martes, 26 de septiembre de 2023

La noche es una dama vagabunda

 

—Doctora, ¿cuándo va pagar la deuda?

Ella tenía la mirada perdida más allá del ventanal. En el parque unos niños jugaban en el columpio. Hubiera deseado ser una niña y compartir sus juegos. Volver a la inocencia de la infancia, lejos de sus problemas actuales.

—No, todavía no puedo.

El hombre la miró contrariado. Se adivinaba, más allá de la contrariedad, una fría fiereza contenida.

—¿Cuándo va a pagar?

—No sé con certeza —dudó—, no es fácil poder cumplir. Ya hubo controles de inventario y encontraron discrepancias en el stock de psicotrópicos.

El hombre resopló.

 —¿Entonces cómo va a pagar su deuda? —su gélida mirada la atravesó—, el juego es un vicio caro. Usted debe mucho, los intereses corren. No necesitamos el producto terminado, sólo el ácido fenilacético.

—Necesito algo más de tiempo —suplicó— ¡Ustedes quieren un lote entero!

—Si por mi fuera no habría problemas —le dedicó una mirada lasciva—, es una suma importante, pero creo podría saldar algo de la deuda en especias ¿verdad?

El rostro de la mujer se ruborizó.

—Doctora, ¿el departamento dónde vive es suyo?

—¡Escuche bien! —ahora estaba furiosa— ¡ni yo ni mi departamento estamos a la venta! ¿Le queda claro?

—¡Vaya, vaya! —el tipo sonrió—. Okey, ¿y para cuándo el pago para no sufrir las consecuencias?

—En un par de semanas es un fin de semana largo —la doctora lo miró conspiradora—, sería un momento ideal para un golpe. Pero antes tengo que solucionar algunos temas personales. Mi vida no va a ser la de antes.

—Sí, creo que lo mejor es que cambie de vida. Nosotros podemos ayudarla. No sólo va a pagar la deuda, habrá algún efectivo para su cuenta corriente.

—Pero tengo que abandonar el país antes que comiencen a investigar.

—La vamos a ayudar, ya se lo dije.

La doctora era una belleza morena, con su cabellera enrulada cayendo sobre sus hombros desnudos y unos ojos almendrados de mirada inteligente. Se mordió los labios.

—Doctora, no hay plan B —el tipo la miró con la expresión de una araña que teje su tela alrededor de la presa—, tal vez, si usted no paga, no le haremos daño. Pero sabemos que su mamá está internada en un geriátrico en la Cumbrecita, que su hermana y sus sobrinos viven en Alta Gracia… y que su hija va por las tardes al Colegio de la Misericordia.

Ella suspiró.

—Bien, el asunto es así: el fin de semana largo la vigilancia se restringe —la voz le tembló—, siempre hay dos guardias jóvenes que se creen comandos de asalto. Pero esos días hay un viejo que se pasa la mayor parte del tiempo durmiendo. El robo se tendría que hacer del anochecer del sábado a la madrugada del domingo.

—Estoy de acuerdo, ¿tiene los códigos de seguridad?

—Del portón de entrada, del depósito y de la caseta de vigilancia —la doctora asintió—, por eso debo huir, la policía va a deducir quien fue el entregador con facilidad.

—Vamos a estar en contacto, tengo que armar el equipo. Hasta la vista, Baby.

La doctora se bajó del automóvil y cruzó el estacionamiento. El Munstang Cobra del 66 arrancó y se perdió en la noche. Para ella no habían terminado los problemas. Caminó a lo largo de la hilera y se subió a un Ford Escort.

—¡Muy bien doctora!  —el hombre aplaudió—, lo está haciendo muy bien. La trampa está dispuesta.

Ella esbozó una triste sonrisa.

—Sí, y la carnada soy yo.

—Tranquila, la vamos a ayudar cuando todo termine.

—¡Que cómico! Es el segundo que me quiere ayudar —lo miró con odio—, si yo no lo ayudo a él me mata la familia. Si no colaboro con usted me manda a la cárcel.

—A esa situación llegó por sus propios actos —hizo un gesto de resignación—, ahora tomó una buena decisión. Ya tenemos las grabaciones de sus conversaciones, lo único que falta es agarrarlos con las manos en la masa. Ahí se terminan sus problemas. Una nueva identidad, un nuevo trabajo y a recomenzar su vida en otro lugar.

—¿Lejos de los míos?

—Cualquier contacto podría ser fatal —el policía habló con energía—, para usted o para ellos.

La doctora siguió con su vida normal. En el laboratorio ella era la jefa del Departamento de Farmacología. Las oficinas estaban en un coqueto edificio del barrio de Belgrano. Los depósitos en la localidad de Bancalari, ese era el blanco.

Las dos semanas transcurrieron más rápido de lo que deseaba.

—Hola

—Doctora, soy el Chino.

—¡Ah, sí!

—Mañana a la noche en el cruce a General Pacheco —la voz era fría, eficiente—, frente a la estación de YPF. Vamos en una Ranger blanca doble cabina. Somos tres. ¿Okey?

—Sí.

Apagó el celular. El estómago se le contrajo de forma involuntaria.

Sábado a la noche. Ella vestida con unos jeans oscuros, camisa negra, una campera al tono, una gorra de beisbol y una mochila de cuero. Los hombres que pasaban la miraban con interés. Aquella estación de servicio no parecía el lugar más indicado para una belleza sola un sábado a la noche.

La camioneta bajó por la colectora. Adentro iba el Chino con dos más.

—Suba

Los tres tenían el mismo tipo. Morenos, tatuados, robustos y con caras de pocos amigos.

—Doctora, los muchachos: el Moncho y el Cholo —el Chino se rió—, muchachos la doctora. Ya están presentados.

Chino, Moncho y Cholo —rió la doctora—, ocho son los monos…

—¿Qué?

—Nada, no tiene importancia. Supongo que nunca escucharon a León Gieco.

El depósito estaba ubicado al fondo de un camino descampado que salía de la autopista. Estaba profusamente iluminado con la luz cruda de poderosos focos. En la caseta de seguridad dormitaba un hombre de unos setenta años.

El Chino repartió pasamontañas para todos.

—Doctora, ¿el código de acceso?

Ella deletreó con claridad. Las rejas se abrieron con ruido chirriante.

De la caseta de seguridad surgió el viejo.

—¡¿Quién anda ahí?!

La doctora pensó en tranquilizarlo, decirle que era ella con unos amigos encapuchados que querían darle una sorpresa. El disparo sonó como una especie de ¡Plop! El arma era una Glock 17 calibre 9 mm con silenciador Aka. El anciano cayó de bruces sin un quejido.

—¡Pero! —gritó la doctora—, ¡¿están locos?!

—Sin testigos, sin problemas —dijo el Chino mientras la tomaba de las muñecas—, ahora doctora está hasta el cuello. Deme los códigos del depósito.

Ella le dio las instrucciones.

Luego ellos comenzaron a acarrear los tambores del precursor hasta la camioneta. Tenían suficiente espacio de carga.

—Doctora va a tener que venir con nosotros —dijo el Chino.

—Si ya se… sin testigos.

La risotada del Chino quedó inconclusa.

El balazo le entró por la sien derecha y salió por la izquierda con trozos de hueso, masa encefálica y sangre. La doctora sintió que su capucha se humedecía y se la sacó de un tirón.

Cerca del portón trasero de la camioneta el Moncho y el Cholo estaban congelados, Trataron de sacar sus armas. No pudieron. El primero recibió el tiro en el pecho y cayó de espaldas. El otro en el medio de la frente.

La doctora percibió los olores de la muerte que la rodeaba. El picante aroma de la pólvora, el ferroso de la sangre. También a orín y mierda, alguno de los cadáveres que aflojó los esfínteres.

 Desde un rincón en sombras surgió el policía antinarcóticos con dos tipos más. En su mano un arma con silenciador humeante.

 —Cambio de planes doctora —dijo sonriente—, ya que los muchachos cargaron los barriles sería una pena desperdiciar las ganancias.

—¿Qué va a pasar conmigo? —dijo resignada.

—Bueno, coincido con el Chino, los testigos son un problema —esbozó una torva sonrisa—, claro que primero podemos divertirnos un rato, ¿verdad, muchachos?

Los otros dos la miraron sonrientes.

El que estaba a la derecha recibió un balazo en la carótida. Cayó con la sangre cubriendo su pecho. El que estaba a la izquierda apuntó al policía antinarcóticos.

El arma sonó con otro ¡Plop! Y el hombre cayó fulminado con un gesto de dolor y asombro en el rostro.

El hombrote se acercó a la doctora. El cañón tibio del arma se incrustó en sus costillas. Pasó la mano libre por detrás de su nuca y la beso en la boca con pasión. Aflojó la presión del arma.

—Okey, ¿y ahora? —dijo ella impasible.

—Tengo bastante trabajo por delante. Lo primero es borrar todas las grabaciones de seguridad y anular las cámaras internas y externas —hizo una breve pausa—. Tengo que hacer algunas pocas modificaciones en la escena del crimen para que balística trace con exactitud la trayectoria de la balacera. La cosa es más o menos así: una operación encubierta que salió mal. Los delincuentes querían robar el lote de precursor. Los policías quisieron hacer una redada sin apoyo, tal vez para quedarse con todo el crédito. Hubo fuego cruzado del que sobrevivió un ignoto. El arma con que los mataron la tomé del cuarto de evidencias. Alguien me debía un favor y me la dio. Además, borró el ingreso del arma, por lo tanto, para los efectos de la investigación sigue en circulación. Una automática con varios ilícitos, pruebas periciales y un posible sospechoso. Su último propietario que está casualmente con libertad condicional. El ignoto.

—Y los vehículos —dijo ella—, ¿no nos pueden rastrear por las cámaras de seguridad de la autopista?

—Claro que lo van a hacer —contestó con una sonrisa—, pero vamos a seguir con el plan. Nuestro ignoto, o sea yo, se va a ir con la Ranger. Vos te vas a llevar el auto de los polis, que es robado, pero sin pedido de captura. Como no van a tener grabaciones del ingreso tienen que rastrear las cámaras de la autopista. Pero hasta el martes no van a empezar el rastreo. Además, no van a tener la hora probable de muerte hasta luego de las autopsias, así que van a tener que cotejar desde el viernes para encontrar una camioneta que abandone la autopista rumbo a los depósitos. Y que luego se aleje en dirección contraria. El auto en el que vos te vas no lo van poder identificar hasta mucho más tarde.

—Bien, ¿entonces?

—Vos te vas hasta la estación Virreyes, en la calle cortada que da al andén hay un punto ciego. Abandonas el auto y te vas en tren a Tigre. Seguí usando la gorra de beisbol. Vas al baño de la estación y te cambias con la ropa de la mochila. En las estaciones tienen cámaras, hay que cambiar de aspecto. En la estación pluvial te espera el Negro. Te va a llevar en lancha a Nueva Palmira en Uruguay. De allí en bus a Livramento en Brasil. Allí ya vas a estar segura. En ninguno de los controles de aduana va a figurar tu pasaporte. Eso ya lo arreglamos de antemano.

—¿Y vos?

—Voy y entrego el producto a los compradores —volvió a sonreír—. Con ese efectivo, una vez que me reúna contigo en Livramento, viajamos a Porto do Ghalinas. Y comenzamos una nueva vida. De los papeles y documentos para las nuevas identidades me encargo. Tengo todo planeado y los contactos necesarios.

Ella le dio un beso en la boca. Luego subió al automóvil.

Del bolsillo superior delantero sacó el celular que asomaba. Dejó de grabar y comprobó el video desde el comienzo. Salvo algunos pequeños inconvenientes de oscilación o sonido defectuoso estaba perfecto.

Una buena fullera siempre reserva su carta ganadora para la última mano.

Encendió la radio. La voz inconfundible de Tony Bennett cantaba the lady is a tramp:

I love the free fresh wind in my hair             

life without care

oh, I'm so broke, it´s oh!

I hate California. It's crowded and damp

that’s why the lady is a tramp

I´m a tramp!

(Me encanta el viento fresco entre mi cabello

vida sin cuidado

Oh, estoy tan aburrida, ¡es oh!

Odio California, es tan poblada

húmeda

Es por eso que la dama es una vagabunda

¡Soy una vagabunda!)

Ella y la noche, vagabundas. Errante vagabunda hacía una nueva vida. 

No hay comentarios: