Mi
flamante estado civil tenía muchas ventajas. El problema es que no sabía cuáles
eran. Gozaba por fin de toda la libertad del mundo para hacer y deshacer a mi
antojo. Y que mejor que un fin de semana largo, de esos en los que el lunes es
feriado. Podía organizar algo para el domingo y acostarme a cualquier hora. El
asunto es que la mayoría de mis amistades había decidido escaparse a algún
sitio próximo a la costa o al campo. No quedaba más opción que una salida
solitaria. Estaba en ese momento viendo la cartelera de espectáculos y
decidiendo entre el cine y el teatro. No muy decidido, por cierto. Era como aquel
tema del finado Luca Prodan: “no sé lo que quiero, pero lo quiero ya”
En
teatro las posibilidades las gobernaba el bolsillo. Las obras que me gustaban
escapaban a mis posibilidades. Las más accesibles eran aquellas experimentales,
en teatros que por lo general eran sótanos mal ventilados y con pésima
acústica. La oferta de los teatros oficiales, como el General San Martín,
giraba en torno a obras clásicas en nuevas versiones. Claro que yo había visto
dieciocho versiones de “El jardín de los cerezos” y una veintena de “Macbeth”.
No me interesaba ver otras.
En
cine, la cartelera por la proximidad de las vacaciones de invierno estaba
bastante raleada. No había grandes estrenos. Me decidí por un doble programa de
un viejo cine de la calle Lavalle. Tal vez dando una vuelta por ahí, surgiera
una posibilidad.
Luego
de arreglarme para la ocasión, decidí entrar en un bar para comer algo. Opté
por un cuarto trasero de pollo a las brasas con unas papas fritas y una botella
tres cuartos de Chateàu Vieux.
Estaba
mirando por el amplio ventanal, cuando reparé en la rubia que me miraba desde
el otro extremo. ¿Me estaba mirando? En realidad, me sentía como esos animales
salvajes criados en cautiverio. Veintipico de años de matrimonio me había
domesticado, y ahora, de nuevo en la jungla tenía los instintos, pero me
costaba la práctica. Luego de revisar la carta por enésima vez, alce la vista y
la miré. ¡Si! Estaba mirando de nuevo.
Durante
el último año me había transformado en un asceta. El sexo rentado jamás me
había atraído. Me dejaba con una extraña sensación de vacío. Tenía amigos que
cuando salían de juerga tenían que terminar la noche en un prostíbulo. No era
mi caso.
Ahora
que tampoco había decidido entablar ninguna otra relación, pese a tener
oportunidades. Creo que rehuía el mínimo de compromiso. Era como el gato
escaldado que ve la leche y llora. Pero esta noche…
Y
esa rubia, que por cierto no estaba nada mal.
Claro
que yo seguía sumergido en mis dudas. Entre bocado y bocado, y trago y trago;
lo iba pensando. Ya no tenía veinte años para hacer un abordaje en un lugar
público. Además, con los tiempos que corrían no era aconsejable este tipo de
acercamiento. Pero si esperaba a hacerlo en un baile, por ejemplo, jamás lo
lograría. No era demasiado diestro bailando. También quedaba la opción de esos
lugares de encuentro, dónde me presentarían alguna desahuciada como yo. Que me
escucharía con cara arrobada y aprobaría cada uno de mis dichos, con tal de
tener una noche de supuesto placer.
Citas
a ciegas, hace algunos años, había tenido unas cuántas. Los resultados no
habían sido los mejores.
La
rubia seguía mirando, con disimulo, pero en forma constante. Decidí que tenía
que pedir la adición al mozo. Luego, como si fuera para el baño, me acercaba y
le decía cualquier cosa para trabar conversación.
¿Y
si me dejaba parado? O lo que es peor ¿Si hacía una escena por mi falta de
respeto?
No
lo pensé más, me levanté y me acerqué para encararla.
Un
tipo alto y elegante se me cruzó en el camino y llegó primero. Ella se levantó
del asiento y lo besó en la boca, mientras me dedicaba una sonrisa y mirada
burlonas. Seguí mi camino al baño. Era una de esas mujeres que disfrutan
haciendo creer algo, que en realidad no era verdad. Parece que años de
matrimonio no me habían enseñado nada.
La
sala del cine era húmeda, fría y el proyector producía un sonido, que, si uno
no tenía la capacidad de ignorarlo, asemejaba un helicóptero en un túnel. La primera
película era una de los X men con escaso argumento, muchas explosiones,
trucos prodigiosos y actuaciones dignas de mejor cometido. De la segunda, hasta
dónde me quede a ver, puedo decir que era una de terror con asesinos seriales
que interrumpen el coito de jóvenes cachondos en cueros. Para luego seguir
matando absolutamente todo lo que le indique el director.
Una
vez en la calle peatonal, caminé sin mucha convicción un par de cuadras. El
Bingo no me atrajo demasiado, aunque lo pensé. Para jugar un rato al billar
necesitaba compañía, y los que por lo general te desafían son tiburones en
busca de incautos que quieran apostar sus dineros.
—Oie
chico… ¿Quieres un par de ticket gratis? ¿Para ti y tus amigos?
Sin
prestar demasiada atención al muchacho con acento centroamericano, dije que sí.
—Bueno
chico… acompáñame que te lo hago firmar…
En
un santiamén estuve en el piso superior, atravesando un cortinado y con dos
mulatas que me tomaron de cada brazo.
—Oie
¡Que chico tan rico que eres!
—¿A
qué te dedicas muñeco?
Mientras
me hablaban me llevaron hasta un sofá bajísimo. Casi golpeaba con las rodillas
en la mandíbula. Se acercó un mozo.
—Trae
tres especiales de la casa—ordenó la de la derecha. La de la izquierda me
explicaba que eran dominicanas, la forma de pago, las cosas que podíamos hacer
y me acariciaba el muslo derecho. La de la derecha comenzó a frotarme el pecho.
Una
vez que les aclaré que no tenía interés, y que, de haberlo, no había dinero… se
acabaron los mimos.
—Ven
tú a cobrarle los tragos—ordenó la de la izquierda.
—¿Qué
tragos? —empecé
a protestar.
—Los
especiales de la casa que has pedido—dijo la de la derecha.
—¡Yo
no pedí esos jugos de fruta aguados! ¡Fue ella!
El
mozo ce acercó y me iluminó con una linterna. No solo yo estaba sentado casi en
el piso, el tipo era enorme. Algo más de dos metros.
—¿Cuál
es el problema? —dijo amenazador.
—¡Que
no quiere pagar el pedido!
—¿Cuánto
es? —pregunté
conciliador.
—Nueve
mil pesos.
—Tengo
cuatro mil, ¡vivamos los dos! ¿si?
Una
vez en la calle, con cuatro mil pesos menos y la sensación de haber pagado por
nada, empecé a evaluar la posibilidad de huir de aquel lugar.
—Fiera…
¿No tenés una moneda para viajar? —el muchachito no tenía
cara de querer viajar a ningún lado. En realidad, parecía como si tuviera sed.
Tomé la billetera y saqué un billete de cien pesos.
—Escuchá…
¡no hagás quilombo! — tenía una pistola en la mano—¡dame toda
la guita!
Si
lo hubiera pensado no lo hacía. Pero ya estaba un poco cansado de mi mala
suerte. Además, tenía las manos dentro del abrigo. Así que le dije.
—Vos
no sabés con quién estás hablando—le di a la voz un tono amenazador— ¿Crees que
me vas a asustar con un arma de juguete? ¡Yo tengo una de verdad acá!
—No
hagas boludeces ¡Dame la plata! —creí escuchar una leve
vacilación en la voz. Ahora estaba jugado, si le daba el dinero seguro que me
metía un tiro de despedida.
—¡Plomo
te voy a dar boludo! ¡Rajá de acá! —mientras con el dedo
índice abultaba el bolsillo.
—¡Pará!
¡No tirés! ¡Está bien! Me voy.
Se
fue. Yo estaba un poco tembloroso y sudaba. Mejor rumbeaba para la avenida
Corrientes, y tomaba un café en un bar, antes de volver a casa. El semáforo me
cortó el paso. Al lado se paró una muchacha de unos veinte años. La miré y me
sonrió.
—¡Que
noche fría! —me dijo.
—Si.
—Parece
que no quedó nadie…
—El
fin de semana largo… se fueron todos afuera.
—Claro—volvió
a sonreír—está como para tomar un cafecito.
—¿Querés?
Dale, vamos.
Nos
sentamos en una mesa que daba al ventanal de la avenida. La conversación era
leve y jovial. Parecía que la suerte había cambiado.
—Claro
que mamá está muy enferma—me dijo apesadumbrada—,y yo no consigo trabajo.
La
miré a los ojos. Eran color verde. Los labios eran carnosos y rosados. La piel
era levemente pecosa y los rasgos delicados.
—Los
medicamentos son muy caros—la voz sonaba algo temblorosa—,hoy no tenía ni para
la yerba.
Siguió
explicando un rato sobre los sufrimientos de su madre, de la escasez de
recursos y la falta de un trabajo estable.
—¿Sabés
de algún lugar por acá cerca?
—¡Si!
A tres cuadras, es limpio y discreto… y la podemos pasar bárbaro.
—¿Cuánto
va a salir eso?
—Siete
mil pesos—bajó la vista.
—¿Cuánto
hace que hacés esto? —pregunté algo amargado.
—Poco—se
calló.
—¿Cuánto
salen los medicamentos de tu vieja?
-Ocho
mil pesos.
No
sé por qué le creí. Tal vez por la historia de la madre enferma. Tal vez porque
necesitaba creer en alguien esa noche. Tomé cinco mil pesos y se los di.
—¿Vamos?
—preguntó
tensa.
—No
gracias. No es por nada, no estoy bien.
—Pero
entonces podemos…
—No
te ofendas piba, sos hermosa. Pero yo no voy a ser buena compañía de nadie esta
noche. Tal vez en otra ocasión… tomá, andá a comprar los remedios.
Con
mano temblorosa tomó el dinero y se fue. Terminé el café casi frío que quedaba
en el pocillo. Recordé una frase de un amigo, algo poeta.
—
“Buenos Aires es una puta de piernas abiertas, en la madrugada, exhalando su
último suspiro de bruma y alcohol”
Era
una ciudad extraña, por cierto.
Con
bares trasnochados. Con gente sola y sin alma. Sin ángeles en ninguna esquina.
Yo
la imaginaba con música de fondo. Con el bandoneón de Piazzolla o un solo de Chet
Baker sonando en sus arrabales cosmopolitas. Tal vez si me daba prisa para
volver a casa, podría tomar un. Johnnie Walker, mientras terminaba aquel libro de Marcel Proust que había dejado
a la mitad.
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