El
día estaba despejado y frío. El sol ascendía tímidamente en el horizonte y el
oleaje golpeaba rítmicamente contra la escollera. Una niña rubia con un ramo de
globos corría por la rambla de madera. El transporte marítimo ingresó
lentamente al dique mientras una bandada de cormoranes revoloteaba en círculos.
El aroma del café y las tostadas invadían la cafetería.
Era
una mañana perfecta para morir.
Miró
nuevamente a través del amplio ventanal. La niña estaba parada mirando
(¿conversando?) con un tipo en campera de cuero.
Por
la planchada del transporte bajaba una marea humana incontenible.
Un
hombre caminaba en dirección de la niña agitando un oso de peluche en su mano.
Cerca de la playa, sobre el borde de la rambla, una mujer tan rubia y enrulada
como la niña agitaba un brazo
La
bandada de cormoranes estaba pasando cerca del lugar donde el tipo de campera
de cuero estaba viendo la niña. Alzó la mirada. Dio una última pitada al
cigarrillo y lo arrojó. Hizo el signo de adiós con los dedos de la mano y se
dirigió hacía un vehículo utilitario dónde esperaban dos tipos más. La nena
siguió corriendo con sus globos.
Y como dicen que unos
segundos antes uno revive toda su vida… Simón estaba en pleno proceso.
El problema con Simón
es que no podía discernir cuáles eran sus recuerdos y cuáles le fueron
implantados.
Simón pertenecía a
alguna oscura dependencia gubernamental y por mucho que hubieran cambiado los
tiempos, estas agencias mantenían la misma modalidad. Organismos que
controlaban a otros organismos, organizaciones con tareas e intereses
superpuestos. El hecho es que debido a las misiones delicadas que se le
encomendaban, para su seguridad y para la de la propia agencia, por medio de un
procedimiento quirúrgico se le suplantaban sus recuerdos por otros más
placenteros y menos peligrosos. Un biochip recogía los recuerdos de
alguna otra persona y con ellos se reemplazaban los del agente.
Algo había fallado
con el proceso de Simón.
Sus recuerdos, por ejemplo,
de la madre, se superponían. Es así que veía dos rostros que luego se fundían
en uno. Le causaba los mismos espasmos amorosos el arrullo de una, como las
canciones infantiles de la otra. Hasta los sentidos que nos remitían a los
primeros años infantiles, el aroma de las tostadas recién hechas,
inexplicablemente se confundía con el vaho del césped recién mojado por una
lluvia veraniega. Un torbellino de evocaciones antagónicas y convergentes.
¿Cuáles eran realmente sus auténticos recuerdos? ¿Después de todo, quién era
él? ¿Él era el individuo que habían marcado sus remembranzas? ¿Tenía existencia
en tanto y cuánto su experiencia le dictara quién era y de dónde venía?
No tenía mucho tiempo
para divagar.
Allá en la otra punta
del muelle, camino a la cafetería dónde él estaba, avanzaba la muerte.
En este caso tres
tipos que se separaron en diferentes direcciones. Con solo verlos supo que eran
profesionales y que venían por él. También supo que no tenía escapatoria. Cruzó
sus manos por la espalda y tocó las cachas de las dos automáticas. Solo tenía
que sacarlas, y prácticamente sin apuntar, los proyectiles inteligentes
buscarían su blanco. Luego el plasma, una vez en el organismo, se disgregaría
envenenando y corrompiendo lo que penetrara. La muerte era casi instantánea.
Miles de nanobots* atacarían el sistema nervioso central. Paralizando el
corazón, los pulmones, la actividad cerebral. Claro, él también disponía de
esas armas. En una relación tres a uno.
La muerte se paró del otro lado del ventanal, mientras llevaba la mano derecha
dentro de su abrigo. Simón no fue lo suficientemente rápido. Una quemazón en el
pecho se esparcía por todo su cuerpo, al tiempo que los vidrios volaban hechos
trizas. Sintió que caía dentro del humeante pocillo de café. Y caía. Más y más,
en una profundidad espesa y pegajosa.
Y por fin la quietud
y la oscuridad total.
—¡Señor! ¡Señor! ¿está bien?
El rostro perplejo de la camarera estaba a escasos centímetros del suyo. Sus
ojos grandes y verdosos, el gesto atribulado. Varias personas más lo estaban
mirando
—Pero, pero ¡estoy vivo! —al ver los rostros asombrados se corrigió—, quiero
decir…bien.
—¿Le traigo un vaso de agua? ¿Necesita algo más?
—¡No!... ¡no estoy bien, de verdad!
Se retiraron y lo dejaron solo. De todas maneras, varias miradas esquivas lo
seguían evaluando. ¿Qué le había pasado? Él pensaba que lo más probable fuera
que aquel chip defectuoso, le hubiera hecho revivir la muerte del tipo al que
le sacaron los recuerdos. Ahora, parcialmente, volvía a tener el dominio sobre
sus propias evocaciones. Estaba tratando de rearmar el rompecabezas y con ello
las memorias de sus misiones secretas. Aún estaba muy confundido, y aterrado
por la experiencia que acababa de revivir. ¡Tan real! ¡Espantosamente real!
Salió del local y cruzó la vereda rumbo al malecón. En la entrada del puerto
una nave con pasajeros comenzaba a maniobrar para atracar. Las personas se
asomaban por la
borda, algunos filmaban, otros saludaban agitando pañuelos de diversos colores.
Una bandada de cormoranes paso sobre el navío en dirección de babor y volvió en
perfecto círculo por el lado contrario
Aspiro profundamente, mientras se palpaba los brazos y las piernas. A duras
penas creía estar vivo aún. Recordó las automáticas. En la cintura no tenía
nada. Entonces se palpó el pecho; debajo del sobaco izquierdo tenía el arma.
Aún perplejo se rascó la cabeza.
Una niña rubia caminaba por los tablones del muelle, y en sus manos llevaba
unos globos de colores. Se lo quedó mirando unos segundos con un gesto de
extrañeza. ¡Debería tener un aspecto terrible!
Los cormoranes revolotearon una vez más de un extremo al otro del puerto, y los
pasajeros les arrojaron algunas sobras para que comieran.
—Disculpe ¿Nos acompaña? —la voz del tipo no sonaba a invitación. Más bien era
autoritaria y no admitía un no como respuesta.
Al costado derecho otro tipo parecía distraído mirando el paisaje. En el
costado izquierdo tenía otro sujeto mirándolo fijamente. Los tres vestían ropas
oscuras de buen corte, eran de físicos y rasgos similares. Robustos y altos,
con el pelo corto y prolijo. Eran de pocas palabras… preferían la acción. Lo
llevaron casi en el aire hasta un vehículo de transporte que estaba estacionado
al lado del malecón.
Una vez dentro, pudo ver una especie de oficina móvil, con sofisticados equipos
de monitoreo electrónico. El tipo que había hablado se sentó detrás de un
escritorio y lo examinó con un par de ojos grises inquisitivos.
—¿Qué estaba haciendo en la cafetería?
Era una buena pregunta. En realidad, ni siquiera sabía que estaba haciendo en aquel
puerto. Recordaba la noche anterior, una salida con un matrimonio conocido. Una
velada amable e intrascendente. Luego un deseo irrefrenable de ir hacía el mar,
más precisamente al lugar dónde estaba ahora. Se levantó temprano en la mañana,
y sin despedirse, salió con su auto a la ruta.
¿El deseo había sido suyo? ¿O, por el contrario, de sus recuerdos implantados?
Actualmente en su mente no quedaban memorias que lo ligaran a aquel lugar.
—¿Está seguro que jamás estuvo acá? —el hombre de los ojos grises seguía
interrogándolo.
Ya no estaba tan seguro. Ahora que lo pensaba con más detenimiento el lugar le
resulta vagamente conocido. Una sensación como de deja vu.
Trato de enfocarse en las últimas veinticuatro horas. Pero lamentablemente en
cuánto a recuerdos y pensamientos la mente no era tan lineal ni estructurada.
En un orden sumamente caótico buscaba información de diferentes épocas,
referencias cruzadas de los sentidos y las emociones. Luego de alguna manera
misteriosa todo ese mare mágnum de búsqueda se unía como un
rompecabezas, y ahí estaba su historia de vida.
Lo primero que pudo comprobar es que su madre tenía un solo rostro. Que cantaba
canciones infantiles y que le preparaba unas deliciosas tostadas antes de salir
para el colegio. ¡Había recuperado su persona! ¡Sus propios recuerdos!
El hombre de los ojos grises no lo demostraba, pero estaba perdiendo la
paciencia.
—Mire—le señaló una de las pantallas que monitoreaban cada rincón del puerto,
el malecón, la escollera y la cafetería.
En el muelle pudo ver a la niña que aún tenía el ramillete de globos de
colores. La acompañaba una joven mujer de lacios cabellos color miel. El viento
agitaba sus vestidos y las cabelleras sueltas. En el otro extremo se veía, ya
atracado, el navío y los pasajeros descendiendo por la planchada. La nena
comenzó agitar sus brazos presa de gran excitación. Un hombre alto y bien
vestido apuró el paso en su dirección. Una sonrisa en su rostro y un oso de
peluche enorme en sus manos.
Abruptamente cuatro sujetos parecidos a los que lo habían apresado a él
salieron a su encuentro. Algunas palabras. El hombre mira desesperado en
dirección de la nena, que es sujetada por la mujer. Las miradas de la mujer y
el hombre se cruzan y el asiente mientras trata de llevar la conversación con
los tipos que lo rodean. La mujer se lleva arrastrando a la niña en la otra
dirección. La chiquita esta descompuesta del llanto, quiere volver, pero no
puede con el vigor de la mujer rubia. Salen de plano. Al igual que el grupo de
los captores y su presa.
—¿Qué fue todo eso?
—Tal vez esto le refresque la memoria—dijo en tono monocorde el tipo de los
ojos grises.
Se abrió la puerta del transporte y entró uno de aquellos sujetos con el oso de
peluche en la mano. Simón hecho a reír con ganas. El aspecto de aquel gorila
con un muñeco en sus manos era francamente desopilante. Ojos grises lo
miró con dureza y al otro tipo también.
Simón dejo de reír.
El sujeto tomó el oso
con una mano, mientras en la otra relampagueó un arma tan anticuada como una
navaja automática. Una pieza de museo, que se hundió en el vientre del osito.
Comenzó a destriparlo pacientemente y entre medio de la estopa surgió a la
vista unos pequeños tubos llenos de una melaza rojiza.
Extrañamente Simón
sabía que era aquello. Dentro de los tubitos, sellados al vacío, aquella jalea
era una especie de líquido amniótico. En la cuál flotaban unos pequeñísimos
microchips. Su nombre era biochip. Por su concepción híbrida: silicio,
plasma y células humanas clonadas. El tenía algunos de aquellos en su cerebelo,
eran los que le habían provisto sus recuerdos alternativos. Pero aquellos eran
sustancialmente diferentes. Aquellos biochips producían efectos
alucinógenos, como las drogas ya pasadas de moda.
De todas maneras, como en la antigüedad, estos elementos se contrabandeaban,
los comercializaban las mafias, se mataba y se moría por su lucrativo negocio.
—Creo que ahora tiene las cosas más claras, ¿no?
Si, ahora recordaba que había pasado en el puerto.
Aquel día, ya distante en el tiempo, él con dos tipos más vinieron a hacer su
trabajo. Estaba en la punta del malecón viendo como una joven de largos
cabellos rubios le compraba unos globos de colores a una niñita rubicunda. El
ruido de la sirena de un transporte marítimo lo distrajo. Miró su reloj, ya era
hora que el tipo llegara.
Ahora comenzó a caminar rumbo a la cafetería. Con un movimiento de cabeza les
ordeno a los dos tipos que se separaran. El siguió por el medio de la acera y
mientras caminaba recordó cómo le habían ordenado aquella misión:
El jefe lo había citado en un estacionamiento. El asunto era que un tipo
molesto estaba investigando el negocio de los biochips; pertenecía a
otra agencia de seguridad.
Su tarea era
neutralizarlo. Luego de lo cuál él y sus ayudantes debían pasar por la agencia
para borrar los recuerdos de aquel incidente desafortunado. Una buena suma de
dinero y gratitud, que se podría traducir en un pronto ascenso, eran el pago
por la tarea.
En eso estaba. Podía ver al hombre sentado en la mesa al lado del ventanal.
Metió la mano derecha dentro de su abrigo de cuero. El otro salto del asiento
con las manos en su espalda. Entonces el ventanal estalló, mientras el sujeto
caía de bruces sobre su taza de café. Uno de sus compañeros había sido mucho
más rápido. A paso veloz volvieron a los vehículos, en tanto el echaba un
último vistazo al malecón. Los autos huyeron a gran velocidad. En el muelle una
niña besaba a un hombre con una enorme sonrisa en el rostro. Y un oso de
peluche más grande aún en sus manos.
—Creo que ahora ya sabe que queremos—el tipo de los ojos grises habló con
convicción—. Nosotros sabemos que paso aquel
día. Él era nuestro compañero. Estaba siguiendo una pista y había llegado hasta
el tipo del barco, o sea el correo. Pero nosotros queríamos saber dónde
estaban los distribuidores, los clientes, las clínicas clandestinas. También
averiguamos dónde estaban los laboratorios y las redes de distribución. Claro
que toda esta logística tenía una cobertura no solo política, sino también de
nuestra propia gente. O sea, ustedes. ¿Quiénes son ustedes? O mejor: ¿Quién es
el pez gordo?
Simón movió su cabeza. Estaba confundido. O tal vez no existiera esa confusión.
Algo estaba clarísimo: él era de los malos.
—¿Cómo llegaron a mí? —Simón dice.
—Cuándo fue a la clínica para implantarse el biochip, nosotros ya lo
teníamos identificado. Lo único que hicimos fue reemplazar sus recuerdos por
los de nuestro compañero muerto. Y como el criminal siempre vuelve a la escena
del crimen… ahí estábamos esperándolo.
¡Ahora comprendía! Por qué el biochip resulto defectuoso. La confusión de recuerdos y
sentimientos. Esa sensación de rechazo. No era casualidad ni impericia, todo
había sido planificado. Aún el fallo del biochip.
—Simón… ¿Quiénes son sus superiores?
Él estaba solo e inerme. Lo tenían del cuello. Con un tono de voz apenas
audible comenzó a contar absolutamente todo. Reveló detalles, lugares,
personas, organigramas y estructuras de logística que el conocía. Siguió largo
rato hablando y hablando y a medida que contaba todo, un extraño alivio lo iba
ganando. Luego que detalló fechas y operaciones diversas, cayó en un profundo
silencio.
Dos hombretones lo tomaron de los brazos y lo sacaron del vehículo. Caminaron
lentamente hasta la acera del malecón. El sabía lo que le esperaba. Tal vez
algo peor que la muerte. Podían ponerlo en un estado casi vegetativo. O
borrarle su personalidad y aprovechando sus habilidades lograr que trabajara
para ellos en misiones suicidas. Inclusive le podían dar información falsa y al
ser capturado y torturado, revelar esas mentiras al enemigo.
Ninguna de las
opciones era muy atractiva.
Una bandada de cormoranes paso sobre sus cabezas y se perdió rumbo a un mar de
color azul intenso. Miró en su derredor y le pareció ver a lo lejos un
ramillete de globos de colores. Una cabecita con rizos dorados.
El viento le azotó el
rostro. Era un día perfecto para morir.
Con un movimiento diestro le aplicó un terrible codazo al tipo de la derecha.
El otro se trabó en ruda lucha con él. Mientras el combatía fieramente con el
sujeto, el otro estaba de rodillas vomitando su desayuno. Sintió que el tipo le
había inmovilizado los brazos con una experta toma. Un cabezazo vigoroso dio
con el sujeto por tierra.
Del transporte
salieron dos más. Echó a correr lo más rápido que podía.
¡Si, no cabía duda!
¡La nena de los globos estaba en el muelle!
Y corrió, siguió
corriendo. Ya estaba más cerca.
Un fuego atroz
estalló entre sus dos omóplatos. Un ardor inaudito poseyó todo su cuerpo,
mientras tropezaba en la entrada de la cafetería. Todo se volvía llamas y
oscuridad. Hasta que la oscuridad le ganó a la luz.
Una negrura siniestra
y definitiva.
—¡Señor! ¡Señor! ¿Está bien?
El rostro atribulado de la camarera y sus enormes ojos verdosos.
Y la gente, en
derredor, que lo miraba extrañada.
*Nota del autor: robots de tamaño microscópico.
1 comentario:
ESO es arte.
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