sábado, 9 de septiembre de 2023

Un paisaje de océano en sus ojos

 


La ciudad esa mañana tenía una tonalidad grisácea. Fuera por el hollín o las densas nubes que presagiaban una tormenta veraniega. Fuera por el vacío en que se sume en los meses del estío o por el desasosiego de la situación por la que me llamaron. 

Las gentes huían a raudales buscando su descanso. No era mi caso. Yo estaba trabajando aquel bochornoso día de enero. Miraba por la ventana por la que no entraba una mínima brisa.

Con la colilla del enésimo cigarrillo encendí otro. Mis ojos volvieron al cuerpo de mujer gélido y húmedo sobre la cama. Aspiré ansioso el humo ardiente, y luego vacíe mis pulmones lentamente. Toda ella era un enigma digno de develar.

Sus inertes manos reposaban sobre sus pechos. La expresión del rostro denotaba una extraña serenidad. Digo que me causaba extrañeza, pues si uno prestaba atención a su cuello, unas marcas lívidas eran el indicio que alguien había tenido la mala idea de quebrarle la tráquea. Y ella no trasuntaba el más leve gesto de dolor o espanto.

En la sala contigua, un hombre enjuto tenía un cuchillo apoyado sobre su yugular. Con pasmosa facilidad pasaba de unos nerviosos movimientos a una depresión estática.

Luego de evaluarlo por un rato, decidí acercarme. Le tendí el atado de cigarrillos. Su mirada apagada esbozó algo cercano a la gratitud.

Vestía de forma pulcra y formal. Daba impresión de ser un burócrata más. Sus manos mostraban el cuidado de un hombre que no está acostumbrado a los trabajos rudos. Tal vez un intelectual. A ese hombrecillo debería tratar de convencer que el suicidio no era la salida para lo que había hecho.

Mi tarea específica era mediador. El interrogatorio es función reservada al fiscal, pero las tareas de un mediador tenían similitudes. Indagar a un sospechoso es una tarea delicada y que requiere conocimientos psicológicos. Interrogatorio, como yo lo entendía, no eran apremios ilegales ni salirse del manual. Interrogatorio es un juego del gato y el ratón, dónde el más hábil lograba su propósito. En la mediación se debía estar pendiente tanto de lo gestual como del tono de voz. De lo que el sujeto decía y de lo que en realidad había querido decir.

Algunos necesitan un trato casi amistoso. En otros la severidad y la intransigencia causaban mejor resultado. Fuera cual fuere el método requería suma paciencia y tenacidad. Un ejemplo, que yo siempre ponía en mis clases como docente, era el del pescador. Hay que saber dar línea. Dejar derivar el sebo y con algún que otro suave tirón atraer a la víctima. Y luego, si… tensar de golpe el cordel y cobrar la pieza.

En mi caso específico dejaba hablar al sujeto. Iba armando de a poco su historia. Luego lo obligaba a volver sobre algún punto de sus dichos. Buscaba las contradicciones, y con preguntas capciosas, lo encerraba en su juego. Como por casualidad le marcaba los errores entre sus versiones de los hechos. Luego voy el cerrando el cerco con más interrogantes. Esto les crea una tensión emocional que algunos logran manejar, por un tiempo. Por fin, los más, entran en crisis y se quiebran. Sin golpes. Sin violencia.

Para mi desencanto el tipo estaba haciendo una confesión espontánea. Muchos criminales, al darse cuenta de la magnitud de su delito, piden para aliviar su conciencia hablar con alguien. Yo era ese alguien:

—Inspector, sé que lo que le voy a contar es… fue… como podría explicar…

Puse mi mano sobre su hombro, mientras le daba lumbre para su cigarrillo. El cuchillo tembló un poco en su mano. Era un momento propicio para convencerlo de abandonarlo.   

Le dije:

—Nadie va a intentar nada, ¿podríamos conversar sin el cuchillo?

Me miró fijo. Una lucha interna.

—Estoy aquí para escucharlo ¡No!, mejor, para ayudarlo…

Seguía dudando, pero la presión del filo sobre la vena se aflojó.

—Por ahora, no —habló por fin, mientras acercaba el cuchillo a su garganta—. le ruego por favor que no me interrumpa, por más insólito que le parezca, lo que cuento… luego si quiere…

—¡Por favor!, cuente—puse mi mejor cara de truco y comencé a escuchar.

—Todo comenzó hará cerca de un año. Nuestro matrimonio, por ser piadosos, no atravesaba su mejor momento. Luego de nuestro séptimo aniversario, parecía que toda la rutina se hubiera desplomado sobre nosotros. Tal vez la falta de hijos. Tal vez la mala elección de la pareja. Es inútil buscar culpables, pese a que tratábamos de llenar nuestro vacío existencial con fiestas, reuniones, viajes y otros placeres, algo nos faltaba. Parecía que la pasión se había muerto. Esta ausencia arrastró al amor y se perdió el respeto y la tolerancia—se tomó un breve resuello, mientras movía la cabeza asintiendo—, cada uno comenzó a hacer su vida. Ella tenía reuniones sociales con sus amigas, iba al club, tomaba sus clases de tenis, tenía un entrenador personal. ¡Lucía más bella que otrora! Yo me refugié en mis actividades. Daba mil vueltas para llegar tarde a casa y no tener contacto con ella. Comencé a beber después de horas. Mi secretaria mi brindó un simulacro de amor efímero. Ella, ¡Ella! ¡Por Dios!, no tenía certezas… pero imaginé algo parecido a lo que yo había vivido. Amores furtivos y fugaces. ¡Ardía de odio de solo pensarlo!

Más trataba de olvidarlo y más me lo imaginaba. Palabras procaces, romances turbios, cuerpos lascivos. ¡Basta! —el hombre se puso mal en serio.

—Ahora ella había comenzado a ausentarse. ¿cómo le puedo explicar?, en los pocos momentos que compartíamos ella se desconectaba de la realidad. Estaba, pero no estaba. Su mirada vacía se perdía a través de los objetos que parecía mirar. Más allá, lejos… lejos—tragó saliva—, primero eran unas pocas veces al mes. Luego unas pocas veces por día. Ese estado de autismo más allá de molestarme era una malsana diversión, disfrutaba viendo cuánto tiempo quedaba en ese estado.

Hasta que un día, un mal día… decidí hacer algo—el tono era lúgubre—. Ella quedó petrificada en su asiento. Con morbosa curiosidad me hinqué y extendí el dedo índice hasta casi tocar su nariz. Lo moví en forma pendular. Nada, ninguna actividad ocular. Al menos, no una actividad normal. Algo infrecuente sucedía en su verde iris. Un movimiento ondulante, como si el sol se reflejara en una superficie líquida. Pensé que estaba llorando. Me acerqué más para ver mejor—me miró en forma intrigante—¿Algunas vio eso que llaman estereografías? Son como imágenes en un plano, que si uno observa algo desenfocado cobran profundidad, como si fueran tridimensionales. Eso me pasó con ella.

—¿Qué fue lo que paso?

—En sus ojos había un mundo tridimensional propio. Con sonido, con vida, con sensaciones—ahora estaba clara la estrategia del tipo: quería aducir trastorno mental— Lo que yo confundí con lágrimas era en realidad un mar. Un mar verde terroso. Un mar bravío, que aullaba con sus amenazantes olas. Los penachos espumosos de sus crestas eran arrojados contra los negros arrecifes. Más allá, una bahía, dónde las aguas aquietaban. La espuma estallaba en el borde mismo del iris y en el limbo de su globo ocular. La playa era de fina arena blanca, muy extensa. Terminaba en un macizo rocoso plagado de grutas.

—¿Usted me está diciendo? —por un instante perdí la compostura, decidí interrumpirlo—¿que, en los ojos de la mujer, en su mirada, entró en un mundo diferente?

—¡Si!... ¡exacto!

—¿No creerá que alguien puede tomar en serio lo que me cuenta?

El hombre me miró apesadumbrado, y dijo:

—¡Por favor!, solo escúcheme, luego yo…—volvió a acercar el cuchillo a la yugular.  

Lo mejor era terminar aquello cuánto antes. Mejor no lo interrumpía más.

—¡Tiene razón!, continúe, luego atamos los cabos sueltos.

—¡Gracias! ¿Dónde estábamos? ¡Ah!... en la playa. Pues bien, camine durante mucho tiempo. Entonces llegué hasta las rocas. Todo parecía deshabitado. Excepto una bandada de gaviotas que volaban sobre el arrecife, y algún pez que agitaba las quietas aguas de la bahía. Trepé por una saliente hasta la entrada de una gruta, una vez allí sentí los ecos apagados de voces. Eran como murmullos entrecortados por jadeos. Una vez que mis ojos se acostumbraron a la penumbra, alcance a ver una sombra moviéndose por el otro extremo de la cueva. Apure el paso, pero lo único que vi fue un contorno borroso que se perdía por la playa. Estuve unos instantes algo confundido. Todo era muy extraño. ¿Dónde estaba? ¿Qué era aquello? ¿Cómo volvía a mi lugar? Cientos de preguntas se amontonaban en mi mente. ¡Entonces la vi!

Verla y comprender fue todo uno. Ella también bajaba desde el túnel natural, mientras se acomodaba la poca ropa que tenía puesta. El rostro, tenía una rara mezcla de satisfacción y lujuria. Como en un pasado conmigo. Solo que ahora había sido con otro. Cuando termino el descenso de las rocas, me vio. Su mirada desafiante parecía burlarse de mi incomodidad. Camino mojando sus pies en la marea. Una ola estalló a sus espaldas, en el arrecife, arrojando una miríada de gotas. Entonces comenzó a reír. Una carcajada obscena y cruel. Me miraba y se reía. ¡Yo solo quería callarla! ¡No quería que se burlara! ¡Basta!... le tome de la cintura y ella seguía riendo casi como una borracha. Traté de taparle la boca, pero ella más carcajeaba aún. Entonces lo hice. Le apreté el cuello. ¡Fuerte! ¡Muy fuerte! Ella resolló y lanzó otra carcajada. Volví a apretar. Entonces, dejó de reír.

Ya nunca más podría burlarse.

Luego, no sé qué, paso. Si me dormí o me desmayé. Estuve inconsciente, supongo, un buen rato. A mí me dio la sensación de días. Al despertar, ella yacía a mi lado en la cama. Así como usted la vio.

Se sumió en el mayor de los silencios.

El cuchillo cayó de su mano. Siguió mudo.

Aun cuando los agentes lo esposaron y se lo llevaron. Aun cuándo el fiscal trato de tomarle la indagatoria. Siguió silente.

Yo tenía varias dudas y una sola certeza.

Algunas de las dudas se iban a disipar seguramente cuándo le hicieran ciertos estudios.

A mi ver, y por el aspecto de sus pupilas, no había consumido sustancias alucinógenas. Tampoco tenía olor a bebida, pero el estudio de alcoholemia podría corroborar mi presunción.

Luego estaban los test psicológicos. Eso llevaría más tiempo.

Camine por el dormitorio. La gente de Policía Científica estaba haciendo su trabajo. Tomaba huellas. Marcaba lugares con tiza o una especie de banderines. Recogían objetos en bolsitas de polietileno. El cuerpo de la occisa aún estaba en el mismo lugar. Me acerqué, caminando sobre la húmeda alfombra. De hecho, las sábanas y el colchón también estaban mojados, como si el tipo hubiera tratado de revivirla arrojándole agua.

—Inspector… ¿Usted que piensa?

—Te digo, muchacho—viendo la edad y la expresión de respeto, daba para alardear—, creo que el tipo la mato por celos. En un rapto de furia. Luego trató de reanimarla. Y al darse cuenta de lo que había hecho, trató de inventar algo. Creo que la confesión que me hizo va ser funcional a sus necesidades. Cuando el Juez me llame a declarar, y yo relate lo que me contó, el abogado defensor puede pedir se lo declare insano mental. Y yo casi que estaría de acuerdo, a no ser por un pequeño detalle. Su relato tenía coherencia. Era casi literario, como si realmente hubiera vivido lo que contó. El tipo se estudió muy bien su historia. ¡Y la quiere como si fuera una coartada!

—Señor., ¿Usted que piensa que es esto? —con mucha modestia me señaló el dorso de la mano del cadáver. Me acerqué y observé. Un rastro de polvo blanco. Luego se extendía por el brazo. El polvillo estaba enredado en el vello del antebrazo. Sin que nadie me viera, excepto el muchacho, con una uña hice saltar un poco de aquello.

Desconcertado, me erguí y miré todo el cuerpo. Se había secado, en algunas partes se veían unas manchas rojizas. Por todas partes había muestras del dichoso polvo blanco, en los muslos, el vientre y en todo sitio dónde hubiera vello.

Una sospecha comenzó a confundir mi mente. El muchacho me miraba con curiosidad. Estaba expectante, creo que sabía que era aquello. Tomé la punta del colchón y lo estrujé. El líquido me embebió los dedos. Entonces puse el índice en la boca.

Debe haber sido una escena realmente patética. El mediador, en el medio de aquella habitación, al pie de un cadáver, con un muchacho burlón mirándolo, mientras se chupaba un dedo. Sin dar crédito al conocido regusto salobre que le bajaba por la boca, llevando consigo algunos rastros de arena blanca.

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