Siempre
surgía la misma discusión bizantina luego de las horas de clase de literatura.
Tal vez la única materia realmente estimulante en las clases del colegio
nocturno. O quizá fuera nuestra profesora que lograba interesar, aún al más
abstruso iletrado, en la realidad mágica de García Márquez, la poesía combativa
de Miguel Hernández o la narrativa llena de amor, locura y muerte de Horacio
Quiroga.
El
asunto es que sentía un rechazo epidérmico a leer nada de Jorge Luis Borges. Mi
prejuicio nacía de algunas frases desafortunadas y ciertas actitudes
incomprensibles. Según mi criterio, un tipo tan elitista que juzgaba que “el
Martín Fierro era un vago pendenciero” y que apoyaba, con su lenguaje florido,
a las dictaduras que asolaban a la región por aquellas épocas; no podía brindar
nada positivo en su literatura.
Una
de mis compañeras de clase, me había espetado el clásico: “que juzgaba el libro
por su portada”. Y Gloria, la profesora de literatura, había agotado todos sus
recursos para lograr que leyera “Emma Zunz”, tal vez el más accesible de sus
cuentos. Sin haberlo leído, pontificaba que un hombre anglófilo como Borges,
difícilmente pudiera entrar en el espíritu de los guapos, como pretendía en
“Hombre de la esquina rosada”.
La
profesora me había regalado algunas antologías: “Fe de ratas” de Asís, “Dublín
al Sur” de Isidoro Blastein, y “Crónicas marcianas” de ¡Ray Bradbury! Pero “El
Aleph” dormía el sueño de los justos sobre mi mesa de luz.
El
tiempo tiene cierta cualidad para trastocar ideologías y pensamientos
recalcitrantes sin que uno lo perciba.
El
tiempo de la nocturna había concluido. Junto con la primera juventud y la
soltería Las obligaciones del adulto casado me llevaron a un trabajo para
pagar cuentas, según le espetaba su padre a Kafka: vendedor de libros a
domicilio.
Un
mal día lleva a una mala semana. Puede concluir en un mal mes. Y el año irse al
diablo.
Estaba
sentado en un banco de piedra en la Plaza de Villa Devoto, comiendo mi
almuerzo: un paquetito de galletitas Criollitas. Era un tórrido mediodía de
enero.
El
maletín estaba entre mis piernas, mientras algunas palomas rondaban. tratando
de capturar algunas pocas migas que se caían de mi boca sedienta. El traje y la
corbata eran totalmente incongruentes con el clima. Además del sudor, mi estado
de ánimo no era el mejor. No había cerrado ninguna venta.
Entonces
la vi. Una mansión señorial con rejas oscuras y puertas de roble con aldabas de
bronce, una breve escalera de entrada y a los costados unos jardincitos algo
austeros.
La
Biblioteca Antonio Devoto. Decidí que era un buen lugar para escapar de
la canícula y esperar que abran los negocios para seguir intentando encontrar
clientes esquivos.
Contra
toda lógica la biblioteca estaba abierta. En la penumbra, detrás de un
escritorio antiguo, un anciano revolvía unas fichas escritas a mano.
—Buenas
tardes, joven —la voz del viejo sonaba profunda, pero algo gangosa—, ¿Qué anda
buscando?
—Algo
para leer—respondí con una obviedad.
—Digo,
disculpe, ¿tiene algún gusto literario particular?
—Algo
de literatura latinoamericana —pensé un instante—, o podría ser de autores
rusos.
El
anciano apuntó sus ojos celestes y turbios al vacío, algún punto suspendido
sobre nuestras cabezas, más arriba de los anaqueles atiborrados de libros y las
balaustradas delante de los vitreaux de los ventanales.
—¿Tal vez acepte una sugerencia?
—¡Por
supuesto! ¡Claro que sí!
—¿No
le parece un buen momento para intentar con algo que nunca se le haya ocurrido
leer? —una
sonrisa irónica se le dibujó en el rostro curtido.
—No
es mala idea, ¿Qué me sugiere? —respondí como si el viejo supiera que es lo que
no había leído en mi vida.
—¡Oh!
Acá tengo algunas fichas con los títulos y los autores, ¿quiere echarles una
ojeada?
Me
alcanzó el fichero sin volver la vista. El rostro seguía en la penumbra. Sus
ojos también.
Leí
la primera ficha y pegué un respingo:
Título:
El Aleph
Autor:
Jorge Luis Borges
Editorial:
Losada
Año:
1949
Lugar:
Buenos Aires
Observé
con detenimiento la fisonomía en las sombras, algo encorvada, se notaba que el
hombre era alto, de un buen porte en que los años no habían hecho mella. Vestía
un traje Príncipe de Gales de fina hechura. Sus manos parecían recién salidas
de la manicura, con la cutícula al ras y barnizadas. Tenía camisa con gemelos y
corbata con traba de oro. Además de un anillo de oro con un rubí, tenía un
reloj Girard Perregaux de colección. Apoyado contra una esquina del escritorio
un bastón con bruñida empuñadura.
Esa
tarde se cumplió el sueño de Gloria. Entonces descubrí a mi segundo mejor
maestro.
Ese
hombre que yo había juzgado sin conocer su obra, me hizo conocer el poder de la
palabra, las realidades que se ocultan detrás de la realidad, los jardines que
se bifurcan en destino o azar, a cierta mujer inolvidable en Inverness, a la
bravura del Mar Caspio, los ponientes de Querétaro, los escaparates de Mirzapur,
tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, un gabinete perdido en Alkmaar
y el engranaje del amor y la modificación de la muerte. Esos maestros me
enseñaron sobre el inescrutable universo y el sincronismo de la predestinación.
6 comentarios:
Muy integrante de leer, me agarró desde el principio. ¡Bravo!
Maravilloso
Es impresionante como escribís y la vivencia digna de un buen relato, sos un genio 🤍
Excelente relato👏👏
Maravilloso, muy buenos cuentos
Excelente 👌🏾
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