. El padrino fue el gobernador Dardo Rocha.

En términos actuales, podría decirse que a Mariano Miró le gustaba vivir cerca del trabajo: a escasos pasos, podía ir caminando. El edificio, construido al estilo de una villa italiana, tenía dos plantas y un importante mirador. Fue proyectado por los arquitectos Nicola y Giuseppe Canale (padre e hijo) y terminó de construirse hacia 1868. La entrada principal estaba sobre Viamonte (entonces calle Del Temple). Mariano murió en 1872, y su viuda Felisa –20 años más joven– tuvo que pasar pronto por otro gran disgusto. En 1878, la Plaza del Parque pasó a llamarse General Lavalle. En 1887 colocaron el monumento a Juan Galo en el pedestal en el que está actualmente, justo a una cuadra de su casa. Felisa, sobrina de Manuel Dorrego, a quien Lavalle había fusilado en 1828, no pudo soportar la afrenta y mandó cerrar todas las persianas de la casa que miraban hacia esa estatua.

Para los festejos de 1910, el Palacio Miró fue restaurado y allí se llevó a cabo el baile principal por los festejos del Primer Centenario de la Revolución de Mayo, al que concurrieron el presidente José Figueroa Alcorta y la infanta Isabel, que vino en representación del rey Alfonso XIII. Pero doña Felisa no pudo disfrutarlo: murió en 1896.

Mientras iba repasando esa historia de odios y revanchas entre unitarios y federales, una vez más mis pensamientos me llevaron a estos días en la mismísima Plaza Lavalle y frente al desaparecido Palacio Miró. La escultura Homenaje al Ballet Nacional, que inmortaliza un paso de baile en las figuras de José Neglia y Norma Fontenla, trágicamente desaparecidos en un accidente de avión en el Río de la Plata. El conjunto se completa con una fuente con aguas danzantes.

Esas aguas danzantes me recordaron La fuente de las nereidas, Obra de una artista a la que dedicaron un obituario en la revista Caras y caretas, que rezaba:

"Siempre nos sorprende la tragedia del talento olvidado. Ahora más, al herir a una mujer, a la primera mujer argentina, cuya vocación supo afrontar las dificultades del mármol, los laboriosos primores del modelado de la arcilla." Ese homenaje estaba dedicado a Lola Mora, la primera mujer dedicada a la escultura en Latinoamérica, que había rechazado la ciudadanía británica y rusa y terminó sus días con una pensión de escasos 200 pesos del gobierno argentino. Caída en desgracia por la falsa moral y pacatería de la época que condenaba sus artísticos desnudos femeninos.

Sus obras artísticas terminaron arrumbadas en sitios como la Costanera Sur. Ella impedida en su Tucumán natal, atendida por sus tres sobrinas.

Ya me estaba acercando el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires.  Aunque no todas las obras artísticas de avant-garde me disgustaran, por lo general prefería las clásicas. En la actualidad hay un revival de las obras del artista plástico ítalo argentino Lucio Fontana, que, a partir del año 1958, marcó su principal característica: hacer tajos en sus cuadros. Nada más alejado del preciosismo del Renacimiento, de aquel martillazo que Michelangelo Buonarroti diera a sus Moisés, mientras el espetaba: ¡Parla!

Y el MALBA tenía un compendio de esas obras: un móvil de esferas que parecía un colgante para bebés, o una obra llamada “construcción” que apilaba una especie de pequeños tubos asimétricos, que más que simular ladrillos apilados parecían canelones sin salsa o “el guitarrista”: dos placas encastradas en sendas placas de vidrio, con un agujero en el centro, y varias varillas que podrían representar tanto las cuerdas de la guitarra como un pentagrama.

Pero en un rincón, alejada de las luces del vanguardismo, estaba la escultura realizada en mármol negro mexicano por el artista Francisco Zúñiga en el año 1955, con una mezcla de clasicismo con arte de pueblos originarios, y cierta reminiscencia a las esculturas obesas del artista colombiano Fernando Botero Angulo.

Si me dan a elegir, me quedo con ella.

O con aquella otra estatua que se queda estoicamente inanimada, hasta que un niñito arroja un billete en su sombrero. Ante su asombro, gira su cabeza, sonríe y giña un ojo; antes de volver a su mundo de inmovilidad.    

No hay comentarios: