—Doctora, ¿cuándo
va pagar la deuda?
Ella
tenía la mirada perdida más allá del ventanal. En el parque unos niños jugaban
en el columpio. Hubiera deseado ser una niña y compartir sus juegos. Volver a
la inocencia de la infancia, lejos de sus problemas actuales.
—No, todavía no
puedo.
El
hombre la miró contrariado. Se adivinaba, más allá de la contrariedad, una fría
fiereza contenida.
—¿Cuándo va a
pagar?
—No
sé con certeza —dudó—, no es fácil poder cumplir. Ya hubo controles de
inventario y encontraron discrepancias en el stock de psicotrópicos.
El hombre resopló.
—¿Entonces cómo va a pagar su deuda? —su
gélida mirada la atravesó—, el juego es un vicio caro. Usted debe mucho, los
intereses corren. No necesitamos el producto terminado, sólo el ácido
fenilacético.
—Necesito algo más
de tiempo —suplicó— ¡Ustedes quieren un lote entero!
—Si
por mi fuera no habría problemas —le dedicó una mirada lasciva—, es una suma importante,
pero creo podría saldar algo de la deuda en especias ¿verdad?
El rostro de la mujer
se ruborizó.
—Doctora, ¿el
departamento dónde vive es suyo?
—¡Escuche
bien! —ahora estaba furiosa— ¡ni yo ni mi departamento estamos a la venta! ¿Le
queda claro?
—¡Vaya,
vaya! —el tipo sonrió—. Okey, ¿y para cuándo el pago para no sufrir las
consecuencias?
—En
un par de semanas es un fin de semana largo —la doctora lo miró conspiradora—,
sería un momento ideal para un golpe. Pero antes tengo que solucionar algunos
temas personales. Mi vida no va a ser la de antes.
—Sí,
creo que lo mejor es que cambie de vida. Nosotros podemos ayudarla. No sólo va
a pagar la deuda, habrá algún efectivo para su cuenta corriente.
—Pero
tengo que abandonar el país antes que comiencen a investigar.
—La
vamos a ayudar, ya se lo dije.
La
doctora era una belleza morena, con su cabellera enrulada cayendo sobre sus
hombros desnudos y unos ojos almendrados de mirada inteligente. Se mordió los
labios.
—Doctora,
no hay plan B —el tipo la miró con la expresión de una araña que teje su tela
alrededor de la presa—, tal vez, si usted no paga, no le haremos daño. Pero
sabemos que su mamá está internada en un geriátrico en la Cumbrecita, que su
hermana y sus sobrinos viven en Alta Gracia… y que su hija va por las tardes al
Colegio de la Misericordia.
Ella
suspiró.
—Bien,
el asunto es así: el fin de semana largo la vigilancia se restringe —la voz le
tembló—, siempre hay dos guardias jóvenes que se creen comandos de asalto. Pero
esos días hay un viejo que se pasa la mayor parte del tiempo durmiendo. El robo
se tendría que hacer del anochecer del sábado a la madrugada del domingo.
—Estoy
de acuerdo, ¿tiene los códigos de seguridad?
—Del
portón de entrada, del depósito y de la caseta de vigilancia —la doctora
asintió—, por eso debo huir, la policía va a deducir quien fue el entregador
con facilidad.
—Vamos
a estar en contacto, tengo que armar el equipo. Hasta la vista, Baby.
La
doctora se bajó del automóvil y cruzó el estacionamiento. El Munstang Cobra del
66 arrancó y se perdió en la noche. Para ella no habían terminado los
problemas. Caminó a lo largo de la hilera y se subió a un Ford Escort.
—¡Muy
bien doctora! —el hombre aplaudió—, lo
está haciendo muy bien. La trampa está dispuesta.
Ella
esbozó una triste sonrisa.
—Sí,
y la carnada soy yo.
—Tranquila,
la vamos a ayudar cuando todo termine.
—¡Que
cómico! Es el segundo que me quiere ayudar —lo miró con odio—, si yo no lo
ayudo a él me mata la familia. Si no colaboro con usted me manda a la cárcel.
—A
esa situación llegó por sus propios actos —hizo un gesto de resignación—, ahora
tomó una buena decisión. Ya tenemos las grabaciones de sus conversaciones, lo
único que falta es agarrarlos con las manos en la masa. Ahí se terminan sus
problemas. Una nueva identidad, un nuevo trabajo y a recomenzar su vida en otro
lugar.
—¿Lejos
de los míos?
—Cualquier
contacto podría ser fatal —el policía habló con energía—, para usted o para
ellos.
La
doctora siguió con su vida normal. En el laboratorio ella era la jefa del
Departamento de Farmacología. Las oficinas estaban en un coqueto edificio del
barrio de Belgrano. Los depósitos en la localidad de Bancalari, ese era el
blanco.
Las
dos semanas transcurrieron más rápido de lo que deseaba.
—Hola
—Doctora,
soy el Chino.
—¡Ah,
sí!
—Mañana
a la noche en el cruce a General Pacheco —la voz era fría, eficiente—, frente a
la estación de YPF. Vamos en una Ranger blanca doble cabina. Somos tres. ¿Okey?
—Sí.
Apagó
el celular. El estómago se le contrajo de forma involuntaria.
Sábado
a la noche. Ella vestida con unos jeans oscuros, camisa negra, una campera al
tono, una gorra de beisbol y una mochila de cuero. Los hombres que pasaban la
miraban con interés. Aquella estación de servicio no parecía el lugar más
indicado para una belleza sola un sábado a la noche.
La
camioneta bajó por la colectora. Adentro iba el Chino con dos más.
—Suba
Los
tres tenían el mismo tipo. Morenos, tatuados, robustos y con caras de pocos
amigos.
—Doctora,
los muchachos: el Moncho y el Cholo —el Chino se rió—, muchachos la doctora. Ya están presentados.
—Chino, Moncho y Cholo —rió la doctora—, ocho son los monos…
—¿Qué?
—Nada,
no tiene importancia. Supongo que nunca escucharon a León Gieco.
El
depósito estaba ubicado al fondo de un camino descampado que salía de la
autopista. Estaba profusamente iluminado con la luz cruda de poderosos focos.
En la caseta de seguridad dormitaba un hombre de unos setenta años.
El
Chino repartió pasamontañas para
todos.
—Doctora,
¿el código de acceso?
Ella
deletreó con claridad. Las rejas se abrieron con ruido chirriante.
De
la caseta de seguridad surgió el viejo.
—¡¿Quién
anda ahí?!
La
doctora pensó en tranquilizarlo, decirle que era ella con unos amigos
encapuchados que querían darle una sorpresa. El disparo sonó como una especie
de ¡Plop! El arma era una Glock 17 calibre 9 mm con silenciador Aka. El anciano
cayó de bruces sin un quejido.
—¡Pero!
—gritó la doctora—, ¡¿están locos?!
—Sin
testigos, sin problemas —dijo el Chino mientras
la tomaba de las muñecas—, ahora doctora está hasta el cuello. Deme los códigos
del depósito.
Ella
le dio las instrucciones.
Luego
ellos comenzaron a acarrear los tambores del precursor hasta la camioneta.
Tenían suficiente espacio de carga.
—Doctora
va a tener que venir con nosotros —dijo el Chino.
—Si
ya se… sin testigos.
La
risotada del Chino quedó inconclusa.
El
balazo le entró por la sien derecha y salió por la izquierda con trozos de
hueso, masa encefálica y sangre. La doctora sintió que su capucha se humedecía
y se la sacó de un tirón.
Cerca
del portón trasero de la camioneta el Moncho
y el Cholo estaban congelados,
Trataron de sacar sus armas. No pudieron. El primero recibió el tiro en el
pecho y cayó de espaldas. El otro en el medio de la frente.
La
doctora percibió los olores de la muerte que la rodeaba. El picante aroma de la
pólvora, el ferroso de la sangre. También a orín y mierda, alguno de los
cadáveres que aflojó los esfínteres.
Desde un rincón en sombras surgió el policía
antinarcóticos con dos tipos más. En su mano un arma con silenciador humeante.
—Cambio de planes doctora —dijo sonriente—, ya
que los muchachos cargaron los barriles sería una pena desperdiciar las
ganancias.
—¿Qué
va a pasar conmigo? —dijo resignada.
—Bueno,
coincido con el Chino, los testigos
son un problema —esbozó una torva sonrisa—, claro que primero podemos
divertirnos un rato, ¿verdad, muchachos?
Los
otros dos la miraron sonrientes.
El
que estaba a la derecha recibió un balazo en la carótida. Cayó con la sangre
cubriendo su pecho. El que estaba a la izquierda apuntó al policía
antinarcóticos.
El
arma sonó con otro ¡Plop! Y el hombre cayó fulminado con un gesto de dolor y
asombro en el rostro.
El
hombrote se acercó a la doctora. El cañón tibio del arma se incrustó en sus
costillas. Pasó la mano libre por detrás de su nuca y la beso en la boca con
pasión. Aflojó la presión del arma.
—Okey,
¿y ahora? —dijo ella impasible.
—Tengo
bastante trabajo por delante. Lo primero es borrar todas las grabaciones de
seguridad y anular las cámaras internas y externas —hizo una breve pausa—.
Tengo que hacer algunas pocas modificaciones en la escena del crimen para que
balística trace con exactitud la trayectoria de la balacera. La cosa es más o
menos así: una operación encubierta que salió mal. Los delincuentes querían
robar el lote de precursor. Los policías quisieron hacer una redada sin apoyo,
tal vez para quedarse con todo el crédito. Hubo fuego cruzado del que
sobrevivió un ignoto. El arma con que
los mataron la tomé del cuarto de evidencias. Alguien me debía un favor y me la
dio. Además, borró el ingreso del arma, por lo tanto, para los efectos de la
investigación sigue en circulación. Una automática con varios ilícitos, pruebas
periciales y un posible sospechoso. Su último propietario que está casualmente
con libertad condicional. El ignoto.
—Y
los vehículos —dijo ella—, ¿no nos pueden rastrear por las cámaras de seguridad
de la autopista?
—Claro
que lo van a hacer —contestó con una sonrisa—, pero vamos a seguir con el plan.
Nuestro ignoto, o sea yo, se va a ir
con la Ranger. Vos te vas a llevar el auto de los polis, que es robado, pero
sin pedido de captura. Como no van a tener grabaciones del ingreso tienen que
rastrear las cámaras de la autopista. Pero hasta el martes no van a empezar el
rastreo. Además, no van a tener la hora probable de muerte hasta luego de las
autopsias, así que van a tener que cotejar desde el viernes para encontrar una
camioneta que abandone la autopista rumbo a los depósitos. Y que luego se aleje
en dirección contraria. El auto en el que vos te vas no lo van poder
identificar hasta mucho más tarde.
—Bien,
¿entonces?
—Vos
te vas hasta la estación Virreyes, en la calle cortada que da al andén hay un
punto ciego. Abandonas el auto y te vas en tren a Tigre. Seguí usando la gorra
de beisbol. Vas al baño de la estación y te cambias con la ropa de la mochila. En
las estaciones tienen cámaras, hay que cambiar de aspecto. En la estación
pluvial te espera el Negro. Te va a
llevar en lancha a Nueva Palmira en Uruguay. De allí en bus a Livramento en
Brasil. Allí ya vas a estar segura. En ninguno de los controles de aduana va a
figurar tu pasaporte. Eso ya lo arreglamos de antemano.
—¿Y
vos?
—Voy
y entrego el producto a los compradores —volvió a sonreír—. Con ese efectivo,
una vez que me reúna contigo en Livramento, viajamos a Porto do Ghalinas. Y
comenzamos una nueva vida. De los papeles y documentos para las nuevas
identidades me encargo. Tengo todo planeado y los contactos necesarios.
Ella
le dio un beso en la boca. Luego subió al automóvil.
Del
bolsillo superior delantero sacó el celular que asomaba. Dejó de grabar y
comprobó el video desde el comienzo. Salvo algunos pequeños inconvenientes de
oscilación o sonido defectuoso estaba perfecto.
Una
buena fullera siempre reserva su carta ganadora para la última mano.
Encendió
la radio. La voz
inconfundible de Tony Bennett cantaba the
lady is a tramp:
I love the free fresh wind in my
hair
life
without care
oh,
I'm so broke, it´s oh!
I
hate California. It's crowded and damp
that’s
why the lady is a tramp
I´m
a tramp!
(Me encanta el viento
fresco entre mi cabello
vida sin cuidado
Oh, estoy tan aburrida,
¡es oh!
Odio California, es tan
poblada
húmeda
Es por eso que la dama es
una vagabunda
¡Soy una vagabunda!)
Ella
y la noche, vagabundas. Errante vagabunda hacía una nueva vida.
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