viernes, 25 de agosto de 2023

El guardián de la biblioteca

 

Siempre surgía la misma discusión bizantina luego de las horas de clase de literatura. Tal vez la única materia realmente estimulante en las clases del colegio nocturno. O quizá fuera nuestra profesora que lograba interesar, aún al más abstruso iletrado, en la realidad mágica de García Márquez, la poesía combativa de Miguel Hernández o la narrativa llena de amor, locura y muerte de Horacio Quiroga.

El asunto es que sentía un rechazo epidérmico a leer nada de Jorge Luis Borges. Mi prejuicio nacía de algunas frases desafortunadas y ciertas actitudes incomprensibles. Según mi criterio, un tipo tan elitista que juzgaba que “el Martín Fierro era un vago pendenciero” y que apoyaba, con su lenguaje florido, a las dictaduras que asolaban a la región por aquellas épocas; no podía brindar nada positivo en su literatura. 

Una de mis compañeras de clase, me había espetado el clásico: “que juzgaba el libro por su portada”. Y Gloria, la profesora de literatura, había agotado todos sus recursos para lograr que leyera “Emma Zunz”, tal vez el más accesible de sus cuentos. Sin haberlo leído, pontificaba que un hombre anglófilo como Borges, difícilmente pudiera entrar en el espíritu de los guapos, como pretendía en “Hombre de la esquina rosada”.

La profesora me había regalado algunas antologías: “Fe de ratas” de Asís, “Dublín al Sur” de Isidoro Blastein, y “Crónicas marcianas” de ¡Ray Bradbury! Pero “El Aleph” dormía el sueño de los justos sobre mi mesa de luz.

El tiempo tiene cierta cualidad para trastocar ideologías y pensamientos recalcitrantes sin que uno lo perciba.

El tiempo de la nocturna había concluido. Junto con la primera juventud y la soltería Las obligaciones del adulto casado me llevaron a un trabajo para pagar cuentas, según le espetaba su padre a Kafka: vendedor de libros a domicilio.

Un mal día lleva a una mala semana. Puede concluir en un mal mes. Y el año irse al diablo.

Estaba sentado en un banco de piedra en la Plaza de Villa Devoto, comiendo mi almuerzo: un paquetito de galletitas Criollitas. Era un tórrido mediodía de enero.

El maletín estaba entre mis piernas, mientras algunas palomas rondaban. tratando de capturar algunas pocas migas que se caían de mi boca sedienta. El traje y la corbata eran totalmente incongruentes con el clima. Además del sudor, mi estado de ánimo no era el mejor. No había cerrado ninguna venta.

Entonces la vi. Una mansión señorial con rejas oscuras y puertas de roble con aldabas de bronce, una breve escalera de entrada y a los costados unos jardincitos algo austeros.

La Biblioteca Antonio Devoto. Decidí que era un buen lugar para escapar de la canícula y esperar que abran los negocios para seguir intentando encontrar clientes esquivos.  

Contra toda lógica la biblioteca estaba abierta. En la penumbra, detrás de un escritorio antiguo, un anciano revolvía unas fichas escritas a mano.

—Buenas tardes, joven —la voz del viejo sonaba profunda, pero algo gangosa—, ¿Qué anda buscando?

—Algo para leer—respondí con una obviedad.

—Digo, disculpe, ¿tiene algún gusto literario particular?

—Algo de literatura latinoamericana —pensé un instante—, o podría ser de autores rusos.

El anciano apuntó sus ojos celestes y turbios al vacío, algún punto suspendido sobre nuestras cabezas, más arriba de los anaqueles atiborrados de libros y las balaustradas delante de los vitreaux de los ventanales.

 —¿Tal vez acepte una sugerencia?

—¡Por supuesto! ¡Claro que sí!

—¿No le parece un buen momento para intentar con algo que nunca se le haya ocurrido leer? —una sonrisa irónica se le dibujó en el rostro curtido.

—No es mala idea, ¿Qué me sugiere? —respondí como si el viejo supiera que es lo que no había leído en mi vida.

—¡Oh! Acá tengo algunas fichas con los títulos y los autores, ¿quiere echarles una ojeada?

Me alcanzó el fichero sin volver la vista. El rostro seguía en la penumbra. Sus ojos también.

Leí la primera ficha y pegué un respingo:

Título: El Aleph

Autor: Jorge Luis Borges

Editorial: Losada

Año: 1949

Lugar: Buenos Aires

Observé con detenimiento la fisonomía en las sombras, algo encorvada, se notaba que el hombre era alto, de un buen porte en que los años no habían hecho mella. Vestía un traje Príncipe de Gales de fina hechura. Sus manos parecían recién salidas de la manicura, con la cutícula al ras y barnizadas. Tenía camisa con gemelos y corbata con traba de oro. Además de un anillo de oro con un rubí, tenía un reloj Girard Perregaux de colección. Apoyado contra una esquina del escritorio un bastón con bruñida empuñadura.

Esa tarde se cumplió el sueño de Gloria. Entonces descubrí a mi segundo mejor maestro.

Ese hombre que yo había juzgado sin conocer su obra, me hizo conocer el poder de la palabra, las realidades que se ocultan detrás de la realidad, los jardines que se bifurcan en destino o azar, a cierta mujer inolvidable en Inverness, a la bravura del Mar Caspio, los ponientes de Querétaro, los escaparates de Mirzapur, tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, un gabinete perdido en Alkmaar y el engranaje del amor y la modificación de la muerte. Esos maestros me enseñaron sobre el inescrutable universo y el sincronismo de la predestinación. 

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy integrante de leer, me agarró desde el principio. ¡Bravo!

Marco dijo...

Maravilloso

Anónimo dijo...

Es impresionante como escribís y la vivencia digna de un buen relato, sos un genio 🤍

Anónimo dijo...

Excelente relato👏👏

Anónimo dijo...

Maravilloso, muy buenos cuentos

Anónimo dijo...

Excelente 👌🏾