La
ciudad esa mañana tenía una tonalidad grisácea. Fuera por el hollín o las
densas nubes que presagiaban una tormenta veraniega. Fuera por el vacío en que
se sume en los meses del estío o por el desasosiego de la situación por la que
me llamaron.
Con
la colilla del enésimo cigarrillo encendí otro. Mis ojos volvieron al cuerpo de
mujer gélido y húmedo sobre la cama. Aspiré ansioso el humo ardiente, y luego
vacíe mis pulmones lentamente. Toda ella era un enigma digno de develar.
Sus
inertes manos reposaban sobre sus pechos. La expresión del rostro denotaba una
extraña serenidad. Digo que me causaba extrañeza, pues si uno prestaba atención
a su cuello, unas marcas lívidas eran el indicio que alguien había tenido la
mala idea de quebrarle la tráquea. Y ella no trasuntaba el más leve gesto de
dolor o espanto.
En
la sala contigua, un hombre enjuto tenía un cuchillo apoyado sobre su yugular.
Con pasmosa facilidad pasaba de unos nerviosos movimientos a una depresión
estática.
Luego
de evaluarlo por un rato, decidí acercarme. Le tendí el atado de cigarrillos.
Su mirada apagada esbozó algo cercano a la gratitud.
Vestía
de forma pulcra y formal. Daba impresión de ser un burócrata más. Sus manos
mostraban el cuidado de un hombre que no está acostumbrado a los trabajos
rudos. Tal vez un intelectual. A ese hombrecillo debería tratar de convencer que
el suicidio no era la salida para lo que había hecho.
Mi
tarea específica era mediador. El interrogatorio es función reservada al fiscal,
pero las tareas de un mediador tenían similitudes. Indagar a un sospechoso es
una tarea delicada y que requiere conocimientos psicológicos. Interrogatorio,
como yo lo entendía, no eran apremios ilegales ni salirse del manual.
Interrogatorio es un juego del gato y el ratón, dónde el más hábil lograba su
propósito. En la mediación se debía estar pendiente tanto de lo gestual como
del tono de voz. De lo que el sujeto decía y de lo que en realidad había
querido decir.
Algunos
necesitan un trato casi amistoso. En otros la severidad y la intransigencia
causaban mejor resultado. Fuera cual fuere el método requería suma paciencia y
tenacidad. Un ejemplo, que yo siempre ponía en mis clases como docente, era el
del pescador. Hay que saber dar línea. Dejar derivar el sebo y con algún que
otro suave tirón atraer a la víctima. Y luego, si… tensar de golpe el cordel y
cobrar la pieza.
En
mi caso específico dejaba hablar al sujeto. Iba armando de a poco su historia.
Luego lo obligaba a volver sobre algún punto de sus dichos. Buscaba las
contradicciones, y con preguntas capciosas, lo encerraba en su juego. Como por
casualidad le marcaba los errores entre sus versiones de los hechos. Luego voy
el cerrando el cerco con más interrogantes. Esto les crea una tensión emocional
que algunos logran manejar, por un tiempo. Por fin, los más, entran en crisis y
se quiebran. Sin golpes. Sin violencia.
Para
mi desencanto el tipo estaba haciendo una confesión espontánea. Muchos
criminales, al darse cuenta de la magnitud de su delito, piden para aliviar su
conciencia hablar con alguien. Yo era ese alguien:
—Inspector,
sé que lo que le voy a contar es… fue… como podría explicar…
Puse
mi mano sobre su hombro, mientras le daba lumbre para su cigarrillo. El
cuchillo tembló un poco en su mano. Era un momento propicio para convencerlo de
abandonarlo.
Le
dije:
—Nadie
va a intentar nada, ¿podríamos conversar sin el cuchillo?
Me
miró fijo. Una lucha interna.
—Estoy
aquí para escucharlo ¡No!, mejor, para ayudarlo…
Seguía
dudando, pero la presión del filo sobre la vena se aflojó.
—Por
ahora, no —habló por fin, mientras acercaba el cuchillo a su garganta—. le
ruego por favor que no me interrumpa, por más insólito que le parezca, lo que
cuento… luego si quiere…
—¡Por
favor!, cuente—puse mi mejor cara de truco y comencé a escuchar.
—Todo
comenzó hará cerca de un año. Nuestro matrimonio, por ser piadosos, no
atravesaba su mejor momento. Luego de nuestro séptimo aniversario, parecía que
toda la rutina se hubiera desplomado sobre nosotros. Tal vez la falta de hijos.
Tal vez la mala elección de la pareja. Es inútil buscar culpables, pese a que
tratábamos de llenar nuestro vacío existencial con fiestas, reuniones, viajes y
otros placeres, algo nos faltaba. Parecía que la pasión se había muerto. Esta ausencia
arrastró al amor y se perdió el respeto y la tolerancia—se tomó un breve
resuello, mientras movía la cabeza asintiendo—, cada uno comenzó a hacer su
vida. Ella tenía reuniones sociales con sus amigas, iba al club, tomaba sus
clases de tenis, tenía un entrenador personal. ¡Lucía más bella que otrora! Yo
me refugié en mis actividades. Daba mil vueltas para llegar tarde a casa y no
tener contacto con ella. Comencé a beber después de horas. Mi secretaria mi
brindó un simulacro de amor efímero. Ella, ¡Ella! ¡Por Dios!, no tenía
certezas… pero imaginé algo parecido a lo que yo había vivido. Amores furtivos
y fugaces. ¡Ardía de odio de solo pensarlo!
Más
trataba de olvidarlo y más me lo imaginaba. Palabras procaces, romances turbios,
cuerpos lascivos. ¡Basta! —el hombre se puso mal en serio.
—Ahora
ella había comenzado a ausentarse. ¿cómo le puedo explicar?, en los
pocos momentos que compartíamos ella se desconectaba de la realidad. Estaba,
pero no estaba. Su mirada vacía se perdía a través de los objetos que parecía
mirar. Más allá, lejos… lejos—tragó saliva—, primero eran unas pocas veces al
mes. Luego unas pocas veces por día. Ese estado de autismo más allá de
molestarme era una malsana diversión, disfrutaba viendo cuánto tiempo quedaba
en ese estado.
Hasta
que un día, un mal día… decidí hacer algo—el tono era lúgubre—. Ella quedó
petrificada en su asiento. Con morbosa curiosidad me hinqué y extendí el dedo
índice hasta casi tocar su nariz. Lo moví en forma pendular. Nada, ninguna
actividad ocular. Al menos, no una actividad normal. Algo infrecuente sucedía
en su verde iris. Un movimiento ondulante, como si el sol se reflejara en una
superficie líquida. Pensé que estaba llorando. Me acerqué más para ver mejor—me
miró en forma intrigante—¿Algunas vio eso que llaman estereografías? Son como
imágenes en un plano, que si uno observa algo desenfocado cobran profundidad,
como si fueran tridimensionales. Eso me pasó con ella.
—¿Qué
fue lo que paso?
—En
sus ojos había un mundo tridimensional propio. Con sonido, con vida, con
sensaciones—ahora estaba clara la estrategia del tipo: quería aducir trastorno
mental— Lo que yo confundí con lágrimas era en realidad un mar. Un mar verde
terroso. Un mar bravío, que aullaba con sus amenazantes olas. Los penachos
espumosos de sus crestas eran arrojados contra los negros arrecifes. Más allá, una
bahía, dónde las aguas aquietaban. La espuma estallaba en el borde mismo del
iris y en el limbo de su globo ocular. La playa era de fina arena blanca, muy
extensa. Terminaba en un macizo rocoso plagado de grutas.
—¿Usted
me está diciendo? —por un instante perdí la compostura, decidí
interrumpirlo—¿que, en los ojos de la mujer, en su mirada, entró en un mundo
diferente?
—¡Si!...
¡exacto!
—¿No
creerá que alguien puede tomar en serio lo que me cuenta?
El
hombre me miró apesadumbrado, y dijo:
—¡Por
favor!, solo escúcheme, luego yo…—volvió a acercar el
cuchillo a la yugular.
Lo
mejor era terminar aquello cuánto antes. Mejor no lo interrumpía más.
—¡Tiene
razón!, continúe, luego atamos los cabos sueltos.
—¡Gracias!
¿Dónde estábamos? ¡Ah!... en la playa. Pues bien, camine durante mucho tiempo.
Entonces llegué hasta las rocas. Todo parecía deshabitado. Excepto una bandada
de gaviotas que volaban sobre el arrecife, y algún pez que agitaba las quietas
aguas de la bahía. Trepé por una saliente hasta la entrada de una gruta, una
vez allí sentí los ecos apagados de voces. Eran como murmullos entrecortados
por jadeos. Una vez que mis ojos se acostumbraron a la penumbra, alcance a ver
una sombra moviéndose por el otro extremo de la cueva. Apure el paso, pero lo
único que vi fue un contorno borroso que se perdía por la playa. Estuve unos instantes
algo confundido. Todo era muy extraño. ¿Dónde estaba? ¿Qué era aquello? ¿Cómo
volvía a mi lugar? Cientos de preguntas se amontonaban en mi mente. ¡Entonces
la vi!
Verla
y comprender fue todo uno. Ella también bajaba desde el túnel natural, mientras
se acomodaba la poca ropa que tenía puesta. El rostro, tenía una rara mezcla de
satisfacción y lujuria. Como en un pasado conmigo. Solo que ahora había sido
con otro. Cuando termino el descenso de las rocas, me vio. Su mirada desafiante
parecía burlarse de mi incomodidad. Camino mojando sus pies en la marea. Una
ola estalló a sus espaldas, en el arrecife, arrojando una miríada de gotas.
Entonces comenzó a reír. Una carcajada obscena y cruel. Me miraba y se reía.
¡Yo solo quería callarla! ¡No quería que se burlara! ¡Basta!... le tome de la
cintura y ella seguía riendo casi como una borracha. Traté de taparle la boca,
pero ella más carcajeaba aún. Entonces lo hice. Le apreté el cuello. ¡Fuerte!
¡Muy fuerte! Ella resolló y lanzó otra carcajada. Volví a apretar. Entonces,
dejó de reír.
Ya
nunca más podría burlarse.
Luego,
no sé qué, paso. Si me dormí o me desmayé. Estuve inconsciente, supongo, un
buen rato. A mí me dio la sensación de días. Al despertar, ella yacía a mi lado
en la cama. Así como usted la vio.
Se
sumió en el mayor de los silencios.
El
cuchillo cayó de su mano. Siguió mudo.
Aun
cuando los agentes lo esposaron y se lo llevaron. Aun cuándo el fiscal trato de
tomarle la indagatoria. Siguió silente.
Yo
tenía varias dudas y una sola certeza.
Algunas
de las dudas se iban a disipar seguramente cuándo le hicieran ciertos estudios.
A
mi ver, y por el aspecto de sus pupilas, no había consumido sustancias
alucinógenas. Tampoco tenía olor a bebida, pero el estudio de alcoholemia
podría corroborar mi presunción.
Luego
estaban los test psicológicos. Eso llevaría más tiempo.
Camine
por el dormitorio. La gente de Policía Científica estaba haciendo su trabajo.
Tomaba huellas. Marcaba lugares con tiza o una especie de banderines. Recogían
objetos en bolsitas de polietileno. El cuerpo de la occisa aún estaba en el
mismo lugar. Me acerqué, caminando sobre la húmeda alfombra. De hecho, las
sábanas y el colchón también estaban mojados, como si el tipo hubiera tratado
de revivirla arrojándole agua.
—Inspector…
¿Usted que piensa?
—Te
digo, muchacho—viendo la edad y la expresión de respeto, daba para alardear—, creo
que el tipo la mato por celos. En un rapto de furia. Luego trató de reanimarla.
Y al darse cuenta de lo que había hecho, trató de inventar algo. Creo que la
confesión que me hizo va ser funcional a sus necesidades. Cuando el Juez me
llame a declarar, y yo relate lo que me contó, el abogado defensor puede pedir
se lo declare insano mental. Y yo casi que estaría de acuerdo, a no ser por un
pequeño detalle. Su relato tenía coherencia. Era casi literario, como si
realmente hubiera vivido lo que contó. El tipo se estudió muy bien su historia.
¡Y la quiere como si fuera una coartada!
—Señor.,
¿Usted que piensa que es esto? —con mucha modestia me señaló el dorso de la
mano del cadáver. Me acerqué y observé. Un rastro de polvo blanco. Luego se
extendía por el brazo. El polvillo estaba enredado en el vello del antebrazo.
Sin que nadie me viera, excepto el muchacho, con una uña hice saltar un poco de
aquello.
Desconcertado,
me erguí y miré todo el cuerpo. Se había secado, en algunas partes se veían
unas manchas rojizas. Por todas partes había muestras del dichoso polvo blanco,
en los muslos, el vientre y en todo sitio dónde hubiera vello.
Una
sospecha comenzó a confundir mi mente. El muchacho me miraba con curiosidad.
Estaba expectante, creo que sabía que era aquello. Tomé la punta del colchón y
lo estrujé. El líquido me embebió los dedos. Entonces puse el índice en la
boca.
Debe
haber sido una escena realmente patética. El mediador, en el medio de aquella
habitación, al pie de un cadáver, con un muchacho burlón mirándolo, mientras se
chupaba un dedo. Sin dar crédito al conocido regusto salobre que le bajaba por
la boca, llevando consigo algunos rastros de arena blanca.
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