La
galería tenía la imponencia y ese toque decadente que tienen las cosas que
están por desaparecer. La entrada principal daba a una avenida ancha con
apariencia madrileña. La parte posterior a una calle angosta, pero muy
transitada. Todo el lugar parecía levemente anacrónico. Sus negocios ofrecían
productos de las más variadas especies. Una dietética tenía desde granos y
harinas de diferentes tipos, hasta encurtidos y especies de las más exóticas.
También había un sastre de medida con sus telas importadas y una tabaquería que
ofertaba aromáticos tabacos, variadas pipas artesanales y los juegos de mesa
más extraños que uno pudiera imaginar. Los pisos eran de lajas, y predominaba
el uso de la madera y los bronces. El techo remataba en una cúpula pintada en
forma de celestial mural con profusión de nubes y querubines sonrientes.
Sobre
la parte media de la galería se encontraba una vieja escalera de mármol. El
barandal de hierro rodeaba a la vez a la escalera y al hueco del ascensor.
Alguien había tenido el buen tino de poner un cartel que advertía: HABIENDO
ESCALERAS, LOS PROPIETARIOS NO SE RESPOSABIL1ZAN DE LOS ACCIDENTES PRODUCIDOS
EN EL ASCENSOR.
En
la parte superior del edificio estaban las oficinas. Las que daban al frente
eran las más amplias y luminosas. Y las más caras. Las del contrafrente eran
pequeñas y penumbrosas, aparte de económicas. En las del frente desarrollaban
sus actividades agencias de turismo, empresas de exportación e importación y
negocios de bienes raíces. En las otras, financieras de dudoso capital,
astrólogos, videntes y agencias de acompañantes.
Al
final de un pasillo mal ventilado, en uno de los últimos pisos, sobre una
puerta de madera que imitaba el nogal; una placa de bronce rezaba: Carlos
Arístides Estévez. Investigaciones Privadas.
El
interior de la oficina ofrecía un escritorio maltrecho, un par de sillones
bastante trajinados y sobre una silla de madera la figura de un hombre aterido.
Se arrebujo dentro de un sobretodo de buen corte, pero que había conocido
épocas mejores. Abrió con desgano un cajón del escritorio. Dentro del mismo se
podían encontrar: unas pastillas de menta, clips, unas facturas impagas y su
único lujo: una Walter PPK con su correspondiente cargador. Sacó un vaso y se
sirvió una generosa ración de ginebra. Era una forma de combatir el frío sin la
calefacción. Le habían cortado el gas por falta de pago. Y era un milagro que
aún tuviera luz. Era increíble pero los gastos crecían en forma geométrica y
los ingresos decaían matemáticamente. Hacía semanas que no tenía un caso.
Ningún
cornudo tratando de confirmar sus sospechas. Nadie que necesitara un
guardaespaldas. Tan siquiera quebrar los huesos de algún deudor remolón.
Estaba
decidiendo si prolongaba un poco más la agonía o cerraba, y se iba al hotel de
mala muerte dónde residía, cuándo unos suaves golpes en la puerta le llamaron
la atención. Se irguió con rapidez y corrió el riesgo de encontrarse con un
acreedor cara a cara.
Quedó
prácticamente sin aliento. Pese a la poca claridad, se recortó frente suyo la
rotunda figura de una rubia como pocas veces había visto. Estaba enfundada en
un vestido negro largo y elegantísimo. Por otra parte, tenía zapatos de taco
aguja y una discreta cartera haciendo juego. La belleza de sus finos rasgos se
acentuaba con el detalle de unos ojos de gata color verdoso.
—Estévez
¿Me permite?...
—¡Por
supuesto! pase.
Le
cedió el paso, mientras pensaba que demonios hacía aquella belleza en su
oficina. Seguro que era un problema. Y de los gordos. Sus instintos le habían
ayudado a lo largo de su azarosa vida y en más de una oportunidad le habían
salvado el pescuezo. Literalmente.
En
ese momento sentía un rechazo a atenderla. Nadie gastaba fortunas en vestidos
ni cosméticos para impresionar a un pobre detective. Pero puso su mejor cara de
truco y pregunto:
—¿En
qué le puedo ser útil? Señorita...
—Roxana...
me llamo Roxana.
—Nombre
de perra —pensó sin mucha compasión.
—Sr.
Estévez, me recomendaron sus servicios.
—¿Podría
saber quién me recomendó?
—¡No!,
por supuesto que no—suavizando un poco el tono de voz agregó—, se dice el pecado,
pero no el pecador, estimado Sr. Estévez.
—Bien.,
entonces vayamos directo al grano. ¿De qué se trata el asunto?
Ella
lo observo con un dejo de curiosidad. Y él estaba aún más intrigado. La mujer
era evidentemente una acompañante, una muñequita de lujo a la que le habían
encargado una tarea. Pero tenía su carácter. Además, tenía que probar su
autonomía.
—Tiene
que averiguar el destino de una pareja que desapareció en el año 1978. Los
detalles están en este sobre—le tendió un abultado sobre de papel madera.
—Debe
estar bromeando... ¡más de 32 años! ¡A quién le puede importar!
—A nosotros—dijo ella
tajante.
—Roxana…
nosotros, ¿Son las Madres o las Abuelas?
—Vuelve
a ponerse curioso Sr. Estévez. Le comento que lo único que usted le debe
importar esta en este otro sobre—le arrojó sobre el escritorio otro sobre igual
al anterior, le echo una ojeada, había una buena cantidad de billetes.
Aparto
el sobre con el dinero y sacó del otro los datos. Baste decir, sin entrar en
muchos detalles que él se llamaba Samuel y ella Edith. Él era antropólogo y
ella asistente social. No había que atar muchos cabos para saber que les había
pasado. El año 1978 no era una buena época para tener sensibilidad social y
aparte portar nombres de origen semita.
—¿Cuál
es su precio Sr. Estévez?
—5.000
pesos por día... más gastos.
—¿Toma
el caso y le alcanza lo que le dimos para empezar? —su
voz sonó imperativa—- No es por gastar menos, pero el trámite exige premura.
Tiene que ver con trámites de herencias y juicios estatales.
Había
algo que no le gustaba en aquel asunto. Era como si ella supiera quién era él.
Que informaciones podía obtener, que contactos poseía para desenmarañar aquella
trama. Por supuesto que no podría hallar a nadie más apropiado para aquella
tarea. La extraña sensación de aprensión luchaba a brazo partido con la imagen
del cajón lleno de facturas impagas reproduciéndose por doquier.
—Lo
tomo, pero necesito algo de tiempo, es una tarea importante rastrear un asunto
de tantos años atrás. Se necesita cierto trabajo de inteligencia. Ha pasado
demasiado tiempo, y si mis sospechas son las correctas, va ser muy difícil
saber que fue de ellos.
—Es
imperativo que usted averigüe todo lo que pueda, se lo ruego Carlos—por primera
vez en toda la charla ella abandonó el tono frío y profesional, para dejar
traslucir algo cercano a los sentimientos.
La
acompañó hasta la puerta, y mientras se alejaba por el pasillo dos pensamientos
le rondaban la mente.
El
primero era una apreciación sobre los valores estéticos del trasero del
problema que se acababa de retirar.
El
segundo, como haría para contactar cierta gente que hacía mucho tiempo que no
veía. Y que realmente no celebraba tener que volver a ver.
Tendría
que hacer un par de llamados.
Una
vez concluidas las averiguaciones preliminares, pasó a buscar su vehículo,
rogando que hoy los dos cilindros que le quedaban sanos no le causaran ningún
atraso.
Compró
un par de botellas de buen licor. Eso ayudaba a recordar viejas épocas y
reavivar perdidas camaraderías.
Los
mastines oscuros lo recibieron con un ronquido amenazador. Los barrotes lo
separaban de un casi seguro ataque asesino. La casona, que estaba como colgada
sobre una barranca con vista al imponente río, tenía unas pocas luces
encendidas en la planta baja.
—¿Quién
carajo está ahí? —una voz con un tono marcial lo interrogó
desde las sombras.
—¡Soy
yo! —gritó él a su vez
—¿Y
quién carajo es yo?
—¡El
Puma! ¿Ya te olvidaste?
—¡Pumita!...
¡Que alegrón! Pero pasa che, pasa que ya mando a guardar a las fieras.
El
Tranvía metió a los perros en el canil y luego le enseñó el camino al Puma.
Mientras pensaba dónde podía conseguir un par de vasos decentes.
Luego
de unas cuántas rondas de alcohol, Estévez decidió que era el momento de
decirle cuál era el motivo de su visita. Pero el Tranvía lo tomó muy a
mal.
—¿Entonces
ahora trabajas para la contra?, para esos zurditos de mierda—mientras despedía
chispas por los ojos.
—Ese
fue toda la vida tú error de concepto—el tono de voz de el Puma era
exasperante—. Sólo crees en Dios, Patria y Familia. Los zurdos eran un enemigo
al que había que destrozar de la peor manera posible. ¡Mi único Dios es el
dinero! Y los zurdos eran parte de mi trabajo, yo tenía que extraerles toda la
información posible sin matarlos. Podía transformarlos en un guiñapo
sanguinolento y aún mantenerlos con vida, siendo útiles. Y cobraba mis buenos
pesos por eso. No le pidas patriotismo ni ideologías a un mercenario.
—¡Claro!
¡Igualito que ellos! El señor hacía su trabajo, cobraba y rajaba—el Tranvía prácticamente
escupía las palabras—, mientras nosotros nos jugábamos las bolas contra el
enemigo apátrida y traicionero.
—Tranvía,
no
fue una guerra muy pareja. Ni siquiera en Tucumán. La guerrilla urbana estaba
liquidada antes de empezar. Más con los métodos que utilizamos. Vos crees el
versito de la salvación de la Patria, pero todo fue un gran negocio entre dos o
más facciones por el poder. ¿Te recuerdo cuándo volvió el Viejo, en Ezeiza?
¡Todos tenían su fierro ¿Quién se los dio? ¿Y Gravier, que manejaba la guita de
los subversivos y de la Junta? ¡Se mató con su jet particular! ¡Que
conveniente!
Nuevamente
el Tranvía, con las venas del cuello por estallarle, después que tomó un
trago, atacó:
—Nosotros
cumplimos con nuestro deber. Hubo una guerra y si pagó el justo por el pecador,
lo siento… el fin justifica los medios. Ahora estos políticos de mierda
disfrutan de la democracia y la paz gracias a tipos como el Ángel, el Tigre y
nosotros que hicimos el trabajo sucio.
—El
tema es el siguiente. Te la creíste. Yo en cambio siempre fui un mercenario, gané
mi buen dinero, no lo supe administrar y ahora hago esto por mi cuenta. ¿Qué se
supone que haga? ¿Ir a lamerle el culo a un excomisario?, ¿trabajando en una
agencia de seguridad por dos pesos?
Decidió
hincar el cuchillo hasta el hueso:
—¡Mirá
cómo te paga la Patria tu dedicación y heroísmo!, cuidando unos archivos que
nadie reclama y que tampoco se sabe que existen.
Pero
ya era tarde, El Tranvía estaba durmiendo profundamente atontado por el
licor. El Puma Estévez se sintió como en los buenos viejos tiempos. Se
movió con rapidez y bajó al sótano. Las luces de tubos fluorescentes
parpadearon iluminando unas largas estibas de metal. Miles de carpetas
maltrechas se alineaban en los anaqueles. Un olor pútrido como el de los nichos
de un cementerio le hirió sus fosas nasales.
—Como
treinta mil nichos—pensó, de alguna extraña manera la idea le causó gracia.
Una torva sonrisa dejó ver una dentadura lobuna.
Luego
de revolver un rato el lugar, encontró lo que buscaba. ¡No se podía creer que
la suerte le hubiera cambiado de tal manera! El matrimonio había sido capturado
en una villa miseria dónde estaban haciendo un trabajo de campo. En el informe,
con una prolija letra se detallaba a las sesiones que habían sido sometidos,
los datos que se habían obtenido y por último el “traslado” desde El Palomar
hasta su destino final: el Río de la Plata.
Esa
noche unos vientos inusuales habían retirado el agua de las costas argentinas.
Los colegas uruguayos habían terminado el trabajo, enterrando los N. N. en
algún lugar de departamento de Canelones. Pero lo más notable era que Edith,
pocas horas antes de su traslado, había parido. Con un poco de suerte podría
estirar la investigación. Inclusive hacer un viajecito al Uruguay para recabar
más datos. Tratar de descubrir el paradero del bebé. Y todo eso salía más dinero
Utilizó
el teléfono de la residencia y se comunicó con el celular cuyo número le había
dado Roxana.
—No
Carlos, mejor que vengas a una dirección que te voy a dar, así hablamos
personalmente.
La
residencia no quedaba muy lejos de dónde estaba. Era la localidad de Acassuso.
La
mansión estaba plenamente iluminada, así como el parque. Entró por el portón
principal que estaba entornado.
—Roxana...
Roxana.
La
pileta de natación estaba vacía. Pero el sistema de iluminación estaba
encendido. Caminó bordeando un camino de lajas rusticas. Entonces la encontró.
Y si pudiera ser estaba más bella que el otro día. Despojada de maquillaje y
con un salto de cama claro y vaporoso. Lo tomó de la mano y le dijo:
—Por
aquí.
El
lugar apestaba a dinero. Dinero y poder.
Él
se había equivocado. La muchacha no era una acompañante. Era una mantenida de lujo.
—¡Carlos!
—dijo ella anhelante, mientras pegaba su cuerpo al de él. Definitivamente su
suerte cochina había cambiado. Y no lo abandonaba. El perfume se mezclaba con
su aroma de mujer joven. La abrazó.
Entonces
sucedió todo.
Repentinamente
unos vigorosos brazos lo sujetaron por atrás, ella en un movimiento experto le
quito el arma de la sobaquera. Lo siguiente que sintió fue un terrible golpe en
la base del cráneo. Y mientras todo estallaba en una miríada de estrellas, se
hizo la más profunda de las oscuridades.
La
luz cruda le penetró por sus párpados cerrados, hasta lastimarle en algún lugar
recóndito de su estropeada mollera. Las sienes le latían con violencia. La
jaqueca era intolerable. Trato de erguirse. No pudo. Abrió los ojos un
instante. Lo suficiente para que el dolor de cabeza se uniera con la sensación
punzante de la luz entrando a raudales en sus retinas.
Tenía
el cuerpo sujeto a una especie de camilla de acero inoxidable, como la que se
usa en las autopsias. Firmemente amarrado por el cuello, los brazos y las
piernas. Giró para tratar de ver mejor a su alrededor. Y pudo reconocer unas
cuántas cosas. Una batería, por ejemplo. Y unos cables que remataban en unos
bornes de bronce.
—Bien
Carlos, la primera parte la cumpliste perfectamente. Ahora queremos saber más
cosas. No solo lo que figura en los archivos que tan gentilmente nos cediste.
Roxana
empleaba un tono de voz suave:
—Si
no también como se formaba tu grupo de tareas. Para quién revistabas.
—Puta—una
mano salió de la nada y se estrelló de lleno en su cara, Sintió correr la
sangre por la comisura de los labios.
—No
es necesario—reconvino ella—, él va a contar todo. Como el duro de su amigo.
¿Cómo se llama? ¡Ah!, si… Tranvía.
Él
sabía que solo era cuestión de tiempo.
Primero
viene el dolor que te atenaza de a poco hasta sentirlo en la raíz del pelo.
Luego el baldazo de agua helada. Ahí parece que la piel se te infla hasta
desgajarse a pedazos. Y cuándo crees que todo pasó, que el padecimiento se
escurrió de tu cuerpo como el agua por la cañería, todo vuelve a empezar.
También
estaban las secuelas. Como la corriente eléctrica busca un buen conductor, la
sangre es lo mejor que tenemos, entonces las venas y las arterias sufren
quemaduras internas que a la larga cobran el precio de alguna embolia.
Y
las otras huellas. Las que no se ven. Las que quedan en tu cabeza y tu orgullo.
—¿Comenzamos
Carlos?
Ella
sostenía los dos cables sobre su cabeza, los bornes brillaron a la intensa luz
de los reflectores.
Iba
a ser una noche muy larga.
1 comentario:
Hola Ricardo. Armate un instagram así te seguimos por ahi. Es muy bueno lo que escribis
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